20 LA PATERNIDAD

© Manuel Peñafiel, Fotógrafo, Escritor y Documentalista Mexicano.

6/5/202512 min read

       1.- Mi padre Ricardo Peñafiel Sánchez ( 1925 - 1980 ), Centro de la Ciudad de México, 1951 ©Manuel Peñafiel

Me desagrada contestar el teléfono las peores noticias han llegado por dicho conducto. Años atrás del hospital llamaron para decirme que mi madre Renée Ruíz Sandoval Pesquera ( 1926 – 1971 ) agonizaba.

Cierta madrugada la enfermera me avisó que mi padre había muerto. Colgué la bocina y pensé mecánicamente mi papá se ha ido. Lloré bajo la ducha. Me sentía ridículo al ver mis muecas en el espejo al afeitarme. Dejé a un lado el rastrillo para llevarme las manos al rostro. El llanto fue corto, no había tiempo para más. Del vestidor escogí un traje gris perla aún sin estrenar. Usé corbata lisa del mismo tono, atada a mi cuello era una anguila colgando con fría elegancia.

Mi padre Ricardo Peñafiel Sánchez ( 1925 – 1980 )había dejado que la vida lo abandonara paulatinamente. Después del fallecimiento de mi madre, él se perdió en pozo de ebrios remordimientos. Con mis manos atadas, imposibilitadas para hacer algo lo vi deshacerse lentamente. ¿ En qué momento se tuerce irreversiblemente elsendero de un ser humano ?. ¿ Cuándo se voltea la cuna, se mancha la infancia o se inunda el sendero ?. Y en ocasiones cuando lo averiguamos, ya es demasiado tarde. La impotencia por enmendar lo ocurrido en el pasado, no deja más que la alternativa de palear cubriendo la fosa donde hemos enterrado parte de nosotros mismos.

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                                    2.- Mi padre Ricardo Peñafiel Sánchez ( 1925 - 1980 ), 1971 ©Manuel Peñafiel

De nuevo la furia. Cuando asisto a un funeral, siento ganas de gritar ante la imposibilidad de impedir la muerte que nos persigue desde que nacemos. Semejante a un percudido lienzo, la alegría de mi familia se desgastó. Recuerdo que cuando yo tenía ocho años de edad, mi abuelita paterna Mercedes Sánchez Bauchester ( 1893 – 1956 ) falleció. Los adultos se comportaban nerviosos. Dentro de aquella mortificante atmósfera, sus hijas, mis tías que eran jóvenes vistieron de negro durante todo un año. Usaban faldas rectas entalladas que acentuaban la incongruencia de enfundar un fresco cuerpo dentro de la obscuridad del luto tradicional. Mi abuelita había sido una mujer corpulenta y bonachona. Me mimó como nieto consentido, ganándome involuntariamente la antipatía y agresividad de mi primo hermano Arturo.

Años después cuando yo era adolescente, desapareció una figura masculina muy importante en mi vida, mi abuelo materno Humberto Ruíz Sandoval ( 1894 – 1973 ), quien en forma natural me enseñó que si es posible tener integridad; esta palabra aparentemente sencilla, implica toda un logro en la vida. Casi todas las personas a quien he admirado se han ido sin despedirse. No pude compartir con ellos lo logrado en el terreno creativo.

La furia subió a mis sentidos, en el sepelio de mi padre. El ataúd estaba ahí era gris submarino a punto de ser botado al mar inalcanzable. Mucha gente acudió al duelo. Durante su carrera profesional obtuvo gran prestigio y ayudó a muchas personas. Se había ido sin despedirse. Fueron escasas las ocasiones en que charló conmigo. Su rigidez impidió un diálogo natural y espontáneo entre ambos. Así se formó el abismo ancho que nos separó. Sus principios eran correctos. Insistía en la buena salud y en la superación, sin embargo, con su forma de ser dura y en ocasiones irónica lo único que consiguió fue alejarme de él.

He alzado los brazos para gemir:

Padre, te necesité y no estuviste.

Probablemente hubo momentos en que él alzó los brazos y también gritó:

Padre, te necesité y no acudiste.

Y estoy seguro de que hubo ocasiones en que mi abuelo paterno Ricardo Peñafiel Asiain ( 1882 – 1972 ), levantó sus brazos para clamar en la soledad:

Padre, te necesité y no viniste.

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                3.- Mi padre Ricardo Peñafiel Sánchez ( 1925 - 1980 ), Ciudad de México, 1975 ©Manuel Peñafiel

Rememorando los excesos emocionales de mi padre llegó la imagen de un niño asustadizo y solitario. El casi nunca hablaba de él. Sin embargo, un día me platicó que cuando llovía, el bombardeo líquido provocaba tal ruido al estrellarse contra los tragaluz de su casa, que temeroso corría a refugiarse. Acurrucado en un rincón se cuestionaba si así sería el infierno. Apretando las manos, pesadillas diurnas maltrataron su cabello ingenuo.

