2 LA INFANCIA CUEVA DE MIEDOS
© Manuel Peñafiel, Fotógrafo, Escritor y Documentalista Mexicano.
6/5/202518 min read


Fue otra tarde gris, lentamente gris, cuando de nuevo apareció el viejo andrajoso ante mí. Sus ropas estaban húmedas. Los hoyos en su camisa permitían ver una red de sueños rotos. Le pregunté que significaban las imágenes mentales que habían llegado a mí acarreando aquella tragedia en la pirámide. Quise saber si acaso existen las vidas anteriores, pero el viejo no emitió respuesta alguna.
Impaciente, le expresé la inmensa necesidad que tenía de hablar con alguien. Le expliqué que siempre he tenido la sensación de vivir dentro de una burbuja desde donde observo a las personas. El anciano me interrumpió alzando su mano en ademán de expresar basta. Subió sus manos a la altura de su pecho, juntó el dedo índice con el dedo pulgar de cada una de sus manos, y las empezó a girar formando círculos.
Al principio no comprendía lo que aquel rugoso hombre trataba de decirme. Él estaba ahí, parado en columna muda. Solamente sus antebrazos se movían, con sus manos hizo que el aire se tornara denso. Comprendí que me estaba mostrando que yo debía escribir. Al salir de la boca, las palabras se deshacen antes de llegar a oído alguno, pensé.
Hablar es efímero, escribir es casi eterno. Vislumbré a las ideas salir de mi cabeza formando caracol parecido al humo. Las palabras en forma de diminuto tornado empezaron a barrenar los muros de tierra de la barranca donde nos encontrábamos. Las palabras y los pensamientos empezaron a pulir la roca inscribiéndose en ella. Formando frases, sentencias, luego párrafos completos. Con mi mano húmeda por la transpiración limpié la piedra donde me disponía a escribir mis pensamientos. Empecé a escribir con el dedo índice sobre la plancha ígnea, su dureza me lastimó, aún así continué.


Mi carne se cortó, la piel quedó embarrada. Pero la necesidad de verter todo lo que se encontraba dentro de mí, me forzó a seguir escribiendo. Comencé a tallar mis primeras memorias. Cuando flotaba dentro del útero de mi madre, si me acercaba a la carne de su cuerpo me era posible mirar afuera a través de su delgada piel. La podía observar cuando ella se miraba ante el espejo. Tenía la apariencia de nieve embarazada. Los muebles de su recámara eran de madera. La cabecera de la cama tenía forma de viña. Uvas duras cosechadas en el insomnio. Su ropero tenía colgados pocos vestidos, y solamente había tres pares de zapatos. Sobre el tocador una botella casi vacía de loción, un cepillo que usaba para desenredarse el cabello. Mi padre salía muy temprano a trabajar. Ella permanecía sentada sobre la cama, pensando en no sé qué. Después de varios minutos se incorporaba, se recogía el cabello en dos trenzas luego abría las cortinas de las ventanas. Antes de salir, se miraba al espejo por algunos instantes. Era cuando yo la veía. Fueron escasos momentos de tranquilidad, antes de que las penas cincelaran su prematura lápida.
El decimonoveno día del primer mes del año mil novecientos cuarenta y ocho nací en tormentosa madrugada. El agua me depositó sobre el áspero lomo de la cabra de enero. Crecí entre cuchillos y capullos de aceite. Más asperezas que espárragos. Más dificultades que avenencias. La infancia transcurrió en solitaria espera por independizarme. En aislada burbuja mental. Viendo a personas y parientes conducir con dificultad sus vidas.
Mis abuelos maternos Humberto y Josefina tenían un motel al norte de la Ciudad de México, en terreno hermosamente poblado de árboles depirul.


En dicha propiedad el abuelo construyó cabañas donde se hospedaban los forasteros. Era celoso de que la gente fuese a confundir su hotel con uno de paso con mala reputación. En varias ocasiones sacó a los automovilistas que se metían buscando solamente habitación para un desliz. Más tarde, colocó una pesada cadena a la entrada para obligar a los conductores a detenerse, y así poder revisar que clase de gente eran.
