16 SONATA RÚSTICA

© Manuel Peñafiel, Fotógrafo, Escritor y Documentalista Mexicano.

6/5/202533 min read

Cierta insípida mañana de 1978, me fastidió abrir el refrigerador para solamente encontrar latas de cerveza, jitomates descompuestos, hojas secas de lechuga, un queso rancio, y en realidad nada con que preparar un desayuno apetecible y nutritivo. La ropa sucia estaba acumulada como el vestuario de un actor sin trabajo. Miré el bello departamento donde vivía. La mullida alfombra blanca necesitaba aspirarse. Abundante polvo cubría libreros y muebles. Me convencí de que era necesario buscar una mujer que se encargara del quehacer doméstico y la preparación de mis alimentos.

Cerca de Tecamachalco hay un jardín al que llaman el Parque de Polanco. En dicho lugar abundan toda clase de comercios, donde se venden verduras, carne, flores, zapatos, ropa, inclusive lujosas joyas y regalos. Se llega a dicha área comercial en la colonia Polanco por estrechas pero bellamente arboladas callecitas. Si uno tiene suerte, se puede hallar lugar para estacionar el automóvil, algo que casi nunca sucede. Sabiendo esto de antemano, lo dejé estacionado a varias calles de distancia.

Caminé por la acera mirando a la gente desempeñando sus labores de vendimia. Los marchantes de los puestos me invitaban a probar su fruta:

Lleve ciruela, está muy buena, me decía una mujer al pasar.

¿ Qué le damos ?, pásele.

Las amas de casa se dedicaban a inspeccionar para escoger frutos y verduras, antes de que sus sirvientas las colocaran meticulosamente en sus canastas. Las voces se mezclaban con la brillantez de la mañana forzándome a entrecerrar los ojos. Los sonidos se disolvieron ajenos a mi. En mi país existe miseria en el campo agrícola, así como en el resto de la provincia. El desempleo obliga a que hombres, mujeres y niños se desplacen a la ya sobrepoblada Ciudad de México en busca de trabajo. Algunos tienen suerte y lo encuentran. Otros se quedan en el limbo del subempleo, subsistiendo en situaciones deplorables. Los que jamás lo encuentran caen en la delincuencia como medio de supervivencia. Las jóvenes llegan a la mega metrópolis buscando el trabajo de sirvientas domésticas u obreras en alguna fábrica. Algunas vienen porque una amiga de ellas que ya trabaja les avisa que tal o cual señora necesita muchacha y así se va formando una cadena. Otras jovencitas llegan a agencias de colocaciones, y el resto se lanza al rudo albur de a ver que encuentran.

El Parque de Polanco tiene una esquina donde todas las mañanas se reúne un grupo de jóvenes desempleadas. Casi todas impecablemente vestidas. Con su cabello trenzado en esclavitud brillante anudada con algunos listoncillos. Algunas ya tienen experiencia, otras son novatas dirigiéndose a las señoras ricas que van a contratarlas sin siquiera alzar la vista del suelo para ponerse de acuerdo al salario; después del regateo de las patronas ricachonas se cierra el trato. Algunas amas de casa las emplean a prueba y abusivamente las despiden sin pagarles los días laborados.

Entre aquel grupo de mujeres distinguí a una jovencita que aún conservaba vestigios infantiles. Usaba un vestidito verde que le daba arriba de las rodillas. Sus zapatos de charol eran redondamente ingenuos. Apoyada a su pantorrilla yacía una bolsa con sus pocas pertenencias. Ella notó que me aproximaba, así que bajó la vista instintivamente.

Cuando me disponía a abordarla, una mujer regordeta se metió entre nosotros y comenzó a interrogarla. Me desanimé pues temí que aquella impertinente la contratara. No se oía claramente lo que decían, pero mientras conversaban aquella muchachita volteaba a verme por encima del hombro de la intrusa. La observé. Sus ojos eran oscuramente grandes, achinados como les decimos aquí en México a los que guardan apariencia asiática. Su nariz era pequeña y chata. La boca estaba compuesta por gruesos labios partidos por la resequedad. Los incipientes senos se asomaban bajo su translúcido vestido. Me animé al ver que no habían llegado a algún arreglo.

Buenos días, le dije.

Ella no contestó al saludo. Solamente esbozó tímida sonrisa.

¿ Cómo te llamas ?, pregunté.

Me llamo Feliza.

Lo dijo tristemente suave disminuyendo el significado de su nombre.

Yo me llamo Manuel. Vivo en un departamento aquí cerca y busco una muchacha que mantenga limpio el lugar y prepare mis comidas. Lo siento, no sé cocinar.

Pero podrás aprender, repliqué. Tienes todo el tiempo necesario, yo no sería como la mayoría de las patronas regañonas.

Ella sonrió. Las demás muchachas disimulaban su curiosidad al estar atentas a nuestra conversación.

Una mujer madura me dijo:

Yo sí sé cocinar, señor. cuánto es lo que usted paga.

Feliza suavemente la interrumpió:

A mí me preguntó primero.

La mujer tronó el chicle que estaba mascando y volteó el rostro malhumorada mascullando una grosería.

Feliza luego me dijo que tenía que volver donde su hermana con quien estaba viviendo para avisarle que ya había encontrado trabajo conmigo, agregando que al día siguiente estaría de vuelta en ese mismo lugar.

Con necesidad de más exactitud, le pregunté a que hora volvería.

Su respuesta fue:

Ya entradita la mañana.

Me alejé de ahí pensando que no cabía duda de que la gente del campo mide el tiempo muy distinto a los corre prisas citadinos.

Al subir a mi coche recordé que no habíamos hablado de dinero. Temí que la hermana la amonestara, diciéndole:

Eres una tonta, ¿ cómo te vas a meter a un lugar desconocido, donde ni siquiera te han dicho cuánto te van a pagar ?.

Volví con el automóvil a buscar a Feliza, para mi pesar ya no la encontré. Encendí la radio, moví el sintonizador pero desistí. Los anuncios comerciales y los locutores que anuncian las canciones son elementos contaminantes del ambiente. En cambio activé el tocacintas.

Esa misma noche con la cabeza en la almohada traté de descifrar las palabras " entradita la mañana "; para mí, entradita la mañana es como a las once, pensé. Pero que tal si es demasiado tarde, se cansa de esperar y se va. Aunque podría decirse que la gente del campo se levanta con la luz del día. Quizás para Feliza las nueve de la mañana ya son entradita la mañana.