Él no me lo dijo, pero supe que desde niño ya buscaba trabajos para ayudar en el modesto hogar familiar. La responsabilidad canceró su espontaneidad. Se esforzó por darle comodidades a su madre Mercedes, por el contrario, la vida lo forzó a afilar la existencia en el áspero pedernal de la frustración al verla muerta antes de que él se convirtiera en consolidado empresario.

En la Universidad Nacional Autónoma de México se esmeró para convertirse en Contador Público Titulado, y siendo aún estudiante, con el matrimonio y el trabajo en la compañía constructora de ingenieros civiles asociados vinieron años apresurados.

Mitad soldado, mitad jovial no sabía conocer sus emociones. Pensó que los sentimientos eran para los débiles, y abrazó la disciplina del que asciende.

Su matrimonio con mi madre Renée pronto se hizo triste y marchito por su ausencia. Se embarcó en los negocios que son océano de colmillos, aguas hinchadas de púas. Su mente entregada resolvió problemas que amenazaban el naufragio de la empresa donde él fungiendo como artífice financiero conseguía créditos en la urbe más despiadada del orbe, sus estancias en Nueva York eran angustiosas, de no conseguir el dinero necesario la empresa se hundiría.

Aquejado por reumatismo existencial su ánimo mordió días solitarios. La responsabilidad hizo mella en su carácter. El efecto fue corrosivo. Mitad valija, mitad niño vivió en el bosque de la traición donde los socios frecuentemente son sucios.

Mi padre Ricardo no se dio tiempo para vendar heridas que le sangraban desde la infancia. Luego hubo gangrena. Trabajó por México su país amado. Pulpo de ideas que ayudaron a miles con fuentes de trabajo. Construyó infraestructura patriótica. Profesionalmente fue poderoso. Temido. Envidiado. Respetado. Personajes y gobernantes estaban esperando cita en su agenda. Altas jerarquías atentas a sus actitudes. Todo esto cayó cuando mi madre Renée sucumbió.

Bofetada de la vida. Mi padre perdió interés por sí mismo. La soledad agria trajo horas de granizo revividas. Cuchilladas a la almohada, noches con fantasmas haciendo caries a su alma. Su infierno fue tratar de agredir al tiempo sin espada. Mi padre quien fue guerrero ya no pulió su casco que oxidando anidó pesares. Guardó su lanza en su recinto de hombre hermético. Cavó un hoyo en la tierra y arrojó su armadura que con los años creció, brotando en cedros que me cobijan con follaje de recuerdos.

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La mayoría de la gente vive disfrazada en hipócrita carnaval social ocultando el desgarramiento familiar, raras somos las personas que abrimos nuestro interior para que el sol cauterice las heridas. De Ricardo no fluyó la naturalidad y camaradería paternal, sospecho que al yo nacer dotado esto causó que él se sintiera incómodo conmigo, dicen que tuvo el carácter alegre, sin embargo, jamás fui testigo de eso, fueron escasas las ocasiones en las que charló conmigo; él fue socio fundador de la compañía constructora más poderosa de América Latina, aquellos ingenieros asociados necesitaron a alguien que llevara la contabilidad del incipiente consorcio, mi padre entonces, se convirtió en el genio financiero que salvó riesgosas inversiones consolidando la estabilidad en dicha compañía.

Ricardo me platicó que su tarea consistía en viajar a Nueva York para conseguir los créditos otorgados por los bancos extranjeros: “ Eran momentos muy tensos, no sabía hablar inglés, los balances de la compañía eran mis únicas herramientas, después de dichas juntas bebí mi primer Martini. “

“ Cuando la compañía estuvo al borde de la quiebra, fue imperativo recortar al personal; mis amigos me lo pedían de rodillas, por favor Ricardo no me despidas, tu conoces a mi esposa. Y yo los tuve que cesar, me repitió sollozando, entre sorbos de cognac y amargosas fumarolas de su puro habano. “

Mi padre me confesó que cuando era niño, metía cartones a sus zapatos para que el agua de los charcos no se metiera por los agujeros de las suelas. Y bajito, para que no lo escucharan los meseros, me relató, que el sufría en la escuela por temor a que el maestro lo pasara al pizarrón, pues si lo hacía, sus condiscípulos verían los parches zurcidos a su pantalón.