En una de esas cabañas vivía yo con mis padres, pues mi papá aún no tenía dinero suficiente para poseer casa propia.
Mi primera fantasía erótica ocurrió cuando yo tenía tres años de edad. Por la mañana, mi abuela fue al mercado de la Villa de Guadalupe a comprar víveres llevándome con ella; estando ahí, para entretenerme compró para mí algunos títeres hechos de barro ataviados con modestos retazos de tela. Esa tarde estuve jugando con aquellos sencillos muñecos, y cuando mi madre me llamó para cenar; antes de entrar a la casa se me ocurrió bañar a mis nuevos juguetes en una cubeta. Cuando estaba metiendo al agua a una de las muñecas, sentí intensa emoción al alzarle su vestido para lavarle las piernas. El imaginario deleite provocó en mí una erección, la cual sorpresivamente me agradó. El viento sopló, las ramas de las higueras se movieron en verde danza, mientras placenteras sensaciones acariciaron el momento.
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El ingreso al kindergarten fue intolerable, en 1955 a los cinco años de edad yo ignoraba de su existencia, ninguno de mis familiares me había hablado con anticipación de la obligación de asistir a la escuela. Mis primeros cinco años de vida los viví rodeado de adultos, por lo tanto, no aprendí a convivir con niños de mi edad. Llegar a un lugar lleno de extraños fue insoportable. Debido a la ansiedad y nerviosismo que me provocaba acudir al colegio, todos los días antes de subir al automóvil en donde me llevarían, el desayuno que había ingerido esa mañana lo vomitaba a borbotones por boca y nariz.
Dentro del Colegio Guadalupe bilingüe, dirigido por una monja estadounidense benedictina estaba el jardín de niños mixto, donde la religiosa Alonza solía distribuir una caja de lápices de colores de cera para cada pupilo; yo la encontraba similar a una cajetilla de cigarrillos, entonces cuando ella no estaba mirándome, me gustaba poner un crayón entre mis labios pretendiendo que fumaba. Al aspirar sentía que el humo se introducía coloreándome por dentro. Imaginaba ser un hombre importante sentado en aquel diminuto pupitre, desde donde exhalaba el humo imaginario pudiendo ver las bocanadas púrpuras, anaranjadas o amarillas, según el color que había escogido para soñar.
La maestra no lograba que le diera toda mi atención, lo que yo ansiaba era salir de ahí, abrazar un árbol, y fundirme en su tronco para que nadie me obligara a permanecer sentado en el aula toda la mañana.
Durante el receso de las clases me gustaba ir al patio donde jugaban las alumnas grandes. Ahí estaba instalado un juego llamado ola, el cual consistía en una rueda de madera sujeta a un eje giratorio. Las muchachas la empujaban, y luego se trepaban a gozar del rápido movimiento circular. Yo tenía que sujetarme con fuerza, de lo contrario, la inercia me estrellaría contra el suelo.
Ellas me sonreían. Me hacían caricias en las mejillas, mientras me advertían que me sujetara bien. Hubo una ocasión en que la campana tocó para volver a clases. Las colegialas fueron saltando una a una para correr a las aulas. Mi intranquilidad aumentó cuando vi que yo era el único que había quedado en el patio vacío, imposibilitado de apearme del juego que aún giraba rápidamente. Cuando finalmente pude volver, la maestra que había observado lo sucedido, me amonestó diciéndome que ese juego no era para niños de mi corta edad, por lo tanto, yo no debía treparme a el. Pero no la obedecí, continué regresando, para mí era placentero sentirme apretujado entre aquellos tibios y perfumados juveniles cuerpos, mientras cerraba los ojos, y las sensaciones me llevaban nadando cual travieso pececillo entre risas femeninas.