Cambié de posición en la cama y seguí haciendo análisis. La mañana muere a las doce. Eso será mi tope pues ya se le llama medio día. Feliza se debe levantar a las seis, tomar un ligero desayuno para abordar el autobús urbano a las siete. Tardará hora y media en llegar a Polanco, pues casi todos los barrios pobres se encuentran diseminados a las afueras de la Ciudad de México. Así que ella llegaría a las ocho treinta o nueve. Pero eso aún es temprano, tal vez entradita la mañana sean las diez de la mañana, continué dudando.

Un denso sopor interrumpió mis conjeturas, el monótono sonido de un mecanismo comenzó a provocarme malestar. Al incorporarme sentí el brazo izquierdo sumamente pesado, no lo podía levantar. Miré para averiguar que pasaba y encontré que la causa era el reloj ajustado a mi muñeca. El reloj bellamente fabricado en oro tenía carátula de lapizlazuli con filosas manecillas. El metal con que estaba hecho, aunque era bello, me enfriaba el pulso provocando una desagradable sensación rumiando los músculos de mi brazo.

Al ponerme de pie fue difícil vestirme con el brazo atado a ese aprisionante lastre que marcaba inmisericordemente el tiempo. Fue inútil preparar el desayuno, así que salí con el estómago vacío. En las calles la gente corría apresurada para llegar puntualmente a sus trabajos rutinarios. Algunos alzaban el brazo derecho para detener automóviles de alquiler. Otros se sujetaban con el mismo brazo derecho al subir a algún camión de pasajeros detenido brevemente en una esquina. Varios individuos caminaban sujetando con su caído brazo izquierdo sus portafolios que eran ya indispensable prótesis pegada a su mano oficinista.

Después de algún rato el malestar en mi brazo se hizo difícil de soportar. Entré a una clínica y me dirigí a urgencias. La recepcionista dijo que tenía que aguardar turno. El lugar era inhóspito con incómodas sillas de madera rancia, donde se encontraban sentadas todo tipo de personas, hombres maduros, mujeres obesas, estudiantes desnutridos, trabajadores avejentados. Los que esperaban turno leían las viejas revistas que había en el consultorio. Pero todos las sujetaban con su mano derecha ya que sus brazos izquierdos yacían inermes, colgando a sus costados.

El dolor de mi brazo aumentó. Se hizo largo el tiempo que tuve que esperar hasta que el médico de turno me recibió. Una vez dentro indicó quitarme la camisa. La desabotoné con la mano derecha. Me hizo abrir la boca para alumbrar el interior de la garganta con una lamparilla. Jaló hacia abajo el párpado inferior de mis ojos. Aplicó su estetoscopio al pecho y a la espalda. Recostado me palpó el abdomen.

Vístase. Todo está bien con excepción de su brazo izquierdo. Verá usted, continuó diciendo:

Su brazo ha estado castigado demasiado tiempo por ese reloj de pulsera que usa usted. Es un pesado lastre que con los años atrofió ya su organismo junto con su bienestar emocional. La intervención quirúrgica es la única solución para detener dicho atrofiamiento anatómico. Es necesario amputarle el brazo.

Horrorizado escuché el diagnóstico. Mi estado alterado no pareció importarle al médico, quien continuó diciendo:

Aunque su situación es crítica, desgraciadamente tendrá que esperar a que haya fecha disponible para internarse en este hospital. Ya que usted no es el único que padece este mal. Hay incontables personas con el síndrome reloj pulsera. El dolor era más fuerte, así que pedí un sedante. Bruscamente me lo negó, ya que él estaba en contra de cualquier remedio químico. Si se decide por la intervención quirúrgica, la enfermera le dará instrucciones.

Buenos días dijo, eso es todo.

Salí a la calle caminando sin rumbo definido. El dolor era ya insoportable pero pensar en perder el brazo me hacía sentir peor. La agonía me nubló la vista. La ciudad parecía desvanecerse. Lentamente las calles fueron desapareciendo.

Comencé a oír voces que provenían de una bocina radiofónica.

El sonido se hizo más fuerte. Comprendí que era la radio portátil que el conserje escuchaba cuando barría y trapeaba los pasillos del edificio donde yo vivía. Abrí los ojos. Me encontraba en mi habitación. Cambié de postura pues el brazo izquierdo lo tenía entumido. Me aquejaba por haber dormido encima de él en mala posición.

Corrí a la ducha para despertar completamente. Al salir del baño mi reacción fue apresurarme para ver que hora era. Tomé el reloj pulsera, y en ese momento recordé el sueño que había tenido. Sin mirar siquiera la hora lo deposité de vuelta sobre el buró al lado de la cama. Ya debe estar entradita la mañana, pensé. Iré a buscar a Feliza.

* * * * * * * * * *

Después de algún rato el malestar en mi brazo se hizo difícil de soportar. Entré a una clínica y me dirigí a urgencias. La recepcionista dijo que tenía que aguardar turno. El lugar era inhóspito con incómodas sillas de madera rancia, donde se encontraban sentadas todo tipo de personas, hombres maduros, mujeres obesas, estudiantes desnutridos, trabajadores avejentados. Los que esperaban turno leían las viejas revistas que había en el consultorio. Pero todos las sujetaban con su mano derecha ya que sus brazos izquierdos yacían inermes, colgando a sus costados.

El dolor de mi brazo aumentó. Se hizo largo el tiempo que tuve que esperar hasta que el médico de turno me recibió. Una vez dentro indicó quitarme la camisa. La desabotoné con la mano derecha. Me hizo abrir la boca para alumbrar el interior de la garganta con una lamparilla. Jaló hacia abajo el párpado inferior de mis ojos. Aplicó su estetoscopio al pecho y a la espalda. Recostado me palpó el abdomen.

Vístase. Todo está bien con excepción de su brazo izquierdo. Verá usted, continuó diciendo:

Su brazo ha estado castigado demasiado tiempo por ese reloj de pulsera que usa usted. Es un pesado lastre que con los años atrofió ya su organismo junto con su bienestar emocional. La intervención quirúrgica es la única solución para detener dicho atrofiamiento anatómico. Es necesario amputarle el brazo.

