13 LA CIUDAD DE MÉXICO

© Manuel Peñafiel, Fotógrafo, Escritor y Documentalista Mexicano.

6/5/202514 min read

En la gran metrópolis conocí a Nitzia a quien llevé a vivir conmigo a mi departamento en Tecamachalco. En ocasiones hablaba dormida, entonces acercaba mi oído a su boca tratando de averiguar que decía, pero me era imposible descifrarlo. No era español lo que salía de sus labios, sino inquietas palabras en idioma purépecha. Había veces en que transpiraba, su blanco camisón se pegaba a las cúpulas morenas de sus pechos. Sin despertar completamente buscaba abrazarme. Sus labios se secaban, besarlos era rozar hojas prematuramente marchitas.

Nitzia era patológicamente posesiva, en una ocasión tomó unas tijeras y con el filo marcó una M sangrante en su muslo, me advirtió que ahora ella era absolutamente mía, y que si alguna vez la abandonaba usaría las tijeras mientras yo durmiera para castrarme. Al ver como brotaba la sangre sobre su morena piel por los cortes infringidos, supe que no bromeaba. El tiempo cicatrizó su carne y ahí quedó la inicial de mi nombre marcada sobre su maciza pierna. Debido a lo corto de las faldas que ella usaba, la gente no podía evitar sentir curiosidad al ver no un tatuaje, sino una letra de bordes oscuros en aquella muchacha de fiera mirada. Como siempre ha sido mi costumbre, yo pasaba mucho tiempo dedicado a mi trabajo, así que no podía complacer a Nitzia, quien frecuentemente se malhumoraba porque yo no la paseaba como ella lo apetecía. Ella entonces decidía recorrer sola la ciudad. No sé en donde conoció a otra muchacha de la cual se hizo amiga. Su nueva compañera llamada Nocheztli, era víctima de depresiones. Varias veces había tratado de quitarse la vida. Una tarde tocó a la puerta de mi apartamento. Nocheztli se encontraba demacrada. Pude ver en las muñecas de sus brazos, profundas cortadas, cosidas toscamente, probablemente por un médico novato. Yo no podía quitar la vista de aquellas líneas rojinegras, hinchadas y perversas. Le pregunté si podía tocarlas. Asintió con la cabeza. La tomé de los antebrazos, volteando las palmas de sus manos hacia arriba. Ahí estaban las cortadas con que quiso suicidarse. Por ellas se había escurrido lentamente parte de su vida. Pensé que psicológicamente había fluido demasiada vida de aquella muchacha. Nocheztli se encontraba con la apariencia de muñeca hueca. Apática. Indiferente a mis dedos que recorrían su piel. Sentí el hilo de cirugía con que habían cosido las cortadas. Entraba y salía de la carne haciendo zigzag de la misma manera en que los nativos de Norteamérica aún cosen sus mocasines. Nocheztli sentada ante mí me miraba con ojos café cambiante, igual que miel enlodada. Bajó su vestido al nacimiento de sus pechos. La luz del sol de la tarde que entraba por la ventana se desparramó sobre su voluptuosidad. Su torso brillaba como aquellas esculturas de madera recubiertas con hoja de oro en las iglesias. Nocheztli se puso de pie tan cerca que sentí sus erectos pezones tocar mi pecho. Nuestras rodillas se amoldaron. Sonrió de una manera extraña. Sus ojos ya no eran de miel intoxicada, sino que se veían profundamente vacíos. Sin embargo, los cristalizaba fría luminosidad. Su boca quedó en una mueca que ya no era sonrisa, sino trozo de torcida belleza.

¿ No te quieres despedir de mis heridas ?, me preguntó.

Sin darme tiempo a responder, subió sus antebrazos a la altura de mi cara, los acercó a mis labios. Las heridas me rozaron levemente la boca. Sentí duro el hilo de las puntadas, la carne de sus brazos estaba temblando tibiamente. Abrí la boca y succioné la piel, supo igual que un ataúd destapado. Pasé varias veces la lengua por sus heridas. Temí que el hilo se reblandeciera y se abrieran de nuevo las cortadas. Aún así continué lamiéndolas. La mente llevó a preguntarme si las personas que agonizan pueden llegar a alcanzar un último orgasmo deliciosamente falleciente.