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La infancia...cueva de miedos, cenizas de luz. Algunas personas son privilegiadas al afirmar que durante su infancia los únicos golpes que recibieron fueron al caer de la bicicleta, no es mi caso, yo sufrí considerables abolladuras emocionales. Para mí la infancia fue cueva de miedos, esqueleto de tristeza, cenizas de luz, lágrimas de hiriente cristal, amnésico júbilo.
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En la casa de mis abuelos maternos trabajaba una sirvienta a la que llamaban Zenaidita, ella solía contarme cosas disfrutando ver la manera en que me intimidaban sus relatos; en una ocasión esto me dijo:
Las serpientes en el Estado de Michoacán donde yo nací son muy grandes en ocasiones se acercan a los pueblos buscando algún jacal donde una madre esté amamantando a su bebé, una vez dentro, el reptil se endereza y mirándola directamente a los ojos la hipnotiza. Y así con sus desnudos pechos la mujer queda sumida en trance; es entonces, cuando aquel reptil se aproxima a los pezones y se prende a uno de ellos para mamar la fresca leche materna. La somnolienta mujer al debilitarse afloja los brazos dejando caer al suelo a su crío que con sus lloridos logra despertarla. En este momento horrorizada comprende lo sucedido cuando ve arrastrarse a la serpiente llevando aún rastros de leche en el hocico.
Fue en el Colegio del Tepeyac donde padecí durante doce detestables años, me refiero a la escuela primaria, secundaria y preparatoria, pertenezco a la generación 1966, fecha en la que finalmente fui liberado.
Mi madre Renée tenía una perra que contrajo la tiña la cual me contagió, el dermatólogo me recetó un medicamento que tras ingerirlo provocó que se me desprendiera el cabello enfermo, también le indicó a mi madre que me cubriera la cabeza con tela adhesiva y desprenderla enérgicamente para que salieran adheridas al pegamento las raíces capilares infectadas, el repentino ardor me dejó sin aliento; la convalecencia retardó mi ingreso al primer grado de la escuela primaria en 1955 a los siete años de edad; cuando tímidamente arribé al salón de clases ya todos los alumnos tenían asignados sus asientos, la maestra Blanca despreocupadamente me señaló uno vacío al fondo del aula; antes de salir a charlar con su colega de junto, nos ordenó llenar las planas del cuaderno con la letra A en mayúsculas y minúsculas, yo aún no sabía escribir; un bondadoso condiscípulo de apellido Peña que se encontraba repitiendo el año, al ver mi preocupación tomó fraternalmente mi mano para guiar mi primer abecedario. La maestra Blanca jamás reparó en un introvertido niño, el cual infatigablemente ocuparía la Excelencia en sus calificaciones durante los seis años que duró la primaria, fui alumno sobresaliente azuzado por el terror al riesgo de ser azotado por los clérigos por descuidar mis deberes escolares; el Colegio del Tepeyac era el feudo de irascibles frailes benedictinos estadounidenses.
La primera vez que escuché el timbre anunciando el receso ( para mí nunca fue un recreo ), me dirigí al patio sin conocer a nadie, me alegró ver aproximarse a mi primo Arturo Quintana Peñafiel, para mi sorpresa no lo hizo para darme la bienvenida, su insultante mano cayó sobre la gorra roja que yo usaba para ocultar aquella calvicie temporal que me avergonzaba; Arturo me despojó de mi endeble protección y gritando role, role, se la fueron pasando él y sus compinches, yo corría inútilmente para recuperar mi cachucha volando por los aires, mis lágrimas la distinguían borrosa transformada en carmesí vejación. Las vilezas de mi primo Arturo me acosaron durante los meses que tardó en crecer mi cabello nuevo; cada vez que salía a receso lo hacía con las heladas tenazas del miedo agrietando mis entrañas, corría a encerrarme tras la puerta de algún hediondo excusado cerrándole la tapa para subirme encima para que él no viera mis zapatos, prontamente descubrió mi frustrado escondite, yo esperaba a que se cansara de golpear la puerta lo mismo que mis tímpanos con sus amenazantes leperadas; hasta que él regresaba a clases yo corría apresurado hacia mi salón. En casa jamás acusé a mi primo Arturo, tenía miedo de que mi padre Ricardo me regañara por no ser lo suficientemente " hombre " para defenderme, también quise evitarle alguna confrontación con su cuñado Arturo Quintana Arrioja quien nunca le simpatizó, tampoco quise que la magnífica relación que existía entre mi madre Renée y su cuñada Mercedes Peñafiel de Quintana sufriera algún daño.