Horrorizado escuché el diagnóstico. Mi estado alterado no pareció importarle al médico, quien continuó diciendo:

Aunque su situación es crítica, desgraciadamente tendrá que esperar a que haya fecha disponible para internarse en este hospital. Ya que usted no es el único que padece este mal. Hay incontables personas con el síndrome reloj pulsera. El dolor era más fuerte, así que pedí un sedante. Bruscamente me lo negó, ya que él estaba en contra de cualquier remedio químico. Si se decide por la intervención quirúrgica, la enfermera le dará instrucciones.

Buenos días dijo, eso es todo.

Salí a la calle caminando sin rumbo definido. El dolor era ya insoportable pero pensar en perder el brazo me hacía sentir peor. La agonía me nubló la vista. La ciudad parecía desvanecerse. Lentamente las calles fueron desapareciendo.

Comencé a oír voces que provenían de una bocina radiofónica.

El sonido se hizo más fuerte. Comprendí que era la radio portátil que el conserje escuchaba cuando barría y trapeaba los pasillos del edificio donde yo vivía. Abrí los ojos. Me encontraba en mi habitación. Cambié de postura pues el brazo izquierdo lo tenía entumido. Me aquejaba por haber dormido encima de él en mala posición.

Corrí a la ducha para despertar completamente. Al salir del baño mi reacción fue apresurarme para ver que hora era. Tomé el reloj pulsera, y en ese momento recordé el sueño que había tenido. Sin mirar siquiera la hora lo deposité de vuelta sobre el buró al lado de la cama. Ya debe estar entradita la mañana, pensé. Iré a buscar a Feliza.

* * * * * * * * * *

Como era de suponerse, no encontré ningún espacio para estacionar mi automóvil, así que lo conduje lentamente con la esperanza de que ella ya estuviese ahí. Recorrí con la vista al grupo de muchachas, pero no localicé a Feliza. Detuve la marcha pero no por mucho tiempo, pues poco tardó en llegar otro vehículo por atrás, luego otro y el tercero comenzó a sonar su bocina para que yo avanzara. En ese momento llegó Feliza pausadamente. Le abrí la portezuela y montó. Por el retrovisor vi al grupo de mujeres, quienes al vernos cuchichearon y luego rieron.

En mi apartamento le indiqué a Feliza cual sería su habitación, donde en un rincón depositó la bolsa con sus escasas pertenencias. Al mostrarle el resto del departamento llegamos mi cuarto oscuro.

Aquí es el laboratorio

¿ Laboratorio ?, interrogó desconcertada. ¿ Es usted doctor ?

No, le dije. Se trata de un laboratorio fotográfico. Dentro de este cuarto es donde revelo los rollos de película para luego imprimir las fotografías.

Ella sonrió. Por primera vez me vio directamente a la cara y volvió a interrogarme. ¿ Saca usted bonitas fotos ?

No lo sé, respondí. Cuando las veas me dirás tu opinión.

Ya en la noche decidí mirar la televisión. Feliza entró a la habitación para preguntarme si deseaba cenar algo.

¿ Qué sugieres ?, le pregunté.

No lo sé, señor, lo que había en el refrigerador ya estaba echado a perder así que lo tiré a la basura, solamente dejé ahí latas de cerveza, y en el congelador algunos botes con helado de chocolate.

Reí. En la pantalla del televisor aparecieron los créditos de una película que recién comenzaba. Feliza no quitaba los ojos del aparato. Al darse cuenta de que la cinta estaba clasificada para adultos, suspiró y dijo:

Mi mamá no permite que veamos las películas para mayores que transmiten por la televisión.

¿ Usted cree que ya soy un adulto ?

En lugar de responder, le formulé algunas preguntas a ella.

¿ Qué hace tu papá ?

Es obrero en una fábrica

¿A qué se dedica tu mamá ?

Ella lava ropa ajena y cuida a mis hermanos menores.

¿ Y tú por qué trabajarás aquí ?

Mi papá dijo que ya no alcanza el dinero y que ya tengo edad para salir a buscar empleo.

¿ Te trata bien tu padre ?

A veces

¿ Por qué a veces ?

Pues es que los sábados después de haber estado bebiendo con sus amigos llega ebrio a casa e intenta sobrepasarse conmigo, y lo odio por eso.

¿ Y no le has dicho esto a tu mamá ?

Claro que sí, pero ella no se atreve a reclamarle tiene miedo que mi papá la golpee.

¿ Amas a tu padre ?

No

¿ Y a tu madre ?

No siempre, frecuentemente se pone celosa y se pone en contra mía. Por todo lo que sucede ya me urgía hallar trabajo. Vivimos muy apretujados en esa casucha rentada y no faltan los pleitos.

¿ Piensas ir a visitar a tu familia mientras estés aquí ?

De vez en cuando.

Oye, Feliza:

¿ Para ti qué es un adulto ?

Pienso que es una persona que se vale por sí misma. Que se esfuerza y que se mantiene con su propio dinero.

La muchacha se quedó pensando un momento, y luego exclamó:

¡ Pues eso es precisamente lo que hago yo !, ¿ verdad ?

¿ Usted cree que ya soy un adulto ?, me preguntó irradiando candor. No me dio tiempo de contestarle, seguido de esto sonrió y agregó: Hemos estado hablando todo este tiempo y no le he permitido ver la película.

No te preocupes respondí, casi nada de lo que transmiten por la televisión vale mirarlo así que cenaremos en algún restaurante, ponte tu rebozo pues ya hace frío afuera.

* * * * * * * * * *

Feliza fue una dulzura de muchacha que acompañó efímeramente mi volátil existencia. Sin que ella lo notara me gustaba espiarla mientras hacía la limpieza del departamento, sus cortos vestiditos se movían mostrando sus largas piernas, a pesar de su edad era algunos centímetros más alta que yo. Algunas veces en la noche le decía que viniera a escuchar música conmigo a la sala, y los dos nos tendíamos sobre la alfombra para charlar. La noche avanzaba y ella quedaba dormida sobre los almohadones, entonces delicadamente le alzaba el vestido para acariciarla cuidando de no despertarla. Tiempo después, ella me confesó que solo fingía estar dormida mientras mis manos la recorrían.

Algunas tardes yo acudía al librero para mostrarle a esta precoz muchachita los volúmenes ilustrados con las pinturas de los maestros europeos. A ella le conmovió escuchar las desdichadas vidas de algunos de ellos; cuando le mostraba sus obras Feliza solía acariciar las páginas del libro con sus manecitas, absorbiendo por sus dedos el angustiante colorido de aquellos paisajes sobre los cuales estaban pinceladas insomnes angustias.

