1 LA PIRÁMIDE

© Manuel Peñafiel, Fotógrafo, Escritor y Documentalista Mexicano.

6/5/20259 min read

Cuando mi boca sabía a sal y el frío me obligaba a tiritar, cerraba los ojos y aplaudía. Las palmas de mis manos mojadas por la lluvia sonaban a aleteos de plata, era entonces que entre la bruma veía aparecer lentamente a un viejo de frágil figura de porcelana huesuda, él venía a mí, cada vez que las dudas golpeaban las horas de mi mente.

Sus hondos ojos eran nidos vítreos. El anciano parecía flotar. Ondulaba su anatomía y no daba pasos. Sencillamente su presencia crecía hasta estar tan cerca de mí, que yo invariablemente daba uno o dos intimidados pasos atrás.

Cierta vez en que apareció, me dediqué a hacerle toda clase de preguntas, como era mi costumbre. Pero esa tarde más gris que las otras tardes grises, el hombre viejo no contestó a ninguna interrogante. Lentamente llevó sus largas manos a la altura del torso y con filosas uñas rasgó su camisa. Con el dedo índice señaló el centro de su pecho. Lo miré fijamente. Al principio no veía más que su piel húmeda y blanca, casi transparente como la piel de los peces. Luego al mirar los huesos de su esternón, éstos me recordaron una escalera que ascendí durante un sueño. Le quise preguntar el motivo por el cual hacía eso. El viejo se limitó a golpearse el tórax impacientemente con la intención de que yo no me distrajera. Su pecho empezó a brillar, a palpitar semejante a las entrañas de un lago. En medio de las ondulaciones de su carne, vi una gema o algo que parecía tal. Era un poliedro luminoso del color de la sangre coagulada. El prisma salió flotando, se acercó a mi cara y el temor hizo que mi rostro hormigueara. La gema suspendida en el aire quedó a la altura de mis ojos y pude ver en su interior muchas respuestas. No comprendía la razón, pero cuando mi cerebro se inundaba con una incógnita, al mirar fijamente aquella alhaja, la respuesta llegaba a mi mente.

Recordé cuando estuve en el sepelio de un faraón. Sentí de nuevo la ansiedad que ahorcaba a los huesos de mi cuerpo, cuando se nos encerró a todos los sirvientes dentro de la tumba del amo. Con la boca seca y la angustia expandiéndose a la garganta, permanecimos perplejos dentro de aquel aposento donde moriríamos todos.

La esposa de aquel monarca egipcio ingirió veneno, la pudimos ver instantes antes de que cerraran herméticamente la pirámide. Algunos miembros de la corte real abrieron sus vientres con filosos cuchillos, otros más, bebieron pócimas liberadoramente letales. Pero los esclavos, concubinas y eunucos quedamos arrinconados formando un nudo de temerosos topos. El aire comenzó a enrarecerse por la falta de ventilación. Algunas mujeres rompieron a llorar, después a gritar. La desesperación hacía que la obscuridad nos aplastara el espíritu. El miedo a morir hizo que la orina me fluyera sin control alguno. Sentí el líquido caliente bajar por mis piernas hasta mojar mis sandalias de hilo de oro.

Pausadamente cesaron los lloriqueos femeninos. Abatidos nos sentamos. Algunos vanamente trataron de encontrar una salida, lo único que lograron fue lastimarse al tropezar contra los objetos depositados dentro de la tumba. Mi ropa húmeda por la orina comenzó a despedir mortificante hedor. Opté por desnudar mi cuerpo, el cual sequé con la larga cabellera de una mujer que yacía desfallecida junto a mí.

La sed comenzó a ulcerar mi boca y a mis sentidos. En la impenetrable densidad de aquella negrura era imposible determinar el tiempo transcurrido. Sentía que se habían deslizado varios días, mi cuerpo comenzó a debilitarse por la falta de alimento. Desplazarse dentro de la sala mortuoria donde se alojaba el sarcófago del faraón se hacía dificultoso, la gente

tendida sobre el suelo lo impedía. Me arrastré entre los cuerpos que gemían en débil agonía. Topé contra algo voluminoso y blando. Alguien proliferó maldiciones. Era el vientre de un señor de la nobleza que yacía boca arriba igual a sórdido barril de carne.

¿ Quién demonios interrumpe mi viaje al más allá ?, reclamó con ronca irritación.

Soy yo, Aví el eunuco, respondí. Perdonadme señor. Ven acá pedazo de tierna mierda, vociferó tomándome del cuello. Sus duras uñas lastimaron mi rostro.