El Colegio del Tepeyac situado la colonia Lindavista de la Ciudad de México carecía de cualquier detalle estético, sitio inhóspito reflejando las insatisfechas existencias de los frailes benedictinos estadounidenses que lo regenteaban, golpeando diariamente a los alumnos que no satisfacían sus exigencias escolares, las monjas también maestras, aplicaban castigos corporales de igual manera.
A la hora del receso teníamos que salir caminando en fila guardando absoluto silencio hasta llegar al patio; el clérigo Hildebrando Garza solía esconderse tras alguna columna del oscuro pasillo, algunos ingenuos alumnos que no se percataban de su treta comenzaban a charlar despreocupadamente, era entonces cuando aquel sacerdote emergía de su madriguera para abatirlos con una tira de grueso caucho, los golpes propinados eran tan fuertes que los niños perdían el equilibrio, mientras de Hildebrando escuchábamos sus ensalivadas carcajadas.
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En el Colegio del Tepeyac nos adoctrinaban con el catecismo católico donde se hablaba del infierno.
Durante las clases de religión, las monjas nos amedrentaban con los castigos infernales por cometer pecado mortal por no asistir a la misa obligatoria celebrada los domingos y días de guardar, fueron muchas las noches en que el insomnio me masticaba atormentado por la idea de que mi padre Ricardo ardería por toda la eternidad, él nunca asistía al templo dominguero donde yo trataba de mantener mi atención mientras transcurría el somnífero ritual, y los tediosos sermones de engrudo que los sobreactuados clérigos católicos suelen eructar en apretujados recintos, donde los acólitos piden
" limosna " con el pretexto de que el dinero reunido es para ayudar a los pobres.
El desasosiego era que yo le temía a mi padre. Muchas fueron las noches de angustia en las que me recriminaba a mí mismo el no atreverme a pedirle que cumpliese con los preceptos religiosos. Sufría al saber que mi padre se condenaría, y yo no hacía algo por evitarlo.
Un domingo que salimos a pasear por la mañana, de regreso a casa mi mamá le pidió a mi papá que se detuviera en la iglesia pues deseaba asistir a la misa de la una de la tarde. Mi padre accedió, para mi sorpresa entró al templo con nosotros. Fue uno de los momentos más felices de mi vida. Pensaba que dios había escuchado mis constantes ruegos para que me ayudara a salvarlo. Esa noche recé y di gracias devotamente.
Pero el domingo siguiente mi madre se alistó para llevarnos a misa como era su costumbre. Se despidió de mi padre, quien asintió con la cabeza, sin despegar la vista del periódico dominical.
La desilusión fue dolorosa. Mi padre no se movió del sillón donde leía. Sentí deseos de jalarlo para que fuese a rezar con nosotros. La tristeza me hizo sentir decaído. Mi padre no se había convertido. Tal vez, aquel domingo en que entró a la iglesia lo hizo para no quedarse aguardando por nosotros dentro del automóvil estacionado bajo el sol, astro lleno de llamas parecidas a las del prematuro purgatorio donde ardían mis temores infantiles.
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En 1957 cuando yo tenía nueve lampiños años se me empezó a adoctrinar para hacer la primera comunión. Por las tardes, mi madre me llevaba a un convento para que una monja con acné me hablara de la mitología católica.
