25 ANDANZAS DE UN FOTÓGRAFO

© Manuel Peñafiel, Fotógrafo, Escritor y Documentalista Mexicano.

6/5/202515 min read

En 1980 por fin quedaron terminados dos libros que me había encomendado el Instituto Mexicano del Seguro Social, me refiero a Los Médicos del Seguro Social y Niños de México.

Para realizar el primero tuve que esforzarme, acudir a los hospitales fue doloroso. Vestido con la ropa esterilizada que usan los médicos, capturé fotografías en los quirófanos donde se realizaban diversas intervenciones. Es impresionante ver cortar la piel humana, los músculos de una persona anestesiada saltan a la vista brillantemente rojos, aparece la vulnerable pulpa de la carne, hacia el interior palpitan los órganos vitales, y son ellos los que eligen aquella entraña enferma que acometen con exacta precisión con sus sanadoras manos envueltas en ensangrentados guantes de látex, vinilo, nitrilo o neopreno según su elección.

Mientras yo trabajaba para capturar las escenas que representaran las faenas en los hospitales, aquellos médicos siempre me recibieron amablemente, recuerdo cuando entré a una operación de corazón, y uno de ellos al verme con mi cámara, me dijo:

- Espera, todavía no tomes la foto, te avisaré en el momento en que coloque la válvula artificial.

Al tiempo que estiraba con sus pinzas dicho órgano y los demás estaban prestos; calmadamente expresó:

- Está es la valvulita, ahora, ¿ quieres que sonriamos ?

Le agradecí su espontáneo entusiasmo, respondiéndole que la escena se vería más natural si ellos no miraban de frente a la cámara, y además sonreír sería inútil ya que todos ellos portaban cubrebocas. Después de que volvieron a su actividad, activé repetidamente el obturador, les di nuevamente las gracias, y salí a tomar aire para recuperarme ante aquella escena durante la cual en cualquier momento la muerte podría irrumpir.

Cierta vez que estaba fotografiando una intervención quirúrgica de córnea, me subí a un banco para abarcar mejor la mesa de operaciones repleta de instrumentos, y noté que entre ellos había un cubito de flashes que se usaban en las pequeñas cámaras de aquella época.

Pensé que alguno de los médicos tenía la intención de documentar su labor, pero mientras tanto, el cubito me estorbaba estando fuera de lugar en mi composición fotográfica, así que se me hizo fácil retirarlo algunos centímetros fuera de mi encuadre. Para mi sorpresa el jefe de cirujanos me volteó a ver preguntándome que hacía yo. Le expliqué que solamente había recorrido el cubo de flashes por estorbar.

¿ Qué más tocó usted ?, me preguntó roncamente.

Solamente eso.

El médico ordenó a las enfermeras cambiar todo el instrumental esterilizado que estaba impecablemente acomodado para la operación. Tal labor llevó varios minutos que para mí se hicieron larguísimos. Las enfermeras me miraban arriba de sus cubrebocas. Sus ojos me reprochaban en silencio. Me sentí avergonzado por lo que mi imprudencia había ocasionado. Ruborizado continué trabajado. Al terminar de tomar las fotografías me escurrí fuera del quirófano procurando pasar desapercibido.

A punto de salir, aquel médico exclamó:

- No se preocupe por lo sucedido muchacho, vuelva cuando quiera.

Quizás lo más doloroso fue recorrer el pabellón de oncología.

Algo más que trituró mi calma fueron los alaridos de los niños quemados, mientras los enfermeros los frotaban con estropajo enjabonado para desprenderles la piel dañada, y así evitar infecciones antes de aplicarles los cuidados médicos. Un interno me dijo que la mayoría de los accidentes ocurren en casa.

Para documentar las diversas áreas que cubre el Instituto Mexicano del Seguro Social, también viajé a los inhóspitos y apartados medios rurales, a cuyos miserables pueblos y rancherías solamente llegan las migajas científicas, sin embargo, aquellos desdichados indígenas las reciben agradecidos, y frecuentemente recurriendo abnegadamente a su medicina herbolaria ancestral.

En mi país hay regiones donde las consultas se hacen acompañadas de un intérprete que traduce las indicaciones del médico a los idiomas autóctonos de los pacientes.

Trabajar en los hospitales de ginecobstetricia fue preocupante al constatar que en México irresponsablemente no se practica el control natal, trayendo al mundo a hijos que padecerán carencias y sufrimientos.