Feliza resultó ser una inteligente joven a quien reinscribí en el colegio para que continuara con sus estudios. Invariablemente en las tardes después de que lavaba los trastes, pues también invariablemente para preparar las comidas dejaba un verdadero tiradero en la cocina, yo la llevaba en mi automóvil hasta las puertas de la escuela pública.

Su presencia alegró el departamento frío donde yo vivía. Durante los fines de semana acudíamos al cinematógrafo, el cual visitó conmigo por primera vez, también la solía llevar al teatro e inclusive al ballet.

Un día que reíamos abrazados en la alfombra, le dije que me gustaba verla feliz; viviendo juntos hemos recuperado la verdadera esencia de tu nombre Feliza, agregué. Ella asió mi cuello y nos besamos, era la primera vez que lo hacíamos. Su boca aún conservaba su fresca saliva infantil, instintivamente sus carnosos labios abordaron a los míos. Mis manos ansiosas la despojaron de su vestidito de muñeca precoz, le retiré su minúsculo fondo y sus pantaletas blancas, aún no usaba brasier, así que también le quité su cándido corpiño. Cuando se percató de su desnudez me dijo que ahora era mi turno. Me saqué la camisa por la cabeza sin desabotonarla, luego siguieron los pantalones. Cuando Feliza notó lo abultado en mis calzoncillos, tomé su mano y la llevé hasta mí, introduciendo sus curiosos dedos hasta tocar mi miembro, ella lo acariciaba mientras mis dedos buscaban su íntimo rincón entre sus piernas. El placer crecía en ambos hasta que comencé a sentir fuerte ardor en mi pene, pensé que mi piel estaría irritada, para no romper la intimidad tomé la mano con que me acariciaba llevándola a mi boca para besarla al hacerlo noté un particular aroma, le pregunté que había estado haciendo antes de que estuviésemos juntos, a lo que respondió que en la cocina rebanaba chiles y cebollas para hacer la salsa. Entonces comprendí porque sus caricias habían provocado tal ardor, sus manos estaban enchiladas. Los dos reímos. Me puse de pie y la llevé al lavabo donde el jabón se encargó de disipar los restos irritantes de aquellos chiles verdes que se habían introducido a mi dermis.

Lo nuestro era algo donde no había prisa. A ella le agradaba que la encaminara por senderos de espontáneo erotismo. Solíamos disfrutar con caricias mutuas. Sus incipientes pechos cabían enteramente dentro de mi boca, su sabor era de caliente naranja, su terso pubis lampiño libre de vello yo lo recorría cubriéndolo de besos, Feliza entre mis brazos convirtióse paulatinamente en definitiva hembra.

En ocasiones a Feliza le gustaba que le hablara de arte, me miraba sin pestañear cuando le narraba detalles biográficos de algunos autores que han explorado el espinoso sendero creativo. Después de conversar largo rato, nos recostábamos sobre la alfombra donde hacía inútiles esfuerzos porque la diminuta falda no trepara sobre sus bellos muslos entreabiertos aún con infantil distracción.

Otras veces nos dedicábamos a grabar música en cintas magnetofónicas, mientras ella me hacía toda clase de preguntas, muchas de ellas quedando sin respuesta debido a mi ignorancia.

Una vez le confié que jamás aprendí de corrido el abecedario, y que en ocasiones tengo que detenerme para decidirme que letra sigue sobre todo las del final, eso le produjo risa. Pienso que no creyó que cuando tengo la duda recurro al diccionario para asegurarme que letra sigue de alguna otra.

Fueron varias las tardes durante las cuales Feliza y yo permanecimos en la sala de mi apartamento charlando, la avanzada noche hacía que la niña comenzara a adormilarse. En cierta ocasión, así la dejé tendida sobre la alfombra mientras fui a servirle un vaso con agua de sandía, cuando regresé el sueño la había vencido. La despreocupada posición dejaba al descubierto una generosa porción de sus apetecibles piernas. Con la respiración las cimas de su cuerpo se movían con ritmo de sonata rústica. Fui por una frazada para cubrirla, al depositarla sobre ella, aroma de niña libre entró por los orificios de mi nariz y revolvió la calma. Aproximé el rostro a su cabello. Suavemente sin despertarla hundí mi cara en aquel océano de sedosas algas desvanecidas. Me recosté junto y le pasé el brazo alrededor.

En ese momento el tocacintas terminó de tocar, temí que el sonido de las teclas al saltar la despertara. Con sumo cuidado para no despertarla quité algo del cabello que le cubría la mejilla y seguí olfateándola. Sus labios estaban entreabiertos, en el fondo se veía su lengua semejante a la cabecita de húmeda serpiente coralillo. Observar su boca provocaba que mis pensamientos se perdieran en diseño anatómico tibio e irreal. Los rebosantes labios entreabiertos en candoroso abandono, nido erótico donde depositar la esencia del deseo. Ella estaba ahí íntimamente sensual, yaciendo en la cueva donde frescas violetas aún no se cultivaban. Con la mirada empecé a recorrerla. Su cabeza era de vendaval dormido. Los hombros redondeados por la niñez superada. Su cintura ahí frágilmente doblada era hoguera quemando prejuicios puritanos. Las caderas los barrotes que contenían jauría de jaguares juveniles.

Acerqué mi boca a la suya. Sensaciones crecieron dentro de mi estómago al ver aquel ser humano casi etéreo, tendido en la guarida de un traficante emocional.

Permanecí arrodillado frente a Feliza deseando improvisar mundana plegaria alabando su espontáneo erotismo. El espíritu me invitaba a deidificarla, sin embargo, a mi cuerpo le urgía devorarla desprendiendo lentamente cada uno de sus miembros para engullirlos mientras los hilillos de su virginidad escurriesen por mis comisuras. Imaginé desprender uno de sus pechos amasarlo e introducirlo a mis fauces calientes para que ahí me alimentara eternamente. Pensé jugar con ella a las muñecas, decirle que tomara mi vida para recortarla, y con las tiras de mi vacío existencial vistiera mis recuerdos de fantasma.

