21 LOS BRINDIS

© Manuel Peñafiel, Fotógrafo, Escritor y Documentalista Mexicano.

6/5/202510 min read

A pesar de necesitar el alcohol, nunca perdí la noción de que debía dejarlo. Jamás murió la semilla de redención. Esto provocaba conflictos que se acentuaban al abrirme las tripas con el puñal transparente del vodka. Beber alcohol no es alguna cualidad, y hacerlo junto con otras personas solamente facilita las circunstancias para hundirse en el espejismo glamoroso de tintineantes copas.

Es impresionante la transformación que va sufriendo la gente en el transcurso de una velada, donde se bebe licor. La timidez va desapareciendo. Los introvertidos se hacen extrovertidos. Los rostros se van relajando y sus ojos empiezan a mirarlo a uno extrañamente. Como si su vista traspasara nuestra persona y conversaran con alguien que está parado justamente atrás de uno. El licor en lugar de expandir los sentidos los comprime. El criterio se vuelve obtuso encerrándose en una cerca burda y grotesca. Las mujeres que beben sufren también transformación convirtiéndose en torpes y frívolas libélulas de plomo. Beber aparentemente es pasar un rato agradable, sin embargo, el alcoholismo es progresivo. Las personas enferman aplicándose eutanasia acompañada de una cascarita de limón.

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Aquella noche en la que me dirigía a casa de unos conocidos para cenar en Nochebuena, sentí lo grotesco de la situación social. Las calles tintinean con foquitos de colores pero el diciembre es mes tan frío que congela las lunas de las rodillas, diciembre es el mes de las dudas, diciembre es el periodo de las vírgenes suicidas. Invierno es el volcán de la nieve atesorada. Mientras conducía el automóvil rumbo a dicha reunión, comencé a redactar mentalmente el texto para una tarjeta de Navidad imaginaria que me apetecía mandar: Padres, hijos, comerciantes, polvo, cochambre, muertes, lepra almacenada, cabezas rotas, cuellos caídos, piel morada, seca la garganta, enanos, nada en las manos, todo en lo gris, miel artificial, mamilas avinagradas, cunas prostituidas, dedos en el llano, lápidas en los riñones, fingimiento de aperitivo, y luego un banquete de fracaso. Festejo sin raíces, cristianismo mercantilista, fraternidad efímera, cordialidad premeditada, fiesta para nadie, vacío, ubres almidonadas, vaginas secas, chantaje materno, vandalismo sentimental, nietos masturbones, ángeles con pus en sus mitológicas alas, rituales lucrativos, comunión sin convicción, personalidades de estiércol. Engullir la hostia es realmente disimular el chancro existencial del ser humano. Perverso semen escurriendo entre sotanas y rodillas lesbianas en el convento, limosnas que no auxilian a los necesitados, cantar en los altares y violar niños en la sacristía es repugnante hipocresía, pobres cada vez más pobres, enfermos desahuciados, prostitución social, inocentes empujadas a la zozobra, vino hermético, lunas cuarteadas, cometa engañado, liendres en el espíritu, cáncer en el ideal. Feliz Navidad a todos.

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La Navidad desapareció semejante a un anuncio comercial al apagar el televisor. Para el treinta y uno de diciembre algunos conocidos me insistieron en cenar juntos. Esa mañana me levanté con la sensación de que un año no terminaba, sino que parte de mí se disecaba. En la noche vestí traje negro de satén y maquillé mi ojo derecho con pequeñas estrellas plateadas.

Marqué el número del sitio donde se celebraría la reunión. El teléfono sonó repetidas veces. Lo descolgó mi amiga Nora. Su voz delataba que había estado bebiendo. Si a esa hora los invitados ya se encontraban en tal estado probablemente para la media noche aquello sería una ruidosa destilería. Sin decir palabra colgué el auricular colocándola al lado para que no entraran llamadas.