En las salas para el parto vi brotar la vida. Aquí los médicos miraban a la cámara sujetando orgullosamente aquellos recién nacidos como si fuesen trofeos vivientes. Constantemente les tenía que pedir que no vieran la lente para que las actitudes fueran más naturales, ellos comprendían mi labor y bajaban la vista para cortar el cordón umbilical. Sin resistirlo preguntaban que tal saldría la toma, y bromeando yo para alegría de todos les respondía que iba a ser fotografía para portada de revista. Reíamos y después las enfermeras envolvían al bebé para llevarlo a las mediciones y a la báscula.

Reunir las fotografías para el libro Niños de México llevó a mi estado de ánimo por pendientes y cuestas. Documenté fotográficamente el mundo infantil donde habita el niño rico, los niños y niñas que trabajan igual que esclavos en las ladrilleras, el cansado papelerito con los periódicos que aún le faltan por vender, la pordiosera acurrucada en una esquina con la palma de la mano vacía de limosna, y los pequeños marginados que viven en los alrededores de la metrópoli.

Esos niños pobres mueren sin luminosidad en sus vidas, sin agua, sin brillo en sus estrellas con los pies descalzos en barrios oscuros llenos de lodo y miseria.

Capturé lóbregas imágenes en la ciudad perdida llamada Netzahualcóyotl, en el limbo económico, en los cerros, en cuevas, en el valle del Mezquital, observé tristemente a los niños pululando en la miseria.

A los infantes los fotografié allá, aquí, encima, abajo, flotando aspirando cemento, robando, arrastrándose, muriendo. Los niños indigentes son entecitos perseguidos, secos, sin baño, peinaditos con tierra, son ellos mis pesimistas insomnios. Yo reventando, ustedes marchitos en inanición, olvidados, supurados.

He aquí los nudillos, la esclavitud en pantalón corto. La luna de leucemia. Niños enfermos reflejando en sus ojos nuestros fracasos. Con su mirada mal invertida, que sean ellos los diminutos espartanos que nos lancen al abismo.

Los profundos ojos de los niños reflejarán nuestro buen comportamiento, o de lo contrario nos hundiremos en su acusadora pupila y ellos con toda la razón ni siquiera parpadearán compasivamente.

La industria, el arte, la ciencia, la técnica, las supersticiones religiosas y los discursos gubernamentales triunfalistas serán ridículamente inútiles, mientras haya minúsculas lágrimas en las mejillas infantiles, las cuales convertidas en tsunami del fracaso humano ahogarán a todos lo demás con vertientes cortantes y verdugas.

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Ese mismo año de 1980 en el Sudeste Asiático trabajé con la cámara fotográfica en Indonesia, Malasia, Tailandia, Hong Kong, Singapur y Japón. En estas espléndidas tierras escribí algunos fragmentos literarios.

Sudoroso sobre la cama miro una cucaracha que sin atreverse a moverse me observa sorber té transpirando como fardo de manteca citadina. En estos días de viaje han sucedido decenas de escenas capturadas entre el húmedo calor selvático y la impaciente voracidad mía.

Campesinos bajo sombreros puntiagudos y cónicos. Mujeres de rostro ingenuo. Balbuceos dulces en otro idioma. Orquestación subtropical. Aves del color de la sangre mordida. Escorpiones del tamaño de una mano. Miedo reprimido. Fotografías de culturas milenarias. Templos enraizados a creencias misteriosas. Leones esculpidos en la piedra, resoplidos y rugidos en granito. Pétreas princesas con musgo en su pubis de monumento. Lagartijas insolentes sobre sus pechos y vientres soleados en enjambre perturbadoramente femenino. Letargo y vulvas en acalorado embiste entre arrozales silbantes de mitología.

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                                                    1 Peregrino hindú, Singapur, 1980 ©Manuel Peñafiel

Durante la ceremonia en el templo hindú Sri Mariammam en Singapur mi presencia intrusa provocó desconfianza entre los concurrentes. Mujeres de mirada lánguida en rostros maquillados por siglos de creencias religiosas. Los hombres duros cual cueros curtidos al cinturón de dioses flamantes en cosmogonía hirviente.

Latigazos, penitencia, incienso, leche en bandejas y en peroles. Música casi sólida. Frenesí. Transpiración ocre. La multitud apretando mis costillas. Histeria provocando atropellamientos peligrosos. La cámara fotográfica empapada en su negro metal por la transpiración de mis manos, resbaladiza, sin embargo con exacto y oportuno obturador. Las deidades de aquel templo me mortificaron por ser un pagano dentro de aquellos altares caldeados en trance milenario.