De nueva cuenta, me acerqué hasta su boca de donde salía su pausada respiración en goteo de satén constante. Puse mis labios pegados a los suyos. Aspiré su aliento. Estuve ahí tanto tiempo, que mi lengua se secó aspirando su alma emergiendo en trocitos mientras permanecía dormida. En ese instante supe que es cierto que cuando uno duerme, el ánima vuela. En ese momento ingerí una abundante dosis de su espíritu, lo sentí desnudo deslizarse por mi garganta, parte de su esencia se aposentó en las cavidades de mi esternón fundando ahí irredentas catedrales de sal meteórica. Otros elementos de la sustancia vital de Feliza se filtraron por mi paladar hasta subir al cerebro donde me develaron los secretos necesarios para conjurar sortilegios cotidianos. Al interior de mi mente ella legó los conocimientos de una virgen nacida hace tantos siglos que su himen poseía las ecuaciones de la carne universal. Comí el pan de su cuerpo energético y tersamente natural.

Después de hacer esto, sentí la cabeza inflamada. Feliza frente a mí parecía disolverse. Dejé de aspirar su esencia. Temí dejarla vacía al igual que un frasco de perfume destapado. Suavemente para que no despertara, sellé su boca con la mía. Sentí deseos de meter mi lengua a su boca para averiguar si la coralillo que ahí yacía, mordería la mía. Pero no lo hice. En cambio, cerré mi boca apretándola para que el alma de Feliza nunca escapara de mí. Intuyendo que si durante la noche mantenía mis labios cerrados, cierta porción de su espíritu jamás volvería a su dueña, y viviría en mí como botín astral alimentando a mis entrañas.

* * * * * * * * * *

Alguna vez, le pedí a Feliza que se sentara en mis piernas. La contemplé. Parecía figura de pan integral, graciosa y tierna. Le pedí que me contara que hacía de niña.

Ella comenzó a hablar y dijo:

Yo solía ir con mis primos a bañarnos al río. De regreso teníamos que correr pues siempre se hacía tarde y temíamos que nos regañaran al volver a casa. Para cortar camino tuvimos que saltar una cerca de alambre con púas. Al hacerlo apresurada, me quedé enganchada del vestido. Una pierna comenzó a sangrar. Tuve que dejar parte de la prenda hecha jirones. Corrí semidesnuda a través de la campiña. Mis primos se encontraban muy por delante mío. La pierna herida dolía al correr, la hierba alta lastimaba con latigazos mis muslos húmedos. El aire cálido parecía abrazarme, se metía por cualquiera de mis partes. Algo me apretaba más abajo del ombligo. Continué corriendo. Sentía frío y luego calor duro en medio de mis piernas. Supe que mi cuerpo estaba avisando que después del transcurso de los años sentiría algo parecido en otro momento sensual más vigoroso. Mis emociones se soltaron con travieso temor a ser sorprendida corriendo desnuda por la llanura. Por la pierna herida el dolor subió vertical en espina húmeda, pero el viento lamió los aguijones de transpiración carnal. Las consoladoras ráfagas se metieron a mis hendiduras y sentí un cuchillito cortándome bonito.

* * * * * * * * * *

Una de las tantas tardes durante la cual escuchábamos música, Feliza tímidamente me confesó que a ella le gustaría escribir un diario, así que fuimos a buscar un cuaderno apropiado. Decidí dejar el automóvil y salir a la calle caminando; de vuelta a mi apartamento al pasar frente a una zapatería, ella se quedó mirando un par de zapatos con tacón alto, los cuales eran de verdad bonitos, sin embargo, la zapatería ya estaba cerrada. Pegamos nuestros rostros al vidrio del escaparate y atisbamos. Adentro aún se encontraba uno de los empleados haciendo el corte de caja. Toqué con los nudillos para que nos dejara entrar. El hombre alzó la vista y me indicó una seña negativa con la mano. Saqué el llavero de mi bolso y comencé a pegar en el vidrio con más fuerza.

Feliza estaba abochornada, pidió que dejara de hacerlo. El empleado con el disgusto reflejado en el rostro se acercó al aparador, y levantó su mala cara con un rictus que insinuaba ¿ qué demonios quiere usted ?. Le señalé los zapatos y luego a Feliza. Aquel sujeto nos revisó desde adentro de su negocio con el temor de que fuésemos asaltantes, sin embargo, al constatar de que no representábamos ninguna amenaza en seguida bajó su vista a los pies de Feliza para determinar su número de calzado. Dio media vuelta y se metió por una puerta. Volvió trayendo consigo el par de graciosos zapatos que colgaban de su mano iguales a dos peces dormidos. Feliza volteó a mirarme aplaudiendo con sus manecitas. El empleado batalló con su voluminosa barriga para agacharse y abrir la reja metálica que cubría la vidriera de la zapatería. Solamente la alzó un poco, lo suficiente para pasar por debajo el zapato izquierdo. Feliza se apoyó en mi hombro, levantó su pie para probarlo, su pantorrilla se vio dorada con la luz crepuscular. El sagaz vendedor con su experiencia había traído el número correcto. Le dije que me pasara el otro zapato, volteó a mirarme con su cara redonda, la cual sin necesidad de hablar, decía, ¿ me crees estúpido o qué ? Saqué un billete y se lo extendí. Lo tomó murmurando algo que pretendí ignorar. Luego me pasó la otra prenda. Feliza calzó los dos zapatos. Los tacones la hicieron crecer. Sus piernas se sostenían ahí sobre la coquetería de dos peces de bien curtida piel los cuales nadaron con el movimiento de sus pies. Le di las gracias al empleado. Nos alejamos de ahí sin esperar el cambio del billete. En un restaurante ordenamos de cenar. Mientras la chiquilla comía, se asomó un par de veces por debajo del mantel para ver su primer par de zapatos con tacones altos.

* * * * * * * * * *

En ocasiones yo solía permanecer escribiendo hasta horas avanzadas de la noche, así que despertaba a Feliza para que me acompañara, ella se apresuraba al vestirse, a ambos nos agradaba recorrer las calles en el automóvil sin rumbo definido cuando la Ciudad de México se encontraba casi desierta, con excepción de algunos pocos coches y de los vendedores de rosas rojas que permanecen apostados en los semáforos vendiendo sus ramilletes a trasnochados transeúntes. Compramos varios ramos de flores y continuamos por la oscura urbe.

Bajo el puente de un paso a desnivel vimos a un grupo de hombres refugiados en un rincón. Algunos se encontraban recostados, tapados con sucias mantas desgastadas, cartones y hojas de papel periódico. Otros estaban sentados. Eran topos urbanos sobreviviendo al calor de una fogata.

Mira a los teporochos, le dije a Feliza.

¿ Los qué, me preguntó ?