Ceñí a Nocheztli pasándole mis brazos alrededor de su cintura. Ella bajó al piso y la seguí. Las losetas del suelo estaban frías. La besé. Su saliva estaba ácida, penetró por las papilas llevando a mi cerebro una obertura macabra, donde mis carnes despedazadas se convertían lentamente en intoxicadas estrellas viajando en un horizonte con huellas digitales olvidadas. En ese momento estaba abrazando al ángel irrompible, al silbato de plástico, al ladrido de navaja.

De nuevo la frialdad del piso me hizo sentir incómodo. Metí la mano abajo de su vestido, mis dedos se toparon con sus ropas interiores que parecían interminables, finalmente llegaron a sus pantaletas. Las jalé con brusquedad. Quedaron sobre el piso eran alas de mariposa de lino y encajes. Palpé su pubis, me agradó descubrir que lo tenía depilado. De nuevo pensé en la brusca textura de sus heridas suicidas. Ahora al acariciar su vulva obtenía la sensación de tocar tersa concha de cerámica virginal. Nocheztli tomó mi mano apretándola con fuerza a sus húmedas carnes.

En voz baja comenzó a decirme:

Mis pies descalzos ya no pisan tu tierra, mis oídos ensordecidos por el mar grande no escuchan las pisadas muertas. En la campana de mi voz se quiebran mis palabras. Soy un viento mudo. Soy el pez que se salió del mar. Soy una broma en la oscuridad. El ritmo en mis ojos se despega. Ya no hay marea en mis alientos, solamente soy un pequeño cuerpo flotando detrás de las olas.

Cuando terminó de hablar, abrió mi pantalón y metió su mano. Se detuvo un instante al lastimarse con la cremallera metálica que le irritó la muñeca herida. Siguió y encontró lo que buscaba. Lo introdujo a su boca. A punto estaba en llegar la culminación cuando detuvo sus movimientos.

¿ Por qué te detienes ?, le pregunté.

Nárrame tu historia al momento en que alcances tu eyaculación, me respondió.

Cuando las sensaciones del orgasmo llegaron, abrí la boca. Antes de apretar los dientes, exclamé:

Las muertas me prestaron su lengua, los ahorcados expiraron a mi oído, las celdas han fallecido en mi estómago, los huérfanos engendraron en mis escamas.

Mientras yo hablaba, Nocheztli movía su lengua alrededor de la cabeza de mi miembro. Apretaba los dientes hasta que el dolor llegaba, luego lo aflojaba. Succionaba mientras sus uñas se clavaban en mis muslos. Tapó mis ojos con un vendaje de besos y se montó sobre mí. Llevó sus muñecas a mi boca. Sentí el hilo de las costuras tallando mis labios. Mordí la carne y los hilos reventaron. El líquido de la vida salió de sus venas y lo bebí caliente escurriente. De la erótica gruta de Nocheztli fluyó su exquisita culminación.

Las sensaciones transcurrieron tanto tiempo que los ríos de mi vientre derramaron sensaciones. El placer impunemente hizo a la luna parpadear. Grises punzadas se conglomeraron en mis tímpanos. Con la cabeza envuelta en mis propias llagas, me hundí placenteramente en humo de azucena.

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Neciamente pensé que Nitzia toleraría mi desliz con su amiga Nocheztli. Cuando tuve a Nocheztli en mis brazos debí haber recordado la advertencia de Nitzia de aquel día en que amenazó con castrarme si yo le era infiel. Aunque yo sabía que su malhumor se debía a mi encuentro con Nocheztli, quise disfrazar las cosas preguntándole si me guardaba rencor por lo sucedido.

