18 AQUELLA EXTRAÑA MUCHACHA

© Manuel Peñafiel, Fotógrafo, Escritor y Documentalista Mexicano.

6/5/202511 min read

Un áridamente caluroso día visité el misterioso desierto del Estado de San Luis Potosí, México, donde el péyotl me condujo por intimidantes, asombrosos, meditativos y espectaculares senderos sensoriales, después de recoger mi tienda de campaña junto con los demás enseres, subí en una camioneta de transporte colectivo por la pedregosa pendiente que me llevaría al pueblo Real de Catorce donde me detuve en el mesón que ya había conocido para desayunar. Ahí estaba la rara muchacha con dorada cabellera que yo había visto anteriormente. Se acercó para mirarme con curiosidad. Apuré nerviosamente la taza de café. No me había bañado en días. La camisa parecía de sucio cartón, los pantalones también estaban tiesos y empolvados. Escondí las botas sucias bajo la mesa.

¿ De dónde vienes ?, me preguntó.

Sin esperar respuesta, tomó una cubeta y salió del mesón. La seguí hasta que se detuvo en un grifo de la calle. Entonces pude ver aquel rostro tiernamente medieval con tristeza surcando aquellos rasgos. Se volvió con la cubeta ya llena y de nuevo preguntó:

¿ De dónde vienes ?, sin esperar respuesta agregó: pareces un gambusino intelectual.

Vengo de la Ciudad de México, tímidamente respondí.

Ella ignoró mi comentario para murmurar despectivamente:

¡ Ah ya sé, aquella que se está envenenando.

Con la cubeta llena se alejó de ahí.

Arreglándome el sombrero pues la luz molestaba mis ojos, me dirigí al escritorio de la recepción de aquel modesto hotel para reservar una habitación con la intención de hospedarme.

Los días se deslizaron entre las calles de aquel crucigrama prístino y antitóxico. La muchacha rara de larga cabellera rubia me narró el origen del nombre de aquel pueblo que se remonta al siglo 16 cuando los invasores españoles arribaron codiciosamente después de que Hernán Cortés, el homicida encumbrado les facilitó el pillaje cuando se explotaban yacimientos de minerales, todos los cuales eran considerados propiedad del rey Carlos I de España V de Alemania, de ahí el nombre de Reales.

A mediados del siglo dieciséis la sierra montañosa de los territorios que los españoles nombraron San Luis Potosí. En este paraje fue que los indígenas trabaron combate con una patrulla de catorce soldados virreinales que exploraban el terreno buscando agua. Los indignados aborígenes cansados de los ultrajes cometidos por aquellos forasteros los aniquilaron a todos para después colgar sus cadáveres en los árboles llamados mezquites. El lugar a partir de aquel incidente se llamó El paraje de los Catorce, y más tarde adoptó el nombre de El Real de Catorce.

El trabajo de minas se hacía a base de mucha gente. Los españoles esclavizaban a hombres, mujeres y niños. Acumulados ahí toda clase de aventureros y comerciantes venidos en hediondos barcos desde la península Ibérica, dichos advenedizos convertían aquello en un enorme bullicio humano.

La región fue explotada cavando túneles tan largos que algunos llegaron a medir más de tres mil metros. Para llegar al pueblo en la actualidad es necesario atravesar un largo túnel por donde solamente hay espacio para un vehículo, siendo necesario esperar turno si algún automóvil o camión ya viene en sentido contrario.

En la primera década del siglo 20 empezó la decadencia. Las minas recortaron el número de trabajadores. La gente desempleada no tuvo otro remedio más que emigrar. De los veinticinco mil habitantes que en sus buenos tiempos llegó a tener el Real, solamente quedaron doscientos cincuenta. La pequeñita oficina del correo y telégrafo siguió operando gracias al cuidado de una mujer casi ciega. El presidente municipal era campesino que apenas sabía escribir. Solamente los viejos que no pudieron abandonar sus casas eran los que concurrían las bancas de la solitaria plaza, en donde se sentaban a fumar cigarrillos de hoja de maíz.

Actualmente el pueblo renace fugazmente año con año gracias a las procesiones del cuatro de octubre, cuando la gente acude a venerar al mitológico santo patrón Francisco de Asís. La plaza se llena y el comercio surge animado.

La extraña muchacha con larga y blonda cabellera jamás me dijo su nombre. Comencé a decirle Rara pero eso hacía que se enfadara. Una mañana no pronuncié la primera letra y la llamé Ara. Ella sonrió.

Y luego, por fin me dijo:

Si piensas en algún cometa o en le rastro que dejan las olas adivinarás como me llamo.

Eres una estela de luz, exclamé jubiloso.

¡ Acertaste, respondió ella !

La oscuridad nos sorprendió una tarde en que salimos a caminar por las tortuosas calles de este ruinoso pueblo. Al pasar frente a un muro de adobe, vimos salir luz de una de sus ventanas. Nos asomamos al interior donde se encontraban varios hombres sentados sobre un tablón de mezquite. Sus desganadas posturas contra la pared del pequeño cuarto mostraban los efectos de la embriaguez. Su vocabulario era soez.