Respondí que los teporochos son hombres largamente desempleados que se consumen en alcoholismo cotidiano. Algunos de ellos ya han perdido contacto con la realidad, su mente dañada por la intoxicación etílica vive en dimensión inalcanzable.

¿Y por qué les dicen teporochos ?" Feliza quiso saber.

Te lo voy a decir a ti nada más, pues es algo que averigüé fortuitamente después de muchas horas de investigación:

Hace muchos años a principios del siglo 20, estos bebedores acudían por las mañanas a los mercados a beber té con el objeto de aliviar los malestares producidos por la borrachera de la noche anterior. En aquellas modestas fondas los precios se encontraban escritos en la pared y decía té por diez, esto eran diez centavos. Así que los borrachines siempre escasos de dinero, regateaban a la encargada un descuento y pedían un té por ocho; fue así que se les quedó el apodo a estos miserables amigos de los espectros nocturnos que deambulan en diversos sitios del mundo con otros entiznados motes.

Detuve el automóvil cerca del lugar donde se encontraban los ebrios teporochos. Voltearon a vernos. Uno de ellos alzó una botella verde y con la otra mano hizo el ademán de que nos acercáramos. Al principio lo dudamos, pero algo magnético nos jaló hacia ellos. Algunos nos miraron con ojos pardos y vacíos. Otros nos ignoraron.

Un viejo al ver el ramo que Feliza llevaba preguntó:

¿ Y pa’quién son esas rosas ?

Otro de los borrachines le respondió:

¡ Son pa’cuando te mueras, güey !

Explotaron las risotadas. El viejo alargó el brazo y Feliza le entregó las rosas, tomó las flores entre sus ásperas manos y comenzó a arrancar los pétalos para arrojarlos a la fogata. La lumbre se avivó ardiendo intensamente. Se oía el chisporroteo de rosas quemadas. Las lenguas de la hoguera se hicieron perfumadas. Todos mirábamos hipnotizados las llamas que tomaron la forma de ondulantes lápidas, cada uno de los ahí presentes pudimos leer nuestros nombres en ellas. Nadie emitió palabra alguna, todos sentimos miedo.

El viejo cuando lanzó la última flor a la hoguera nos miró a todos, él sabía lo que sucedía. Tomó la botella de alcohol para darle un trago. Los hilillos escurrieron por su barbilla. Aclarando la voz nos dijo: La vida es flor que llevamos dentro, si no la cuidamos, nosotros mismos le haremos aroma de ceniza.

Después de decir esto se tendió en el piso y tapándose con periódicos extendidos cerró los ojos. Feliza y yo volvimos a mi automóvil. Al arrancar, alcé la mano y me despedí de algunos que nos habían seguido con la vista. El regreso a casa lo hicimos en silencio.

* * * * * * * * * *

Cierta peculiar mañana desperté inquieto. Permanecí dentro de la cama mirando el techo de mi recámara. Mentalmente veía a Feliza correr en el campo. El breve vestido que llevaba estaba mojado adhiriéndose a su piel delineando la delgada tela a su pequeño ombligo. La veía tratando de brincar aquella cerca de la que me había hablado. Al toparse con la valla, alzaba el vestido para pasar las piernas entre los alambres de púas, una de ellas se clavaba en su muslo. Feliza volteaba en movimientos lentos a mirarse la herida. Atravesaba aquella alambrada y continuaba corriendo. Parecía flotar. El cabello le ondulaba en bandera de supervivencia.

Al llegar a un claro del campo, Feliza se detenía y volvía a mirar la herida que sangraba profusamente, ponía las manos presionando la carne, sin embargo, le era imposible detener la hemorragia que en lugar de escurrir subía por su terso muslo formando abanico carmesí coagulado arriba de su pubis. Sangriento encaje en el vientre de Feliza ascendía y descendía con su respiración. Feliza tomaba el abanico de su vientre con él cubría parcialmente su cara, por encima se asomaban sus ojos alargaditos en deseo. Después doblaba el abanico, introducía a su boca de niña aquel desconocido juguete que se le antojaba probar.

Las visiones en mi encendieron a mis células. Busqué a Feliza quien se encontraba bajo la ducha, de la mano le pedí que me acompañara a mi alcoba. Nos recostamos.

Le dije:

Me gustaría tocarte. Pasar mis dedos sobre tus cejas. Hundir mis manos en tu cuerpo.

Con voz suave que apenas escuché, ella respondió:

Hazlo.

Puse la palma de mi mano extendida sobre su cara, su mirada salía densa entre mis dedos. Succioné suavemente la manzana de su cuello. Con la mano que tenía sobre su rostro cubrí completamente sus ojos.

Penetra en la oscuridad, le dije:

Percibe la manera amorosa con la cual mis dedos te acarician.

Mi mano bajó a su vientre. Palpó su monte de Venus, ella vibró ligeramente. Sentí sus párpados temblar como mariposillas atrapadas. Mi mano siguió recorriendo su cuerpo. Palpé el interior de sus firmes muslos. A la entrada de su ranurita mis dedos se comportaron cual hambrientos mineros. Los labios exteriores de su estrecha vagina fueron trocitos de tibia galleta desmoronándose en deseo. La yema de mi dedo cordial la recorrió suavemente. Ella volvió a temblar. Mordió la palma de mi mano que cubría su cara. La carnecita entre sus piernas empezó a humedecerse. Su boca se abrió. Gemidito como el de piedra que se parte salió con el aliento de Feliza. Apretó las rodillas. Supe entonces que algo placentero fluía desde el interior de su encendido cuerpo.

¿ Qué ves en la oscuridad? , le pregunté.

Tardó en responder, apretaba sus piernas y los dedos de sus pies se doblaron hacia atrás.

Y en medio de un jadeo, resolló:

Veo resplandores en la oscuridad. Me enredan entre su luminosidad.

¿ Qué sientes ?, le inquirí.

Piquetitos en todos los huesos de mi espalda. Siento como si hubieses metido tu experiencia y creciera luz mojada dentro de mí.

En este momento, Feliza calló. Su cuerpo se puso tenso y falleció momentáneamente. Arriba de su labio superior aparecieron brillantitos transpirados que dispersé con la punta de mi lengua. La cubrí con una frazada y me levanté cuidadosamente con la intención de que durmiese.

Al llegar al umbral de la puerta, su voz me detuvo:

No te vayas, murmuró.