Las semanas transcurrieron escuchando yo leyendas relatadas en la Biblia, narrándome aquella religiosa variados anécdotas de asiduos devotos, pecadores, criaturas aladas, serpientes manzaneras, apariciones, desapariciones, prejuicios, embotellamientos, incesto, alcoholismo, diluvios, sodomía, lluvias de fuego, decapitaciones, hipocresía y mentiras. Finalmente, el día llegó en que yo sabía todas las respuestas a las preguntas que contiene aquel librillo llamado catecismo católico, por lo tanto, toda persona capaz de memorizar las contestaciones a las preguntas que ahí se formulaban, ya era digno de ingerir la sagrada hostia el día de su primera comunión. Pero antes de tan importante evento, era necesario purificarse, confesando los pecados a un sacerdote.
El día anterior a mi primera comunión mi tía Graciela me llevó a la iglesia de San Cayetano, antaño ubicada en la calle de Cienfuegos de la colonia Lindavista; para que ahí confesara mis pecados. Sus pasos y sobrepeso hacían resonar los tacones altos de sus zapatos sobre el lujoso piso de aquel templo. Mi tía tímidamente tocó a la puerta de la sacristía, de donde salió el sombrío sacerdote Antonio Sagrera con labios brillosos por la grasa de lo que comía. Con la manga de la sotana se limpió la boca y apáticamente me indicó que lo siguiera.
En previas ocasiones, yo había observado como se llevaba a cabo la confesión; el sacerdote intermediario de dios se sentaba dentro de un cubículo de madera llamado confesionario, parecido en forma y dimensiones a una cabina telefónica, afuera la gente se arrodillaba para confesar sus faltas a través de una ventanita por donde el clérigo escuchaba.
Me arrodillé frente al confesionario, tal como había visto que lo hacían las demás personas, pero para mi desconcierto, el mañoso Sagrera abrió la puerta del confesionario jalándome junto con él al interior.
Apretados como estábamos, me sentó sobre sus piernas. Me abrazó poniéndome su cara junto a la mía, su mal aliento trepaba por mis orificios nasales igual que apestosas y densas culebras que se retorcían en mi estómago. Su pastosa voz enmoheció mis oídos cuando me espetó a que le dijera mis pecados. Traté de concentrarme, pero aquel áspero rostro irritaba mi mejilla. Aquellos brazos me acaloraban, apretándome con intenciones perversas. No me atrevía a salir corriendo por temor a que me regañaran. Deseaba terminar con aquella confesión, pero no me atrevía a decirle lo que ya me habían adoctrinado que era pecado.
En la clase de religión, se me había advertido acerca de las tentaciones del cuerpo, sin embargo, yo me preguntaba
¿ cómo evitarlas ? si los seres humanos estamos hechos de carne. No me atrevía a confesar que ya desde que tenía cinco años de edad, me gustaba mirar el televisor donde las protagonistas lucían suntuosos vestidos escotados, mostrando radiantes pechos. Cómo decirle al eclesiástico, que mis fantasías consistían en introducirme debajo de sus crinolinas para poder palpar sus muslos. Jamás le dije cuanto me excitaba que nuestra sirvienta anudara su falda entre sus torneadas piernas para estar más cómoda al fregar el piso, mientras sus caderas apuntaban hacia mi deseo. Callé cuando espiaba a la maestra de inglés al momento de cruzar sus piernas, cuando el roce del nylon de sus medias emitía un canturreo instantáneo. Al clérigo no le dije otras cosas. El silencio se atoró en mi cuello haciéndome sentir culpable. Pero en mí también existía el rechazo a ser culpable de algo que surgía en mí de manera natural. Por mi mente desfilaron mis jóvenes tías engalanadas en vestidos ajustados, cariñosamente besuqueándome junto con sus guapas amigas, quienes todas ellas me dejaban el rostro embarrado con lápiz labial, sin embargo, lejos de molestarme la cascada de aquellos mimos femeninos me agradaban, empujándome a la incógnita de preguntarme ¿ qué sucedería después de un beso ?