Luz mortecina del único foco que colgaba del techo alumbraba a un extraño individuo de color renegrido con áspero pelambre. Vestía calzón de mugrosa y parchada manta sostenido con faja roja. Se cubría con sarape de burda lana. Este sucio tipo tocaba un primitivo violín rasgando ofensivamente a la noche con su insolencia. Al descubrir que ella y yo estábamos asomados por la ventana dejó de tocar para mirarnos con la frialdad de un resentido. Algunos hombres protestaron por la falta del sonido de aquel desafinado instrumento musical, en tal momento el hombre nos señaló. En ese instante varios se pusieron de pie.

Quisimos alejarnos pero salieron a cercarnos el paso. Al retroceder tropecé con el empedrado de la calle. Ellos rieron y el miedo se hizo irritante. Me levanté para tomar a mi acompañante de la mano. Cuatro grandulones nos separaron bruscamente.

El hombrecillo renegrido que había estado violentando a su violín sacó un enorme cuchillo que traía en su faja. Como quien sujeta la maleza para cortarla en el campo con sus regordetas manos groseramente tomó el cabello de la muchacha. Aquel mugriento se disponía a cercenarle la cabellera. Ella gimió. Las risotadas nos mancharon más que las sucias manos que nos sujetaban. Cuando el cuchillo estaba a punto de cortar, un niño se abrió paso entre los hombres para llegar hasta nosotros.

Los rudos individuos al verlo nos soltaron para correr en desbandada. Asustados por lo que había ocurrido permanecimos inmóviles, sin saber porque habían huido. Aquel peculiar muchachito sonrió mirando a la chica. La sonrisa era nostálgica. Alzó los brazos y su ropa despidió un olor parecido al de la pólvora. Con sus manecitas sacudió el vestido de Estela tratando de enmendar el maltrato recibido.

Cuando el niño tocaba la tela se producía una especie de estática y chispitas luminosas aparecían entre los pliegues, él suspiró, de su gargantita salió el sonidillo que hacen los leños al quemarse. En su risita se escuchó el chisporroteo que produce la madera en una hoguera. Los ojos del niño eran rojos carboncillos encendidos. Su cabello se ondulaba con el viento despidiendo las tonalidades azuladas que hay en el alma de las flamas. Sin decir palabras el niño se alejó.

Nos quedamos sorprendidos sin conocer su identidad, cuando reaccionamos quisimos alcanzarlo, sin embargo, lo perdimos de vista entre la penumbra de aquellas callejuelas empedradas. Volvimos agitados al mesón donde le narramos lo ocurrido al padre de la muchacha rubia. El hombre mostró rostro contrariado ordenándole a ella que subiera a su habitación. Después sin darme alguna explicación apagó las luces del negocio y se retiró. Me fui a dormir haciendo toda clase de suposiciones.

De mañana acudí al comedor con la esperanza de verla para preguntarle la razón por la cual su papá se había enfadado tanto. Pero por ninguna parte los encontré.

La sirvienta que me atendió en el desayuno dijo que el señor le había ordenado a su hija que fuera a pasar algunos días a casa de sus tías. De la bolsa de su delantal sacó un papel diciendo que el propietario le había ordenado entregármelo. Era la cuenta del hotel. Comprendí que el dueño deseaba que me marchara, esto me enojó. Traté de convencer a la mucama que me indicara el paradero de la hija del mesón. La mujer titubeaba por momentos. Finalmente no pude obtener ninguna información.

Lo único que se atrevió a decirme fue que no debimos de haber caminado solos por las calles del pueblo a esas avanzadas horas vespertinas. Le dije que habernos topado con esos malvivientes había sido un accidente, pero esa no era razón por la cual reprender a su hija….y menos echarme del mesón.

En este pueblo no hay delincuentes, me rebatió.

¿ Entonces quiénes eran los hombres que nos atacaron anoche ?, irritado le repuse a la mujer.

Clarito se ve que usted no es de aquí, joven. Los de anoche no eran hombres comunes, sino penitentes en purga.

Explíquese por favor, señora, irrumpí impacientado.

La mujer llevó los platos sucios al fregadero y comenzó a lavarlos. Traté de calmarme para pedirle suavemente que me explicara todo eso de lo que hablaba.

Sin apartar la vista de los jabonosos trastes comenzó a decirme: Verá, hace decenas de años cuando las minas empezaron a decaer, los mineros quedaron en malas condiciones. El hambre empujó a algunos a cometer actos desesperados con tal de recuperar los empleos perdidos. Hubo un día en que los mineros se amotinaron, encerrándose en la casa del patrón con su hija como rehén. Amenazaban volarlo todo con dinamita que habían robado del almacén.

El angustiado dueño de la mina vio como un minero bajo y regordete se asomó por la ventana sujetando a su hija por el cabello. Para dejarla en libertad exigía la reinstalación de los trabajadores despedidos, petición imposible de cumplir para aquel dueño de una mina casi agotada. El minero exasperado ante las negativas del dueño sacó un cuchillo con el cual brutalmente cortó la rubia cabellera de la joven para luego arrojarla como advertencia de lo que le sucedería a su rehén de no obtener lo que pedían.