Regresé y volví a introducirme en el lecho. Ella se acurrucó pegando su cabeza a mi pecho, solo entonces durmió un ratito.

Después de algunos minutos despertó.

¿ Cada vez que me toques así sentiré lo mismo ?

Su curiosidad se elevó suave cual papalote sujetando naciente incertidumbre.

Le respondí que nunca sería igual, con las caricias diferentes sensaciones se desatan en el cuerpo, es como levantar una cometa al aire, siempre se ondula de distinta manera en el aire del deseo.

En eso estaba pensando cuando me tocabas, rió ella. Estaba corriendo tratando de elevarlo, cuando por fin lo hacía, la cola del papalote marcaba eses en el aire. Eran los movimientos de mi cintura quebrándose pero no dolía. Me gusta ondularme como culebrita de río, ¿ las has visto ?

Le dije que de niño yo atrapaba viboritas de agua en los grandes charcos después del aguacero.

Igual a dos amigos prestándose juguetes, Feliza susurró a mi oído: Ahora te tocaré yo. Nunca he acariciado a alguien.

¿ Qué debo hacer ?

Sin esperar respuesta, depositó sus manos sobre mi pecho.

Está duro como una puerta cerrada, exclamó.

Ábrela, le dije.

Sus dedos continuaron recorriendo, ciñendo mi cintura.

Estoy algo barrigón por tomar tanta cerveza, traté de disculparme.

¿ Por qué bebes ?

Porque así abro puertas y por ellas escapo.

¿ De quién escapas ?

De mí mismo

De eso nadie podrá escapar, Feliza me contestó con seriedad.

Al decir esto sus dedos se detuvieron en mi ombligo. Hurgó en él con su dedo índice.

No hagas eso, me dan ganas de ir al baño, le dije riendo.

Entonces metió su dedo y divertida lo hundió aún más.

¡ Detente, le dije, si no lo haces me hago pipí y te mojo toda !

Arqueó su cuerpo en carcajada y dejó de hacerme cosquillas.

¿ Si te toco más abajo, sentirás lo mismo que yo ?

Le contesté con otra pregunta:

¿ Te gustó lo que sentiste cuando yo lo hice ?

Sí, fue toda su respuesta.

¿ Quieres que yo sienta algo parecido ?

Feliza no respondió. Bajó sus manos y me palpó suavemente. Sus dedos hicieron crecer mi cuerpo. Acercó su boca a la mía. La miró detenidamente. Luego preguntó, no a mí, sino a mis labios.

¿Qué se siente ?

Sonrió en complicidad infantil. Con su otra mano jaló mi labio inferior, ansiosa de una respuesta.

Siento que estoy en alzada pradera, que lloverá hacia arriba, respondí.

¿ Qué más sientes ?, su mano me apretó.

Siento que no quiero volver a abrir alguna puerta, pues quizá no encuentre el camino de regreso, suspiré.

¿ Quieres que continúe con lo que estoy haciendo ?

Me gustaría mucho, agregué....... y la mañana se alegró igual a la cauda de un inquieto papalote.

* * * * * * * * * *

Llovía profusamente. Esa noche soñé a Feliza nostálgica e inquieta, deseando volver al lugar donde había vivido cuando era niña. A la mañana siguiente le dije que empacara algunas prendas y objetos personales. A pesar de su insistente curiosidad guardé el secreto de nuestro destino.

Subió al automóvil oliendo al jabón perfumado empleado en la ducha. Después de varias horas de conducir, Feliza empezó a reconocer el paraje. Apagó la radio, bajó la ventana y dijo:

Ya sé a donde me llevas, mi vista ya lo descubrió. Mis oídos empiezan a reconocer sonidos.

Inquieta buscaba rostros conocidos pero no encontró alguno. Esto ha cambiado mucho, suspiró.

Tomamos un angosto camino de terracería. El rodar de las llantas dejaba atrás la tierra levantada.

¡ Es por aquí !, exclamó entusiasmada.

Sus vivaces ojos devoraban los alrededores, y por primera vez en todo el recorrido la noté nerviosa.

Estacioné el automóvil lo más orillado posible del camino para que no estorbara.

Caminamos largo trecho, Feliza iba por delante, yo difícilmente podía mantener su apresurado paso. Vimos el caserío incrustado en una montaña de musgo y rocas blancas. No existían calles. Pasamos frente a algunas casas. Nadie salió a recibirnos, sin embargo nos percatamos que dentro había gente observándonos. Notábamos sus resentidas miradas atravesando las rústicas ventanas.

Aquí es donde yo vivía, Feliza señaló una casita apartada de las demás. Nos dirigimos hacia allá, estando adentro nos sentamos en el suelo pues no había mobiliario. Después de descansar un rato, recorrimos el interior, en la cocina había una estufa de piedra que aún contenía cenizas. Feliza me jaló hacia fuera, deseaba ir al río donde años atrás había jugado. Repentinamente se quitó sus zapatos y salió de prisa. Tuve que alcanzarla pues ya corría entre la maleza. El agua se escuchaba a lo lejos con sonido a plegarias diurnas.

Feliza transpiraba profusamente después de haber corrido el largo trecho. Toda ella frente al río parecía parte de él. Sus grandes ojos líquidos eran de astuta ave ribereña. Sus piececillos sortearon las rocas para introducirse. Su vestido se ondulaba dentro del agua, cuando la tela subía sus muslos aparecían semejantes a suculentas carpas de brillante carne. Otras veces el vestido bajaba con la turbulencia entonces ella se convertía en un alga adolescente. Ondulándose. Igual que una tierna huérfana pidiendo algo, extendió los brazos hacia mí. Me quité los zapatos y la ropa. El agua nos acarició de forma sensual y juguetona.

* * * * * * * * * *

Después salimos a secarnos al sol. Feliza me llevó a la abierta campiña donde había cercas alambradas de púas demarcando los límites de los terrenos agrícolas, le pregunté si una de ellas la había cortado cuando niña. Su respuesta fue alzarse el vestido hasta la ingle. En el muslo izquierdo había una pequeña cicatriz hundida. Bajé a su pierna y la besé, metí la lengua a su antigua herida. Le pedí que me mostrara como saltaba las cercas. Corrió hacia el alambre, a su vestido lo enrolló colocándolo entre sus muslos. Alzó una pierna y luego pasó la otra. El vestido se le atoró tal como ella me lo había narrado. La tela se rasgó, sin embargo, esta vez cuidó de no lastimarse.