Cualquiera puede hacerlo mejor que esa vagabunda, gritó al tiempo que se lanzaba con las uñas apuntadas a mi rostro. Tuve que sujetarla para calmarla. Ella se zafaba y volvía a embestir. Al jalarla su vestido desgarrado vertió sus abundantes pechos. Ella no dejaba de insultarme. Acalorada por el enojo rasgó en jirones sus prendas de vestir. Sus largas piernas emergieron lubricadas por la transpiración.

De la mesita de noche tomó las tijeras para clavarlas en mi cuello. No tuve otra alternativa que propinarle un puñetazo en la quijada. Nitzia cayó de espaldas sobre la mullida alfombra. De su boca salían hilillos gránate. Sus apetitosos muslos los tenía abiertos. Desprendí el liguero que sujetaba sus medias y con él le até las manos. Me despojé de la ropa. Con aquella chica tendida en carne abierta mi pene se alzó. Se hundió en ella cuando aún estaba inconsciente.

Al recobrar el conocimiento alzó la cabeza igual a vengativa anguila dispuesta a morder. Comencé a moverme rotativamente dentro de su diminuta vagina. Su carne respondió y agitada exclamó:

Aprieta mi esencia porque temo disiparme para no volver, gimió cuando llegó su orgasmo.

Al otro día salí a trabajar. En la tarde cuando regresé encontré la puerta del apartamento mal cerrada. Todo estaba silencioso. Nitzia la joven michoacana que inquieta hablaba en purépecha cuando dormía había partido. La busqué en las habitaciones. Todo estaba intacto. Se había desvanecido igual a un sueño que no se recuerda al despertar. Sus prendas de vestir quedaron colgadas en el mudo guardarropa. Todos sus vestidos blancos pendían ahí con desprecio.

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Para mitigar la partida de Nitzia tomé el automóvil y me dirigí al sur de la ciudad, donde Lorenzo el que fuera mi mejor amigo en la escuela ahora administraba un restaurante llamado Contigo, Pan y Vino. Por lo general, me sentaba en una mesita del rincón donde durante horas enteras bebía vodka polaco sobre cubos de hielo.

Aquella noche llegaron amigos de Lorenzo y él insistió en que yo los acompañara en una mesa grande. No tuve otra alternativa que reunirme al grupo. Los observaba en silencio. Había un tipo tímido que reía cuando los demás lo hacían siempre repitiendo las últimas palabras del interlocutor en turno. Estaba un obeso que contaba historias tan inverosímiles que todos se burlaban de él disimuladamente. El obeso cada vez que se levantaba al baño a descargar los grandes tarros de cerveza ingeridos, molestaba a las meseras quienes tenían que quitarle las manos de encima.

En el grupo había un matrimonio. Él era un joven ejecutivo con traje y corbata. Su cabello era rubio ambicioso. A su lado se encontraba sentada su esposa. Mujer esbelta y atractiva. Vestida toda de negro. Con sus delicados dedos de uñas con manicure colocaba los cigarrillos que fumaba en una larga boquilla de concha de carey.

El vino corrió por copas y gargantas y se comenzaron a alzar las voces. Uno de ellos tuvo la trillada idea de que cada uno de nosotros alzara la copa e improvisara un brindis. Algunos hablaron de la juventud, de la amistad, y otros solamente bromeaban antes de apurar las copas. Se aproximaba mi turno y con esto más me arrepentía de haberme incorporado a ese grupo incoherente.

La mujer de negro captó mi incomodidad y bajando sus largas pestañas hizo que mi atención se concentrara en su bolso, de donde extrajo un bolígrafo y una libreta los cuales me extendió al decirme: Escribe algo antes de brindar, estoy segura de que tú no improvisarás de la misma manera que lo han hecho estos zoquetes, susurró a mi oído.

Cuando llegó mi turno para hablar, los ahí presentes insistieron en que me pusiera de pie; con fría mirada los mandé al diablo. Tomé la copa y comencé a leer lo que espontáneamente yo había escrito:

Vamos a brindar por la sombra, por el pájaro y su soledad, por el ayuno de la gente, por el sol tierno y su maldad, por la voz de la enferma mente.