Me dirigí a la alacena. Abrí algunas latas caras que tenía guardadas para ocasiones especiales. Las vertí en tazones de cristal cortado que dispuse sobre la mesa de mármol blanco del comedor en mi apartamento de Tecamachalco. Llené una hielera donde puse a enfriar una botella de vino blanco espumoso de Champagne. De la pared descolgué un espejo y lo coloqué sobre la silla al extremo de la mesa. Serví dos copas. Me senté en la cabecera opuesta, desde ahí comencé a dialogar con mi imagen en el espejo.

El reflejo respondió:

La vida es angosta cañería por donde fluye la juventud enferma intoxicada por el insulso proceder de sus padres, por las mentiras impartidas en las escuelas, por la hipocresía pregonada desde el púlpito, por la falsa información difundida por los medios de comunicación al servicio del Estado, y por la corrupción de los gobiernos. Generaciones enteras son envenenadas falleciendo sus gladiolas. Políticos encumbrados con codiciosa verborrea.

El espejo dejó de hablar. En medio de la mesa comenzó a formarse una antorcha púrpura con lenguas de color intenso.

Miré la imagen reflejada de mi rostro. Los rasgos faciales se confundían con aquella piña incandescente que brotaba del centro de la mesa.

Una de aquellas voraces flamas alcanzó mis labios los cuales dolorosamente expresaron:

Los cerdos han lamido las lágrimas. Los vapores prostituidos han desvanecido las mejillas de manzana. Los pedernales no me han brindado respuestas, solamente han parido lápidas. Las iglesias y demás templos religiosos están engendrados con cromosomas 21. Creo en la liberación de nosotros mismos. Creo en volar cerca del planetas limpios. Creo en un cuaderno útil para ir a la escuela. No creo en el embarazo abnegado. No creo en la burocrática diarrea de interminables escritorios. No creo en el silencio. No creo en los que quieren a su país solamente en determinadas fechas. No creo en el cabello corto. Creo en las melenas de ideas. Creo en una calvicie honesta. Creo en una vida lícita para ser dignos de que la tierra nos reciba en sus entrañas. Creo en herencia limpia a los niños.

La imagen del espejo esbozó sonrisa burlona con desprecio arrojado. Me sentí estúpidamente ingenuo. La ira se apoderó de mis sentimientos. Metí las manos dentro de aquella antorcha violeta que escupía lenguas luminosas. Se derritió la carne de mis dedos. El dolor entumió a mis huesos. Empapé la ropa con transpiración solitaria.

La efigie en el espejo dijo:

Haz un último brindis, aún queda licor.

Troné la copa con mis huesudas manos. Algunas astillas del fino cristal se incrustaron en las falanges de mis dedos.

Abrí la boca igual a necio pez para brindar:

Feliz año nuevo te deseo huérfano, pordiosero, solterona, niña violada, abandonada, virgen burlada, drogadicto, preso político, niño tuberculoso, niña con leucemia, anciano canceroso, velador, taxista, alcohólico, prostituta, mesero, paralítico, nudista, golpeada, fichera, explotado, descalzo, analfabeta, cantinero, sifilítico, marginado, guerrillero, desorientado, indígena despreciado, desahuciado, barrendero, maquinista, comediante, pintora, jardinero, pescador, cocinera, canario, abuelo, gasolinero, enfermera, tartamudo, taquero, poeta muerto, estatua sucia en el parque, estrella de sal, esclavo, retoño, canción, zapatos, montañas. Feliz Año Nuevo inmenso cosmos.

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Después de esto, el reflejo de mi persona salió del espejo. Lo hizo con movimientos propios. En cambio yo, permanecí sentado en la silla. Mi cuerpo se endureció quedándome en posición estática. El reflejo que había salido del espejo, caminó sobre la alfombra, me miró e hizo un chasquido sardónico con la boca. Con naturalidad se alisó el saco y salió del departamento.