Aquel sacerdote interrumpió mis silenciosas dudas al exigir jadeando: háblame de tus malos pensamientos. Fue entonces que comenzó a acariciar mis muslos, la tarántula de sus dedos trató de abrir la cremallera de mi pantalón, instintivamente me puse de pie, y tras breve forcejeo logré escapar ileso.
Mi tía me esperaba rumiando en una de las bancas traseras del templo, desde donde me preguntó si había cumplido con mi confesión. Sentí enojo, quien no había cumplido era aquel individuo con aliento a ajo, pero como muchas otras veces en mi infancia, fui incapaz de hablar por temor a los adultos. Salí de la iglesia sintiéndome incompleto. Se me había dicho que para comulgar era necesario confesarse ¿ Acaso soy impuro ?, me pregunté a mí mismo. ¿ Debo aniquilar pensamientos y deseos ? ¿ Cómo hacerlo ? Si éstos fluyen por el solo hecho de ser como soy, pero me asustan con un dios castigador que prohíbe pensar y sentir. Me negué a creer aquello. Desprecié a aquellos desviados religiosos empeñados en mortificar el estado natural del ser humano.
En la noche mal dormí. Todo estaba preparado para el siguiente día cuando habría un concurrido desayuno, al cual vendrían familiares y amigos para festejar el día de mi primera comunión. Di vueltas en la cama. ¿ Acaso sería castigado por comulgar sin haberme confesado ? ¿ Dentro de la hostia estaba realmente Jesucristo ? Por esa razón, las monjas advertían que uno no debía masticarla sino tragarla entera para no lastimarlo con las mordidas. ¿ Era posible el portento de poder engullir a Jesús, el hijo del mismísimo dios, el creador de todo el Universo ? Di más vueltas en la cama ¿ A quién preguntarle tales cosas? ¿ Dónde escupir tanta angustia ?
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A la mañana siguiente, acudimos a la iglesia de San Cayetano la cual se encontraba adornada con flores blancas. Parientes y amigos me saludaban con sonrisas. Tenía la sensación de estarles tomando el pelo a todos. Caminé por el pasillo del templo mientras el organista interpretaba himnos decadentes. Me arrodillé ante el altar. Sentía que todos los ahí presentes tenían la vista posada en mí. Quizás no todos, algunos estarían con la mente ausente, o pensando en el sabroso desayuno que mi madre Renée serviría después.
El mismo sacerdote Antonio Sagrera que me había manoseado, era el que oficiaba la misa atisbando mecánicamente dentro del voluminoso libro llamado misal, y con la vista fingidamente devota murmuraba lo que había leído. Paulatinamente, llegó el momento en que se dirigió a los fieles, hablándoles de la alegría de la iglesia por ser el día en que yo formaría parte de ella. Dicho clérigo abrió una especie de caja fuerte ricamente adornada con motivos mitológicos, de donde sacó un copón de oropel. Pude percibir su burla. Él les mentía a todos. Lo miré directamente al rostro. Sus ojos se cruzaron con los míos, nuestras miradas dialogaron, aquella ceremonia era una farsa, los dos lo ratificamos en silencio. Abrí la boca. Saqué la lengua, donde el hombre de pérfida sotana depositó la blanca hostia supuestamente transportando a la divinidad. Al cerrar mis labios la oblea se pegó a mi paladar. El sacerdote atendió a los demás feligreses que deseaban comulgar, mientras hacía esto, volteaba a verme con el rabillo del ojo, como si supiera lo que yo estaba pensando. En aquellos momentos, percibí dentro de su mirada un hondo pantano. Confirmé que nada sacro procede de los sacerdotes católicos que hacen sonar las campanas de sus templos en codiciosas madrugadas. Cantar en los altares y violar niños en la sacristía es perversa hipocresía.