Por la vereda de falsos castillos, por el desvencijado entusiasmo de un niño enfermo, por la saliva de los ranchillos, por la negra sal del infierno, vamos a brindar por la noche sedienta, por la muerte violona, por la calle de esqueleto trágico, por la persecución de un fracaso. Por la agria tumba de la bondad, por el espeso ardor del temor, por la destrucción que nos ahogará, por la trágica decapitación del amor.

Cuando terminé de leer todos empezaron a discutirme sin yo responderles. Mientras esto sucedía, el esposo de la mujer de negro, la miró con nostalgia, anhelando recuperar algo que él mismo sabía ya perdido. Después de algunas horas sentí que ya había bastante alcohol dentro de mí, así que tomé la gabardina y salí sin despedirme.

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La Ciudad de México, titana con inmundos pulmones y fracturadas vértebras

Poseo en mi alforja vivencial fotografías de México, país marchito, sin lustre próspero, algunos medios informativos maquillan a esta nación para ocultar cicatrices centenariamente supuradas, por el contrario, mis imágenes son verídicas, impregnadas del afán por fortalecer la fraternidad cívica, necesarios son aquellos documentos que expongan la verdad para evitar que la incultura y la manipulación gubernamental los convierta en cacharros históricos.

Jamás conocí el esplendor de la Gran Tenochtitlan, urbe demolida en el siglo 16 por el homicida encumbrado Hernán Cortés y su pandilla de mercenarios españoles, apoyados por miles de indígenas que odiaban a los azteca, moribundos ya, por la viruela y el sarampión traídos en los hediondos buques de los invasores cobijados por la pervertida Iglesia Católica.

Epílogo

La ocupación hispana duró cinco nocivos siglos, durante este lapso, los indígenas que habían apoyado a Cortés fueron esclavizados para acarrear las piedras con las que se construyeron iglesias y catedrales de mediocre arquitectura, además de las residencias de los ibéricos que residían en la Nueva España.

En 1810 comenzó la Guerra por la Independencia, culminada en 1821. México jamás logró su independencia económica y cultural, de esto se encargaron los retrógrados conservadores amancebados con el Vaticano.

En el siglo 20, la capital del país prometía ser magnífica metrópolis, sin embargo, las carencias siempre han azotado a los pueblerinos forzándolos a trasladarse hacia la capital en busca de trabajo, el éxodo ha sido abrumador, otros provincianos desdeñando su origen también se trasladaron. Mis paisanos se han reproducido irresponsablemente, sin preveer que el futuro será agriamente áspero para sus descendientes.

En la actualidad del siglo 21 muchos de los que habitan la Ciudad de México viven un sopor irreal, piensan que su capital está a la altura de cualquier otra, la realidad es otra, la televisión comercial se ha encargado de narcotizarlos, la periferia es un desordenado conglomerado donde la gente sobrevive con las migajas que arrojan despectivamente las clases media y alta.

Numerosos capitalinos viven rumiando dentro de la burbuja de la televisión por cable, atrapados en la frivolidad de las redes sociales de donde comparten cursi filosofía alternada con chistes léperos, y paseando indolentes en los centros comerciales, sintiéndose clones de los estadounidenses. La provincia prevalece pobre con regiones miserables.

La soberanía nacional ha sido subastada a las potencias extranjeras, los ingresos por la venta de materias primas se los han embolsado los políticos. Los impuestos pagados por la ciudadanía sirven para que la parasitaria burocracia viva cómodamente sobornando a los encargados de aplicar la Ley.

La atmósfera está contaminada de manera mortal en la Ciudad de México, el agua es insuficiente para saciar la irresoluble sed colectiva, la neurosis citadina es crónica, el caos vehicular erosiona la vida de millones de personas, el veneno en el aire y las erráticas muchedumbres me obligaron a abandonar mi cuna de asfalto, soy testigo del deterioro humano.

Ahora en el siglo XXI, amargamente puedo asegurar que mi Ciudad de México es una titana con inmundos pulmones y fracturadas vértebras, gente con destino sin refugio, lodosas callejuelas, hacinamientos de donde brota virulenta rabia al mirar edificios con arrogantes ventanales.