Cuando mis padres fueron a Europa por primera vez, no fue por vacaciones; mi papá tenía la encomienda de conseguir el crédito para poder construir el Sistema Colectivo de Transporte del Distrito Federal. La primera mañana en París, mi madre se sorprendió al escuchar que deseaba que lo acompañase para presentarla con unas personas, pero no le dijo sus verdaderas intenciones. En el banco, mi padre entró a la sala de juntas con mi madre del brazo, quien nerviosa le preguntó, ¿ por qué la conducía hasta ahí ?. Mi padre sin dejar de sonreír a sus anfitriones, le dijo: “ Tranquilízate, y por favor traduce al francés lo que yo te diga. Mi madre obedeció, y estas fueron las palabras que salieron de su boca:

“ Buenos días amigos míos, soy Ricardo Peñafiel y ella es mi esposa Renée; escucharon bien, aunque ella es mexicana, su nombre es francés, ya que mi suegro Humberto Ruíz Sandoval siempre le ha tenido gran admiración a la Bella Francia. Ya se habrán dado cuenta de que yo no hablo su idioma, pero creo que esto no representa problema alguno para llevar al cabo nuestras negociaciones, pues si ustedes no tienen inconveniente, mi mujer nos podrá auxiliar siendo nuestra intérprete ”.

Mi padre

                   4.- Mi padre Ricardo Peñafiel Sánchez ( 1925 - 1980 ), Ciudad de México, 1975 ©Manuel Peñafiel

A mi madre se le aceleró el pulso al escucharlo, sin perder la compostura, desempeñó su arriesgada tarea, haciéndolo tan bien, que mi padre consiguió los francos para iniciar la construcción del Metro, y Renée ganó admiradores, quienes al terminar las pláticas brindaron con ella chocando las copas rebosantes de vino espumoso de Champaña.

Convivir bajo el mismo techo con mi padre fue intensa lucha por la supervivencia, al marro de sus agresivas descalificaciones lo tuve que combatir poniéndome de pie después de los rudos golpes a mi autoestima, por lo tanto, el resentimiento y hambre de desquite bullían en mí desde los juveniles años. En cierta ocasión, me encargó que sacara duplicados de sus llaves, pero yo con la rebelde holgazanería que posee el adolescente, jamás acudí al cerrajero. Transcurrida una semana, él regresó para que le devolviera su llavero, y yo le respondí que no había cumplido con su encargo. Antes de abandonar la habitación, se detuvo en el umbral de la puerta, sus duros ojos atraparon mi mirada, sentí que la energía de aquel hombre me vapuleaba merecidamente, entonces dijo: “ En esta vida existen dos clases de hombres, los que no hacen las cosas y los que sí las hacen. Tú, ¿ a qué clase quieres pertenecer ?. Me sentí satisfecho por haber tenido el valor de desafiarlo, mi inquieta mente se regocijó de que el riesgo me había premiado con una lección, la cual permaneció en mí por el resto de mis días.

Al escribir esto, me duelen mandíbulas y pómulos. Arde la existencia.

Infancia colmada de miedo, mi padre a sus cuchilladas las lubricaba con alcohol.

La rebelión fermentó en mi juventud.

Tengo la sensación de que mi infancia se marchitó anegada en temores, mi psiquis se extenuó bajo la presión paterna, y la angustia de ser víctima de los azotes infringidos por los sacerdotes católicos que regenteaban el Colegio del Tepeyac, por eso me esforcé hasta obtener la excelencia en mis calificaciones durante toda la escuela primaria, posteriormente mi juventud caducó prematuramente. Algunos artistas rechazamos esa obligada madurez a la que se someten los adultos, cuando llega la esclavitud impuesta por la tradición, la pulverizamos anhelando recuperar la oportunidad para retozar como no pudimos hacerlo cuando niños. Apostamos al dramático azar de la creatividad que nos envuelve en pesadillas y placeres, conduciéndonos a pozos o jardines.

Después de obtener mi título universitario de Licenciado en Administración de Empresas, le comuniqué a Ricardo mi decisión de convertirme en fotógrafo y escritor. Y tal como lo había previsto, él explotó con reproches y reprimendas, a lo que respondí: En esta vida quiero hacer lo que a mi me plazca. Enfurecido exclamó: “ ¿ Acaso crees tú, que yo hago lo que a mí me gusta ? Definitivamente no padre, respondí. Ésa ha sido la razón por la cual a tu carácter lo envenenó la neurosis, siendo desdichados en este hogar. Él me miró de manera fulminante, por un momento pensé que me golpearía, sin embargo, guardó silencio y se alejó huracanado. A partir de entonces, me he esforzado por otorgarle respetabilidad al arte fotográfico; vendí veinticinco mil ejemplares de mis primeros libros, mi obra alcanzó los muros del Palacio de las Bellas Artes en la Ciudad de México, convirtiéndose después en visual embajadora internacional, pero aquellos logros obtenidos en mi novel carrera no le procuraban orgullo a mi progenitor, se apantanó con la decepción por no haber sido yo un ejecutivo empresarial; cuando me presentaba a sus amigos, solía decir: “ Este es mi hijo el licenciado…pero se dedica a la fotografía. “ Entonces, aquellos hombres con costosos trajes y corbatas importadas, agregaban: Así que tu hobby es la foto. Y yo enardecido replicaba: ¡ No se trata de un pasatiempo, la fotografía es mi rugido inconforme ! Inmediatamente la conversación tomaba otro giro, mi exaltada metáfora les resultaba incomprensible.