Cuando despuntaba el alba, la cerradura de la puerta se abrió, escuché pasos que se introducían a la recámara. Sabía que era el reflejo de mi persona en el espejo que volvía, sin embargo, ignoraba a donde había estado todo ese tiempo. La incógnita me intranquilizó. Transcurrieron varios días en los cuales el reflejo salido del espejo entraba y salía a su antojo de mi apartamento. Mi saco de satén negro comenzó a empolvarse. Los bocadillos que había servido la noche del treinta y uno de diciembre se pudrieron. Las moscas se posaban en la comida rancia. Nada podía hacer. Seguía yo ahí sentado como maniquí de pasta. La inmovilidad hizo que mis vertebras y músculos dolieran. No me podía levantar. Sin embargo podía ver y oír lo que sucedía a mi alrededor.

Cierta noche se abrió la puerta de nuevo. Sonaron pasos y la voz de una mujer. Tuve la esperanza de que me viera sentado ahí. Pero los sonidos se introdujeron a la recámara. Intuí que Nora se encontraba con el cínico reflejo del espejo que me había estado suplantando días atrás. La angustia me hizo sospechar en qué tantas ocasiones habría tomado mi lugar. Las voces en la recámara llamaron mi atención. La mujer al hablar denotaba que había estado bebiendo licor.

Mi cuerpo adquirió cierta flexibilidad. Sentí alivio. Pensé que recobraría el movimiento pero no fue así. Únicamente fueron mis pensamientos los que se escurrieron fuera de mí mismo. Igual a enredadera mental se desplazaron adheridos a las paredes. Escurriéndose entre las bisagras de la puerta se introdujeron a la alcoba para luego meterse atrás de otro espejo colgado de la pared frente a la cama. Desde ahí yo podía espiarlos. Nora estaba abrazada al reflejo que me había suplantado. Ella reía con sonido desgastado por el exceso de bebida. Con trasnochada coquetería se dejó caer suavemente sobre el mullido lecho. Abrió sus torneados brazos sujetando su propio erotismo. Los tirantes del vestido cayeron sin dejar marca en sus bellamente redondos hombros. Nora alzó una pierna enfundada en seda oscura. Desabrochó la media prisionera de un liguero de encaje bordado a lechosos muslos. La prenda salió de la altiva pierna parecida al caliente cuello de hambriento cisne.

La mujer desnudó la otra extremidad. Se alzó sobre sus talones para levantar el vestido hasta la cintura. Abrió las piernas y el deseo se hizo vapor en gemido. Toda ella era húmeda invitación. Aderezada con lentejuelas ebrias de su elegante vestido de noche.

El reflejo que había salido del espejo suplantándome desde la noche del treinta y uno de diciembre permaneció de pie junto a la cama. ¿ Por qué me ignoras ?, Nora le inquirió estirando sus ansiosos brazos. Su pregunta se diluyó en el silbido de ebrio eructo.

El reflejo de pie puso su mano arriba de ella, haciendo ademán como si de su puño dejara caer desprecio granulado, y comenzó a decirle:

Ya duérmete en la arena. No digas algo, solo hunde tus gritos en las rocas que rasgarán el maquillaje de tu rostro. Dijiste que eras de nieve que manejabas las sensaciones y podías gemir incrustándote al volumen del placer. Dijiste que eras santuario de porcelana donde se excitaban las mariposas con senos de niña. Alardeaste que eras murciélago de coral oscuro, que eras la torre que orgullosamente movía los pechos grandes de apetitoso campanario. Eras la niebla adormecida, la semilla crecida en higuera de guitarras. Eras la pradera que se retorcía placenteramente excitada cuando las pezuñas del ganado hambriento magullaba tus carnes, y aún así pedías manadas. Eras el pastizal de lumbre solamente apaciguado con mi terso semen. Eras la llave. La locura. Eras la amargura. La ternura. Ahora cállate. Duerme bajo el suelo. Te preguntarás que has perdido. Cuando llegues a las raíces y reconozcas esa penumbra. Cuando del pecho no sangren tus pezones. Cuando tu rostro se transforme en eterno rechinido te habrás arrepentido de haber rodado hambrienta de aventura. Porque con tus deslices hiciste la soga con que estrangulaste a la niña ingenua que alguna vez habitó dentro de ti, para después embriagada entregarte aquella primera vez.