Después del ultraje cometido a mi fe por el clérigo Antonio Sagrera, me sentí obscenamente traicionado, la ilusión de recibir el cuerpo de Jesús en mi corazón se fracturó; esta afrenta a mi dignidad infantil jamás la denuncié; temí que mi padre Ricardo reprendiera a mi madre Renée por enviarme con sus " curillas " como él solía llamarlos, y a ella no quise despojarla del consuelo que le brindaba su religión en nuestro fracturado hogar. Perdí la fe en cualquier dios, la libertad es caro trofeo, yo la obtuve tras experimentar el pesar y la ira causados por la burla infringida por aquel pestilente sacerdote católico, desde entonces, considero absurdo e incongruente el egoísmo que prevalece en las religiones proclamando que solamente aquellos que profesan la misma fe serán los que ganen los favores divinos. Desde entonces, ningún supersticioso grillete me ha hecho su cautivo.
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Desde aquel ofensivo incidente durante mi confesión, cuando el clérigo Antonio Sagrera intentó desabrocharme el pantalón yo ya había perdido la fe en el catolicismo, dejé de rezar y recibir la hostia. Sin embargo, en el Colegio del Tepeyac persistía la costumbre de comulgar los primeros viernes de cada mes, la misa se oficiaba en el comedor de dicho plantel, pero no todos los alumnos cabíamos ahí, por lo tanto, algunos éramos trasladados en autobús escolar a un iglesia cercana, donde había una gran pintura representando a las almas en el purgatorio. Envueltos en bravas llamas se encontraban hombres, mujeres y ancianos, todos con rostros suplicantes esperando el perdón divino. En sus muñecas tenían ásperos grilletes de donde colgaban las cadenas de su martirio. Entre el grupo de gente en pena había una joven con cabello oscuramente lacio cayendo a los lados de su bello rostro aún no deformado por el dolor; su expresión mostraba la vacía esperanza de ser rescatada.
Mientras el clérigo pronunciaba el soporífero sermón, yo me dedicaba placenteramente a observar a la mujer en el cuadro. Sus ojos eran seductoramente melancólicos. La nariz pequeña servía de puente a ricos labios. Los rojos contornos de las flamas le cubrían casi totalmente la desnudez de su cuerpo, sin embargo, las ondulantes llamas pinceladas por el artista permitían adivinar que bajo la lumbre estaban sus protuberantes pechos culminando su voluptuosa anatomía. Yo observaba a aquella hembra imaginando al fuego lamiendo su carne entre sus piernas, penetrando su calor por todos los rincones de su carne juvenil.
La misa mientras tanto transcurría. El tintineo de las campanillas en el altar se perdía con el crujir de las bancas de madera, donde la gente se sentaba, luego con otro tintineo la concurrencia se arrodillaba mecánicamente para más tarde ponerse de pie, y después de recibir la teatral bendición del sacerdote salir del templo.
Así fueron mis años infantiles, iguales a leve tintineo interrumpido por las dudas, interrogantes y angustias. Con el deseo acudiendo a mi mente, haciéndome sentir culpable. Pequeño delincuente. Silencioso e introvertido, creyéndome indigno por no poder controlar la sensualidad que bullía emergiendo por los hambrientos poros de mi piel, acarreando a la mente por los túneles de la incertidumbre, por los pasadizos con solitarias preguntas sin respuestas al alcance; solamente el áspero tiritar en ancha soledad inhóspita para un pequeño confundido.
©Manuel Peñafiel - Fotógrafo, Escritor y Documentalista Mexicano.
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©Manuel Peñafiel, fotógrafo, escritor y documentalista a los 3 años de edad de la mano de su madre Renée Ruíz Sandoval ( 1926 - 1971 ), Ciudad de México, 1951 ©Manuel Peñafiel
©Manuel Peñafiel a los 3 años de edad 1951, Estudio Cyrano, Ciudad de México.
©Manuel Peñafiel a los 7 años de edad, 1955, Ciudad de México
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