La multitud se agolpaba presionándome de tal manera que cruzó por mi mente la amenaza de morir asfixiado. Sudorosos cuerpos estrechándose contra mi tórax me dificultaban respirar. Con los empujones las cámaras y lentes dentro del maletín dolorosamente se incrustaban entre mis costillas.

Los peregrinos se habían reunido para observar a los hombres que caminarían sobre ardientes brasas durante los actos de purificación. Logré escurrirme lo más cerca posible, donde esto sucedería hasta que topé con una valla de metal instalada con objeto de contener a la multitud que bramó en frenesí religioso cuando comenzó la ceremonia. Los de atrás empujaban inútilmente para estar más próximos. Ya no había modo para mí de escapar de ahí. Al riesgo de fallecer por sofocación se agregaba el peligro de que la marea humana rompiera el endeble dique que nos separaba de aquellos candentes carbones, sobre los cuales corríamos el riesgo de caer de bruces en cualquier momento.

La transpiración hacía que la cámara fotográfica resbalase de mis manos, aquel calor produjo vapor empañando la mirilla, difícilmente podía enfocar con la lente y si salía ileso de ahí existía la posibilidad de perder las imágenes, ya que el rollo podría “cocerse ” por estar tan cerca de las llamas.

Este es solamente un incidente entre muchos detrás de la captura de imágenes realizada por un fotógrafo profesional.

Mi experiencia en Singapur la recuerdo frecuentemente mientras leo las páginas del diario, donde las fotografías ahí impresas muestran episodios durante los cuales los reporteros gráficos frecuentemente acarician el velo del espectro.

El fotoperiodismo ha llevado a los compañeros de la cámara a transitar entre vociferantes manifestaciones populares, donde a veces son golpeados por los uniformados o los mercenarios revoltosos cuando la violencia invade la autonomía humana. Atrevidas fotografías les han provocado represalias cuando sus placas han comprometido a los políticos deshonestos.

En México el fotoperiodismo se realiza con actitud y crítica y comprometida, en varios diarios ya no se reproduce la fotografía protocolaria, sino se persigue la imagen real e indiscutible. Atrás quedaron los tiempos cuando al reportero gráfico se le consideraba subempleado. No en vano los pioneros y maestros han devuelto con calidad profesional la dignidad a este loable quehacer contemporáneo, varios atrevidos más han luchado por nuevas tendencias en el fotoreportaje. Ahora ya se exige el crédito de quien logró la fotografía dentro del ojo del huracán, es ahí donde anidan en aventurado parapeto los buscadores de la imagen, sin la cual la noticia estaría incompleta aún con el riesgo de perder la vida aquellos valientes periodistas.

Cómodamente la gente suele hojear periódicos y revistas, siendo raro que los lectores se detengan a pensar lo que vivió el fotógrafo al accionar su cámara. Son los fotógrafos de prensa quienes trabajan sin seguro de vida, frecuentemente en los contratos no hay tal cláusula debido al alto riesgo. Los reporteros carecen de los beneficios de un horario establecido frecuentemente mermando su estabilidad conyugal y familiar. Trabajar en la avanzada noche o incipiente madrugada ha sido la causa de que a muchos reporteros los hayan asaltado o secuestrado en la calle.

Algunos fotógrafos padecemos problemas en la columna vertebral por constante peso del maletín al hombro, llevado muchas veces por senderos insalubres. Sin embargo estas líneas no son para ganar la compasión ni para describir a sufridos personajes, nada de eso, en todos los periodistas y reporteros gráficos existe orgullo combativo que alimenta su atrevido proceder, y gracias al desarrollo en algunos países ya existen becas y premios animándolos a continuar en su peregrinaje informativo. El reportero gráfico siente la satisfacción de haber estado presente en el parto de la noticia, sus fotografías los convierten en embajadores de la verdad.

La próxima vez que cómodamente leamos nuestro periódico durante el desayuno, en el tren subterráneo metropolitano, o llegando a casa nos sumerjamos en sus líneas publicadas por Internet no olvidemos que aquella fotografía que acompaña a la nota periodística la logró un hombre o una mujer profesionales de la cámara, los cuales con el frágil escudo de su instrumento fotográfico se aventuraron cruzando las fronteras del peligro en ocasiones perdiendo la vida misma.

Es el afán de estas líneas hacer reconocimiento a la labor informativa libre de sobornos, atreviéndose a redactar e ilustrar los hechos reales desafiando a las tiranías gubernamentales; pues los medios de comunicación impresos y electrónicos sin las fotografías solamente serían intentos truncos.

La fotografía es voz visual en la noticia, ventana viva al acontecer diario, caligrafía de luz redactando párrafos históricos.