Nora se sentó al borde de la cama. Su cara estaba descompuesta. El delineador de sus ojos se había corrido manchándola dándole el aspecto asustado mapache. Alargó el brazo para tomar de la mesita de noche su copa semivacía. Desistió de hacerlo cuando el reflejo del espejo continuó hablando:

Te vas a desbaratar lentamente. La tierra te va a maquillar esta vez. La diadema sobre tu cabello será de estéril roca. Estás muerta. Asfixiaste a la inocencia en las burbujas del licor. Hiciste tartamudear al pudor cuando ebria bajaste tus pantaletas aquella lejana iniciativa. Desde que el alcohol corrió en grava de uva por tus venas se marchitó el encanto que no nació impoluto. Pero no llores, tus ojos ya no encerrarán la monarquía de tu soledad. Estás ya toda muerta. Eres de nada. Eres de aire vagabundo. Ahora eres la feria con juegos rotos en renunciada pulcra juventud. Todo te atraviesa de nada te puedes sujetar. Tu biografía la puedes leer en las etiquetas de las botellas que dejaste vacías durante tu torpe itinerario. Tu apellido se perdió en la resaca enferma. Entregaste tu espléndido cuerpo con una aceituna de coctel en el ombligo. En tu cerebro danzaron los orgasmos en espasmos alcoholizados. Te mordiste las rodillas al otro día al no recordar claramente lo sucedido durante las parrandas. Ahora es demasiado tarde eres la belleza salpicada con eructos. La caduca porcelana en la vitrina rota de tu vida. Estás acabada. Vístete y vete.

Aquella devastada muchacha se levantó. Recogió sus medias y con ellas hizo una bolita avergonzada entre sus manos. Trató de alisar su arrugado vestido bajándolo hasta cubrir aquellos blancos muslos. Sus torpes movimientos desprendieron algunas lentejuelas que cayeron en falsos lunares de espejismo oxidado. Calzó sus zapatos de charol con tacones altos y tomó su bolso. Mordiéndose los labios para no llorar, Nora se deslizó sombríamente satinada fuera del departamento.

El reflejo que había salido del espejo miró alrededor de la habitación. Caminó teniendo cuidado de no pisar los cadáveres intangibles de encuentros furtivos. Estaba ya cansado. En cierto momento fijó la vista en el espejo de la recámara donde yo desde atrás lo había espiado con mi amante. Sus ojos irradiaron ira al descubrirme. Alzó su mano que apretada en puño arremetió contra mi escondite que con el golpe se volvió tela de araña cristalina.

En ese momento mi cuerpo que había permanecido inmóvil durante días sentado en la silla del comedor, cayó igual a la carpa de un decadente circo venida abajo. Quedé en el suelo. Los músculos sin fuerza dolían por haber estado en la misma posición. Me incorporé dolorosamente. Con temor recorrí todas las habitaciones de mi departamento para verificar si mi reflejo seguía haciendo de las suyas. No lo encontré por ninguna parte.

Tomé el espejo que la última noche del año había colocado en la silla del comedor. Sin mirarlo de frente lo colgué al revés en la pared. Aún con temor le di la espalda para dirigirme al cuarto de baño donde puse a llenar la tina con agua caliente. Me quité la ropa olorosa a noches muertas y la arrojé al bote de basura. El agua embalsamó mi cuerpo placenteramente.

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©Manuel Peñafiel - Fotógrafo, Escritor y Documentalista Mexicano.

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