La sobrepoblación, la desunión cívica, la apatía, la sumisión a la religión, la polución ambiental, las traiciones, las hostilidades intrafamiliares, y la corrupción gubernamental han asfixiado el bienestar de millones de seres humanos que jamás serán invitados al banquete del progreso.

©Manuel Peñafiel - Fotógrafo, Escritor y Documentalista Mexicano.

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1 Museo Nacional de Historia, Castillo de Chapultepec, Ciudad de México, 1977 ©Manuel Peñafiel

2 Bosque de Chapultépec © Manuel Peñafiel

3 La Ciudad de México, 1977 ©Manuel Peñafiel

4 Ensayo Desfile Deportivo 20 Noviembre, 1982, Aniversario de la Revolución Mexicana de 1910 Autorretrato ©Manuel Peñafiel

5 Desfile Deportivo 20 de Noviembre, 1982, Aniversario de la Revolución Mexicana de 1910 ©Manuel Peñafiel

6 Zapatero remendón, Ciudad de México, 1980 ©Manuel Peñafiel

7 Niños limpiaparabrisas, Ciudad de México, 1980 ©Manuel Peñafiel

8 Niño voceador de periódicos, Ciudad de México, 1979 ©Manuel Peñafiel

9 Niña vendedora de pañuelos desechables de papel, Ciudad de México, 1978 ©Manuel Peñafiel

10 Niños boleritos, Ciudad de México, 1980 ©Manuel Peñafiel

11 Ciudad perdida a las afueras de la capital, 1977 ©Manuel Peñafiel capturando imágenes

12 Hijos de vendedores ambulantes jugando en la banqueta de la calle, Ciudad de México, 1980 ©Manuel Peñafiel

13 Hijos de vendedores ambulantes jugando en la banqueta de la calle, Ciudad de México, 1980 ©Manuel Peñafiel

14 ©Manuel Peñafiel reuniendo imágenes en Ciudad Netzahualcóyotl, Ciudad de México, 1977

De izquierda a derecha:

15 Niñas de provincia mendigando en la Ciudad de México, 1978 ©Manuel Peñafiel

16 Ciudad Netzahualcóyotl, Ciudad de México, 1980 ©Manuel Peñafiel

17 Taquero, Ciudad de México, 1976 ©Manuel Peñafiel

18 Niños en la periferia de la Ciudad de México, 1977 ©Manuel Peñafiel

19 Ciudad de México, 1977 ©Manuel Peñafiel

20 Mi natal Ciudad de México, titana con inmundos pulmones y fracturadas vértebras, 2020 ©Manuel Peñafiel

21 Niñas de provincia mendigando en la Ciudad de México, 1978 ©Manuel Peñafiel

22 ©Manuel Peñafiel retratando a un niño jugando en un basurero en la periferia de la Ciudad de México, 1977

23 Niño haciendo ladrillos ©Manuel Peñafiel

24 Niño haciendo ladrillos en la periferia de la Ciudad de México, 1977 ©Manuel Peñafiel

25 Niño haciendo ladrillos en la periferia de la Ciudad de México, 1977 ©Manuel Peñafiel

26 Manuel peñafiel fotografiando a un niño haciendo ladrillos en la periferia de la Ciudad de México, 1977 ©Manuel Peñafiel

27 Niños trabajando en ladrillera a las afueras de la Ciudad de México, 1977 ©Manuel Peñafiel

28 La miseria en la que viven millones de mis paisanos ha sido constante llaga en mis fotografías ©Manuel Peñafiel, fotógrafo, escritor y documentalista mexicano

29 Pordiosero minusválido, Ciudad de México, 1974 ©Manuel Peñafiel

30 El Lago de los Cisnes, Compañía Nacional de Danza, en la isleta del Bosque de Chapultepec, 1978 ©Manuel Peñafiel

30 Manuel Peñafiel en su departamento de Tecamachalco, Estado de México,1978 ©Manuel Peñafiel