La fotografía es página arrebatada al tiempo para ser obsequiada a la memoria.

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En 1980, después del cautivador y agotador viaje por el Sureste Asiático, tedioso fue hacer la maleta para el retorno, las camisas sucias y húmedas se habían revuelto con la ropa limpia. Las piernas adoloridas me soportaban cual pequeño búfalo barrigón. Cansado de andar en lodazales con las manos apretando un sueño interrumpido.

Adherido a las papilas permaneció el tabaco para mascar obsequiado por nativos después de beber café aromatizado con hierbas de delicada esencia desbaratadas en el líquido humeante, tras el cual jovencitas perfumadas se maquillaron con tímidas azaleas. El aparato fotográfico invadió la blancura de dientes alineados en ingenuo orden. Niñas de doce años brotando exuberantes entre blanda selva devoradoramente excitante.

Episodios capturados. Sutil y húmeda nostalgia. Aguaceros que me mojaron la espalda al partir. El tren mohoso rechinante no se conmovió forzándome a subir abandonando aquel sublime vergel, resignadamente apreté en mi bolsillo el boleto ferroviario que me trasladaría a la ciudad de Kuala Lumpur para ahí tomar el avión en el Aeropuerto Langkawi rumbo a México.

El desgaste físico ha perforado algunas de mis escamas. Mis ojos hinchados por exceso de líquidos pesadamente parpadean desdoblando lentamente sus pliegues abultados. Mi aspecto es de aletargada iguana.

Durante mi expedición en Asia el calor burlón se mofó de mi sobrepeso. El equipo fotográfico descuadró mis mullidos hombros. Tripié, cámaras, lentes, vientre rollizo cervecero todo eso formando incómoda carga.

Mi lente se introdujo en los huecos apretados y lubricados de la selva. Ojos oblicuos, semiocultos por abanicos de paja me llamaron con discreta e incipiente brama. Los diseños de rattan en las ventanas contrastando con los arrozales. El licor de los cocos apabulla la razón. Grilletes de ébano me han subyugado prisionero. La recompensa ha sido transportar mundos del mundo.

Mis pies cansados, las botas sumidas después de andar por el barro, veredas polvosas, angostos caminos haciendo aún más intrincado el mapa de mi vida.

Me he cobijado en chozas, tiendas de campaña, en posadas de papel de ensueño. Hospedado en el suelo aromatizado con bambú. También viví semanas transcurridas en algarabía lujosa servido inmerecidamente por manos respetuosas. La memoria es mezcla de techos diferentes, soñando despierto entre climas variados y espejos cuarteados empañados de nostalgia.

Después de abrazar distintas tierras las huellas dactilares se me han borrado. He aumentado tallas a mi cintura hinchada de barrilete destilero de licor errante.

He cambiado de piel muchas veces, difícil tarea ser desapercibido camaleón.

Mi domicilio ha sido el inmenso panorama del planeta.

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                                                   2 Hindúes azotados, Singapur, 1980 ©Manuel Peñafiel

En 1980 al volver a México después de mi estancia en Asia viví amargos momentos provocados por las devaluaciones del peso que rompieron los proyectos de mucha gente. Las consecuencias afectaron a los ciudadanos de todos los estratos. Cada uno de nosotros tenía distintos planes que se hundieron. Quedamos como esos niños a quienes se les escapa un globo, lo vimos alejarse en el aire incapaces de recuperarlo. Bruscamente nos enteramos de que algunos gobernantes habían roto la alcancía de la nación, despilfarrando las reservas sin tomar en cuenta a las generaciones posteriores.

Durante esta época de devaluación monetaria y existencial fue que Cynthia llegó a mi vida. Tiempo atrás en mil novecientos setenta y seis cuando la exposición Mi Gente se presentó en París.

Durante uno de los eventos al que fui invitado, el Subsecretario de Relaciones Exteriores acudió a mí diciéndome:

Ven, te voy a presentar a alguien con quien creo tienes puntos en común.

Seguido de esto, nos abrimos paso entre la apretada concurrencia hasta llegar a una atractiva mujer y sin decir más que:

Ella es Cynthia, él es Manuel, al Subsecretario no le dieron tiempo de más, y fue requerido en otra parte.

Ambos nos quedamos parados ahí mirándonos. Un mesero con una charola llena de copas con Champagne salvó la situación. Cynthia no aceptó, pero yo de todos modos tomé dos copas. Ella se encontraba en Francia trabajando como reportera para un canal televisivo mexicano. Charlamos corto rato antes de acompañarla a la casa de un matrimonio amigo de ella donde estaba viviendo. Ocupada como estaba no hubo oportunidad de tratarnos más, sin embargo, le dejé mis datos para que me buscara a su regreso a México.