Me acercó tanto a su cara, que su barba de días se encajó por instantes a mis mejillas.

¿ Qué desea, señor ?, le pregunté.

Deseo a un muchachito a quien abrazar, antes de zarpar sobre las aguas del mar de los muertos.

Lo siento patrón, todos están tan débiles que no puedo siquiera arrastrar alguno a vuestro lado, y si así lo consiguiese, temo que estén demasiado sucios y maltrechos. Revuelcan sus últimas horas de existencia entre el desasosiego y sus propias materias fecales. Este lugar es un macabro cochinero, donde hay pocos con vida, y los que aún la conservan apestan en prematuro infierno.

Te creo eunuco, culo de algodón. Tengo la certeza de que moriremos pronto, aún así tienes la cortesía de darme explicaciones a mí, que en algún tiempo fui tu superior. Ahora no somos más que dos seres humanos ligados al sendero sin retorno. Aprecio que me trates con buenos modales. Yo que ya solo soy un hediondo gordinflón.

Acerca tu mano a mi pecho.

Así lo hice. Sin saber yo mismo lo que buscaba, toqué las enormes tetas de aquel obeso; estaban heladas a pesar del calor dentro de aquel recinto funerario, sus pezones eran frías cabecillas de serpientes ciegas. Colgando de su cuello palpé una pequeña botella que pendía de una cadena.

¿ Sabes lo que contiene ?, me preguntó el rechoncho noble.

Lo ignoro, señor.

Pues, preserva un líquido que he guardado durante muchos años; se lo compré a un hechicero previendo este horrible momento, cuando sería encerrado en la pirámide del faraón a quien serví en vida.

Aquel brujo me convenció de las ventajas de esta pócima. Muy costosa me la vendió, elevado fue el precio que pagué por ella. A cambio de esta receta, le cedí al decrépito mago a una de mis hijas, la de trece años, para que la destripara para sus experimentos.

Jamás olvidaré los gritos de la pequeña cuando aquel nigromante comenzó a desollarla. En las noches cerraba las puertas y ventanas de mi casa, sin embargo, eso no impedía que los aullidos de dolor se metieran por huecos y rendijas igual a nocturnas sanguijuelas castigando a mi consciencia.

Se me dijo más tarde, que a la muchachita la mantuvo con vida por varios meses. Y por medio de rudimentaria cirugía observaba sus entrañas vivas.

El alquimista buscaba una fórmula exprimida de aquel agonizante himen; la maltrecha carne de mi propia hija.

Fue el hechicero quien me dio a cambio este frasco que contiene la esencia de rubíes virginales ultrajados.

Pero…¿ sabes qué ?, eunuco de estiércol. ¡ Yo no busco beber la sangre de ninguna alhaja !

¡ Solamente quiero reventar de una vez y cubrir de mierda y tripas todo, y a todos los que están a mi alrededor ! Así que tú eunuco, si crees en la menstruación de las gemas vírgenes, pues adelante, anda, destapa la botella y engulle su contenido.

Con su brusca y regordeta mano, aquel hombre arrancó de su cuello la cadena con la pequeña botella. A tientas en la penumbra tomó mis manos con las suyas para depositar el frasco en mis palmas.

Bebe, me dijo. Luego sentí que su pesada anatomía se reclinaba sobre el piso. Aún se oía su sofocada respiración.

Tomé el frasco sin saber que hacer. Más tarde, ya no escuché al aire entrar y filtrarse por su seca garganta. No percibía un solo sonido. Parecía que todos estuvieran dormidos o muertos.

Sentí aprensión. Temor a morir. Miedo a que mis pensamientos terminaran. Turbación por convertirme en un bulto de vida inútil.

Por las cisuras de mi memoria se arrastraron los recuerdos, mi casa incendiada, mis padres vapuleados antes de ser asesinados, mis hermanas convertidas en esclavas, el dolor al ser castrado, mi mutilado cuerpo arrodillado en humillante impotencia, mis lisos y perfumados muslos chocando contra frustrados deseos, mientras yo solía limpiar las letrinas de las concubinas reales, sus risas, sus prolongados chismes, y su parloteo empujándome a perder la cordura. Mi vida reducida a trozos de mármol y adobe se diluía, mientras mis ojos se cerraban cayendo como noches en mi bruma existencial.

No sabía si beber lo que había dentro del frasco. Temía que después de tantos años, estuviese descompuesto y solo hallara un veneno pestilente.