En medio de tal confusión y vocerío, un niño de escasos cinco años logró colarse al interior de la casa. Una vez dentro, sin ser visto tomó un cartucho de dinamita y lo encendió en la estufa. Con el cartucho chisporroteando de la mecha se plantó frente a los amotinados quienes enmudecieron al verlo ahí.

Aquel chiquillo con su voz delgada advirtió:

Si no sueltan a mi hermana, aquí volamos todos.

El hombre que sujetaba a la muchacha azorado por la posibilidad de morir la soltó inmediatamente. La joven al ver la corta mecha que quedaba en el cartucho, le gritó a Carmelito que lo arrojase fuera. Sal tú primero, respondió el pequeño.

La muchacha titubeó, pero ante la insistencia de su hermano emprendió carrera. No así los que estaban dentro de la casa. Una horrible explosión empujó de bruces a la joven quien ya corría en dirección al encuentro con su padre.

La casa voló. Sus costillas de madera reventaron. Los vidrios sangraron el ánimo de los ahí presentes. Las mujeres mordieron el rebozo para no gritar. Todos corrieron tratando de sofocar aquel infernal incendio. Entre los escombros pudieron rescatar el cadáver del niño que yacía junto a los cuerpos mutilados de los que se habían amotinado aquella fatídica tarde.

Por la noche velaron al chiquillo en el atrio de la iglesia al aire libre para que todo el pueblo pudiese acudir a despedirlo. Se encendieron tantas veladoras alrededor del ataúd que la noche clareó, y los sollozos casi se podían tocar con la mano. La tristeza era densa, como la barriga de un reptil.

Después de eso, la hija del dueño de la mina vistió ya siempre de luto morado igual que los santos de la iglesia cubiertos en cuaresma. La joven permitía que su rubio cabello creciera durante el año, sin embargo, justamente a la fecha en que se cumplía otro aniversario de la muerte de su hermanito lo cortaba para ir a depositarlo como ofrenda a la sepultura del pequeño mártir.

La sirvienta del mesón dejó de hablar para acomodar la vajilla limpia en la alacena. Pensé en lo ocurrido la noche anterior resistiéndome a hacer comparaciones. Exaltado le reclamé a la mujer de la cocina que todo lo que me había narrado no tenía que ver con nosotros.

Aquella trabajadora doméstica se quitó el delantal que había usado para lavar los trastes, lo dobló cuidadosamente para guardarlo en un cajón.

Con el ánimo lijado por los pesarosos años, desganadamente me replicó:

Usted joven no se da cuenta, o quizá no lo quiere hacer, que las personas que ustedes vieron anoche ya están muertas.

Al escuchar esto sentí malestar.

La mujer suavemente como quien le habla a un necio ignorante continuó explicándome.

Todos los que vivimos en este pueblo de Real de Catorce sabemos que por estas fechas se aparecen los que murieron aquel día en la explosión, y esto bien lo sabe también mi patrón el dueño de este mesón. Es por eso que a su hija le tiene prohibido salir sola de noche. Ella es rubia. Él por supuesto nunca ha querido correr riesgos al ponerla en peligro. No fue hasta que usted se hospedó aquí que su hija lo desobedeció en eso, y en otras cosas más que me imagino ambos han hecho a escondidas.

La gente comenzó a murmurar desde que ustedes empezaron a pasear muy juntitos de arriba pa’bajo. El papá de ella ya estaba disgustado y ‘ora más después de que anoche llegaron todos carrereados a punto de que se los llevaran los condenados.

Ustedes dos tuvieron mucha suerte de que el ánima bondadosa de Carmelito se apareciera y con su sola presencia los defendiera de aquella pandilla de endemoniados.

Ándele joven, vuélvase pa’la capital y olvide a la hija del patrón. Yo rezaré por ustedes dos dondequiera que yo ande.

Pensé en aquella singular muchacha rubia viviendo en aquel abandonado pueblo. Quise replicarle a la sirvienta pero ya había salido de la cocina.

El mesón quedó completamente solo. Lo recorrí ansioso. El suelo de madera rechinaba bajo mis curiosos pasos. Llegué a la puerta donde un año atrás había visto por primera vez a la enigmática muchacha de larga cabellera rubia. Su alcoba lucía impecable cual capilla almidonada. El florero estaba lleno de flores secas llamadas siemprevivas, tomé una que se deshizo en mis dedos, los pétalos muertos cayeron al piso, crujiendo cuando pasé sobre ellos al abandonar aquel blando nido.

El viaje al desierto de San Luis Potosí dejó marca meditativa. Disminuyó notablemente aquella ansia por sobresalir en el campo artístico. Reconocimiento, éxito, fama…que significaban estos conceptos al lado del portento de renacimiento cotidiano. Estas tres situaciones perdían valor con el desperdicio de paz en la neurótica búsqueda de anhelos materialistas, que se empequeñecen ante la muerte y el romance que uno puede tener con propia existencia, vivida pausadamente en reconciliatorio presente.

©Manuel Peñafiel - Fotógrafo, Escritor y Documentalista Mexicano.

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