Cuando estuvo detrás de la valla, sin dejar de mirarme se levantó el vestido para que el airecillo la refrescara sus suculentos muslos lucían dorados por los rayos del sol. Se recostó sobre la hierba. Me aproximé a las púas que nos separaban para decirle que viniese del otro lado, me ignoró impasible mirando al cielo. Con sumo cuidado bajé uno de los hilos de alambre para pasar agachándome lo más que pude. Cuando casi había pasado en medio de la cerca, el viento vino en contra mía trayendo el aroma de Feliza, estrellando su juvenil voluptuosidad en mis sentidos. Me incorporé antes de salvar completamente el alambre, así que una púa rasgó mi espalda. El dolor me enardeció. Tratando de mitigarlo llegué a encaramarme encima de Feliza dispuesto a devorarle los carnosos labios de su boca; ella se alzó el vestido hasta la cintura ayudándome a desprenderle su calzoncito de algodón, en seguida bajó la cremallera de mi pantalón, mi erecto miembro se topó ante la tibia y ya húmeda estrechez de su vagina, al contacto con mi glande sus otros labios aquellos que resguardan el íntimo tesoro se humedecieron aún más facilitando con su lubricación la introducción de mi deseo hacia el fondo de su aún inmaculada feminidad.

Al unirnos la vibrante ruptura de su virginidad brotó por la herida abierta por la púa en mi espalda, un torrente de energía emergió acarreado por el sinuoso viento formándose en la atmósfera el maravilloso espectro que producen las satisfacciones de dos amantes entregándose.

Feliza mantuvo sus ojos abiertos mientras nos embestíamos en deliciosa sincronización, tras la breve ruptura de su himen su rostro me decía que ella gozaba al sentir sus entrañas inundadas con absoluto placer, contemplando a su vez lo que sucedía arriba de nosotros. En sus pupilas pude distinguir radiantes cúmulos.

El anochecer nos obligó a regresar a la casa vacía. Ella tendió nuestra ropa aún húmeda sobre algunos arbustos para que se secara afuera. Permanecimos varios días en aquel lugar. Cuando se nos terminó el agua potable que llevábamos, exprimíamos mandarinas silvestres para beber su jugo. Arrojábamos las cáscaras a la chimenea, ahí se acumularon formando perfumado montículo. Una noche fría decidimos prenderle fuego, las cáscaras no encendieron, en cambio se oyeron vocecillas que decían:

La intención es que el espíritu tenga la ligereza de la golondrina, el aplomo de la garza, la velocidad del colibrí, la armonía del centzontle y la potencia del águila.

Por las ventanas de aquella casa abandonada donde pernoctábamos se asomaron intangibles rostros percudidos. Asustados salimos de ahí con la intención de llegar al automóvil. Detuvimos la carrera al darnos cuenta de que con la premura no habíamos tenido la precaución de orientarnos, nos atemorizamos ante la idea de extraviarnos entre las penumbras de la foresta.

En aquel momento las vocecillas de las mandarinas nos dijeron:

Sigan de frente sin temor. El equipaje más estorboso es el miedo.

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Feliza fue una muñeca de barro que el sol coció entre mis brazos, durante nuestra convivencia sus pechos se desarrollaron exquisitamente exaltados, con el transcurso del tiempo ya fui incapaz de contenerlos con la palma abierta de mis manos. Para mi abundante placer toda su anatomía tornóse exuberante.

Durante nuestro tierno idilio acudían a ella dubitativos momentos en los que ella candorosamente me confesaba su temor cuando llegara el momento en que decidiera finalmente abrirme sus virginales pétalos; recuerdo haberle dicho:

¿ Me preguntas si dolerá ? ¿ Acaso una gota de lluvia que revienta, lastima a la sedienta llanura ? ¿ La marea hiere a la playa cuando la acaricia ? La mariposa cuando atraviesa a su capullo aspira al horizonte. Sin embargo si te duele, piensa que al siguiente día volarás con alas de hembra que aprieta terciopelo húmedo entre las piernas.

Feliza lentamente solía quitarse la falda igual a la hoja forestal que se muda de color, pausadamente aparecían las estrellas transpirantes en su vientre, brillaban dos cúpulas inquietas en su impecable torso, su cuerpo despacio besaba al mío. El vuelo de ella se enredó a mis labios cuando bajé a comer sus higos de sal y miel en su huerto vaginal, su largo cabello dibujó imborrables paisajes en mi piel, lustrosa pantera joven, hembra tierna cubierta de sutil vellito con aroma a lima adormilada. Ninfa que me embelesó con su espontáneo deseo. Feliza flor arrojada entre sábanas hambrientas, pétalos masticados que lloraron satisfechos. Ella fue cisne moreno que me obsequió la cueva de sus alas. Penetré por donde la oscuridad se convierte en silentes pliegues. Entré a ella volando al revés, la boca oscura de su cuerpo me apretó, sus palpitaciones tejieron túneles a mi alrededor y me esparció el sudor de cisne. Me comí los senos de la niña, los pezones de canela y las rodillas de una gota de catorce. Su piel secuestró a mis instintos y aunque gritó, disfrutó el dolor que mordía en convulsiones de estrecha senda penetrada.

Sus largas piernas se tornearon con el tiempo, aquella boca jamás dejó de sonreír, mientras alegre parloteaba describiendo pericias escolares. La niña se convirtió en cómplice de posturas felinas y jadeos de contrabando arrancados a incipientes madrugadas cuando sigilosamente acudía para acurrucarse junto dentro de mi lecho, y así soñolienta mi lengua barnizaba su cuello, sus redondos hombros, su aún lampiño pubis, introduciéndose en una cicatriz en forma de hoyuelo que le quedó desde aquella vez que intentó saltar una cerca alambrada de púas.

Ella y yo frecuentemente escuchábamos música clásica, sin embargo, aquellos acordes jamás eclipsaron a la sonata rústica que de Feliza emergió alegrando mi existencia.

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©Manuel Peñafiel - Fotógrafo, Escritor y Documentalista Mexicano.

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1 La escuela 1979 ©Manuel Peñafiel

2 Los susurros de Feliza 1979 ©Manuel Peñafiel

3 Los susurros de Feliza 1979 ©Manuel Peñafiel

4 Los susurros de Feliza 1979 ©Manuel Peñafiel

5 Los susurros de Feliza 1979 ©Manuel Peñafiel

6 La conciencia 1979 ©Manuel Peñafiel