Con los dientes destapé la pequeñita botella. Escupí el tapón. Me la llevé a los labios y apuré su contenido. El brebaje era espeso. Repugnantemente dulzón. Me provocó náuseas. En la boca sentí trozos blandos que se encontraban suspendidos en aquella solución. Quise escupirlos con asco, pero ya se encontraban en el umbral de mi garganta. Los efectos fueron inmediatos, sentí los labios adormecidos, hinchados y secos. Mi mandíbula cayó sin control. Comencé a babear abundantemente. Dejé reposar mi cuerpo. Puse la cabeza recostada en las lozas. La saliva que fluía por las comisuras de mi boca comenzó a formar un charco alcanzando a mi oreja apoyada sobre el piso. La saliva servía de conductor, de medio enlazador. Podía escuchar los sonidos que venían de abajo. Me percaté que eran palpitaciones, latidos de la Tierra. Mi oído se agudizaba de tal manera que como larva sensorial se iba desenroscando. Penetraba a los cimientos de la pirámide. Reptaba avanzando en su trayectoria hacia las profundidades. La larva llegó a la arena caliente. Se internó ondulantemente entre los diminutos granos. Lejos la arena ya no era caliente, sino tibia, más abajo fría. Mis sentidos como raíces sin carne continuaron bajando a las entrañas del planeta; ahí fui capaz de percibir que todo está anidado y anudado para luego emerger. Me pude dar cuenta de la aglomeración de existencia y sucesos que están en estado embrionario. Todo y todos estaban en los abismos geológicos: aves de roca, pedazos de miembros humanos, toses de grava, enfermedades de moho, cáncer en estalactitas, el río denso de la envidia espumosa. Nada faltaba. Las voces colgaban en las cavernas. Los pasos estaban estáticos esperando subir a la superficie en la primera rendija que les permitiera sobresalir. La gran bóveda del sótano terráqueo estaba poblada de historia y aborto, de rechinidos y deseos, de ansias y angustias, de semillas y agua sucia, de renunciación y aspiración, de pesadillas y placeres. Todo estaba dentro de esa sopa subterránea. Los seres humanos aún sin nacer, los fetos siderales, la menstruación gigante de una duda.

Y me di cuenta de que todo fluye de la Tierra. Somos huéspedes del orbe, aunque neciamente lo manchemos con el vómito de nuestros errores.

Estamos vinculados a los recursos terrenales, aunque les demos la espalda en irresponsable despilfarro. Somos la Tierra. Somos ella y ella es nosotros. Entonces comprendí que somos parientes de los árboles. Todo es una gran familia que con miopía empeñamos en negar.

Los efectos del brebaje se acentuaron. Comencé a convulsionarme. Mi cuerpo se aligeraba. Ya no sentía la carne. Solamente los sentidos desnudos explorando la existencia. Lentamente mis pensamientos fueron deteniéndose. Tenía la sensación de estar en una inmóvil caravana, mi ser estaba entre estacionadas ideas. Fue así que comprendí el sendero. Había que aferrarse a una idea vital, era necesario atrapar mi propio criterio para ser capaz de avanzar venciendo obstáculos. Las ideas desfilaban ante mí con la forma de poliedros luminosos, una de ellas reflejó el principio de la existencia. Con la escasa fuerza que aún me quedaba me introduje a esa imagen mental, deslizándome dentro de ella, cerré la cerradura por dentro. Quizá la caravana se pusiera en movimiento otra vez, emprendiendo la marcha hacia un destino incógnito que trajera renacientes brotes.

©Manuel Peñafiel - Fotógrafo, Escritor y Documentalista Mexicano.

El contenido literario y fotográfico de esta publicación está protegido por los Derechos de Autor, las Leyes de Propiedad Literaria y Leyes de Propiedad Intelectual; queda prohibido reproducirlo sin autorización y utilizarlo con fines de lucro.

This publication is protected by Copyright, Literary Property Laws and Intellectual Property Laws. It is strictly prohibited to use it without authorization and for lucrative purposes.

1 El Faraón 1979 ©Manuel Peñafiel

2 La Egipcia 1979 ©Manuel Peñafiel

3 Isis 1996 ©Manuel Peñafiel

4 Deidad egipcia 1996 ©Manuel Peñafiel

5 Faraónica 1996 ©Manuel Peñafiel

6 Isis Luby 1996 ©Manuel Peñafiel

7 Faraónica Luby 1996 ©Manuel Peñafiel