Bastante tiempo transcurrió hasta que sorpresivamente cuatro años más tarde, sonó el teléfono. Cynthia me pareció aún más interesante que la primera vez. Sus ojos color miel quemada mostraban aguda inteligencia, su cabello claro con luces rubias caía a lo largo de su rostro que dejaba escapar aún muecas infantiles cuando la hacía reír provocando dos hoyuelos en cada una de sus mejillas.

Realmente teníamos mucho en común, los dos habíamos escogido profesiones lejanas a las expectativas de nuestros padres. Disfrutábamos nuestra autosuficiencia lograda tras pagar el caro precio que consiste en la alta dosis de soledad acumulada.

Yo admiraba a Cynthia por su arrojo al abrirse paso en la vida persiguiendo profesionalismo para su labor informativa. Me impresionaba escucharla como había vivido sola en inhóspitos lugares buscando la noticia, arriesgándose en ocasiones, como aquella vez que estuvo resguardándose de las balas siendo corresponsal de la guerra en Nicaragua, cuando estalló la revolución Sandinista que derrocó al dictador Anastasio Somoza.

Cynthia vivía en su departamento propio en la calle de Liverpool de la Ciudad de México, entre semana yo pernoctaba ahí frecuentemente, pasábamos interesantes veladas hablando de política. Discutiendo algunas veces, ya que nunca la logré convencer de que sin importar el carisma de ciertos políticos mexicanos la mayoría son ladrones vestidos con costosos trajes.

Los fines de semana ella los pasaba conmigo en mi apartamento de Tecamachalco. Nuestra relación fue nutriente, siempre fue amorosa, y a veces daba la impresión de querer ser maternal, tal vez intuía en mí a un inquieto molusco dentro de inmadura marea.

Desgraciadamente su profesión era absorbente, además de que mi itinerario existencial aún ambiguo impidió que permaneciera a mi lado.

Desde entonces, han sido muchas las veces en que he salido a caminar visitando los sitios donde solíamos conversar, la metrópoli es extensa y llena de sorpresas, siempre encontrábamos nuevos atractivos sitios.

Para Cynthia redacté una carta en el accidentado panorama de mi mente a donde frecuentemente arrojo arrepentidos párrafos al vacío del tiempo, apretujado en frustración por ser incapaz de recuperar momentos diluidos en pasado.

A ella yo solía decirle:

Antes de dormir conté los dedos de mis manos, inseguro estaba de tenerlos completos, quizá uno o dos hallaron en la tibieza de tu cabello refugio de madrugada. Antes de dormir pensé en el color tabaco del frío letargo que invadió al despedirnos. Quise diseñar juguetes para que te acompañen en septiembre cuando yo parta. Construiré con las gotas de la lluvia cajita transparente donde guardes mis mentiras, con el tiempo cuarteaduras en la caja dejarán escapar mis bufonadas y reirás con recuerdos cobijados en octubre.

Cuando caminábamos en el Parque Central de Nueva York ya cansada sobre tus zapatitos de tacón me pediste subir a una calandria donde te besé mientras la luna derramaba su blancura sobre tus rodillas que mordí con besos, mientras el cochero arreaba a los caballos que trotaron entre los automóviles desde donde los muchachos silbaban al ver lo que yo te estaba haciendo.

Delataste mi noticia de suicida creador que ha estrangulado relaciones después de haber devorado hemoglobina femenina surtida entre besos y reproches.

Antes de partir busqué en mis bolsas pretextos para dejarte sin hallar alguno, solamente encontré pétalos en nudo de ternura.

Lejos de ti al desvestirme noté tus arañazos sobre mi bronceada espalda. Ya sin sangre en las heridas en el espejo se desvanecieron nuestros embistes afiebrados. Recordé la postura infantil cuando duermes, amita de bambú y alambre. Pensé en la agilidad de tu mente, en las palabras que entiendes cuando ni siquiera hablo. Me pregunté ¿ cómo soportaste mi vida de gato errante de tejabán ?

Hoy ya casi dormido transpiré el verano que vivimos juntos y empapé mi camisa con carne arrepentida. Más tarde soñé que desaparecías en el agua enferma de la despedida.

Desperté y ya no volví a cerrar las ventanas de mi cuerpo hasta que la noche avanzada se dobló en arrugas de áspera melancolía.

©Manuel Peñafiel - Fotógrafo, Escritor y Documentalista Mexicano.

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