Mirando la fotografía de mi padre con la que ilustro esta narración, llega a mí la bruma de un niño asustadizo. El casi nunca hablaba de él. Sin embargo, un día me platicó que cuando llovía, el caudal líquido provocaba tal ruido al estrellarse contra el tragaluz de la casa familiar, que temeroso corría a refugiarse, y acurrucado en un rincón, se cuestionaba si así sería el infierno. La responsabilidad profesional canceró su espontaneidad, no exploró sus emociones, afirmaba que los sentimientos eran para los débiles, y abrazó la disciplina del que asciende en el mundo material, su matrimonio se marchitó. Embarcó en los negocios que son océano de colmillos, aguas hinchadas de púas, el efecto fue corrosivo, vivió en la escabrosidad de la traición donde los socios sucios son.

Mi padre no se dio tiempo para vendar heridas que le sangraban desde la infancia. Luego hubo gangrena. Trabajó por nuestro país amado. Pulpo de ideas que ayudaron a miles con fuentes de trabajo. Construyó infraestructura patriótica. Profesionalmente fue poderoso. Temido. Envidiado. Respetado. Personajes y gobernantes aguardaban cita en su agenda. Altas jerarquías atentas a sus actitudes. Todo esto cayó cuando mi madre sucumbió.

Bofetada de la vida. Mi padre perdió interés por sí mismo. La soledad agria trajo horas de granizo revividas. Gemidos en la almohada, noches con fantasmas haciendo caries a su alma. Su martirio fue tratar de agredir al tiempo sin espada. Mi padre quien fue guerrero ya no pulió su casco, que oxidando anidó pesares. Guardó su lanza en estuche de hombre hermético. Hizo un hoyo en la tierra y arrojó su armadura que con los años creció, brotando en cedros que me cobijan bajo follaje heredado.

Echo de menos a Ricardo y a Renée, mis amados ausentes padres, a quienes les tocó la confusa y ardua tarea de mover una época, ellos se trasladaron al periodo moderno sin previo aviso, los empujaron a realizar objetivos para los cuales, mis abuelos no los previnieron. Dieron el salto, se aventuraron, rasguñando sus personalidades con la velocidad de la entrega. Trataron de hacerlo lo mejor que pudieron, aún eran muchachos cuando se convirtieron en jefes de familia. Las tremendas responsabilidades empresariales endurecieron a mi padre, el licor le naufragó la sonrisa. El cristal hogareño se cuarteó, no fue posible reparar la ilusión hecha añicos.

La marejada existencial los ahogó, se alejaron en calendario apresurado, sin poderse despedir pausadamente. Renée se marchitó, su organismo vapuleado por la pena perdió los ánimos para ordeñarle esperanza a la ubre de la vida. Ricardo sin ella tosió, atragantándose con culpas cavó trasnochada sepultura.

Me pidió ayuda, pero no encontré la receta para hacerle una transfusión a un guerrero con el sable del ego fracturado. La herrumbre perforó sus entrañas, sangrando con el espectro que ronda en el desasosiego.

Aunque su hijo fui, parecía que por el contrario mis padres se debían a mi cuidado, inexpertos me añejaron a destiempo. Mis padres me ofrecieron en sacrificio sobre el gélido altar de su desconcierto, con parental canibalismo me devoraron, pero no fui suficiente para saciar su anémica existencia.

Mi madre se apoyó tanto en mí, que hasta la fecha mi columna vertebral adolece por aquel peso fantasmal. Mi padre me desangró deseando que yo fuese un empresario aún más pujante de lo que él lo fue, pero al darse cuenta de que yo estaba decidido a ser artista, me vapuleó con su sarcasmo. Fueron muchos años durante los cuales busqué su reconocimiento sin hallarlo, viví cual guerrillero urbano en oscuro y frío aislamiento. Aún así mis padres tuvieron aciertos que implantaron en mi yo interno, los cuales florecen en las estaciones de mi horizonte, soy capaz de convertir en verano el frío invierno de la tristeza y duda.

©Manuel Peñafiel - Fotógrafo, Escritor y Documentalista Mexicano.

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