26 LA MUDANZA
© Manuel Peñafiel, Fotógrafo, Escritor y Documentalista Mexicano.
6/5/202513 min read
La Ciudad de México cada día más contaminada impide a sus habitantes vivir sanos. Constantemente me enfermaba de las vías respiratorias postrándome en la cama, así que en 1980 decidí construir una casa en la Ciudad de Cuernavaca en el Estado de Morelos. La decisión no fue fácil, siempre he sido perro callejero. Cuando era yo adolescente recorrí las calles de mi ciudad a pie, en camión, en trolebús. Conocí los barrios bajos, nadé en todas las aguas de la pecera gigante de concreto. Pero ahora el aire envenenado y la irresponsable explosión demográfica me obligaban a migrar. Me exasperaría fuera de mi elemento urbano, y si permanecía me intoxicaría.
Para aminorar la tristeza que me provocaba dejar la capital mandé hacer una hermosa casa en medio de la Barranca de Amanalco. Mi elemento es la tierra, necesito estar cerca de sus pliegues y arrugas geológicas.
El laboratorio y estudio fotográfico se construyeron adjuntos al área habitacional. Desgraciadamente construir fue sufrir. El arquitecto Jorge dibujó sin ser capaz de hacer un presupuesto verídico. El costo se triplicó y terminé de pleito con él.
Dejar la Ciudad de México fue triste, pero su aire está envenenado.
Todas las pertenencias que tenía en el departamento de Tecamachalco, las metí en cajas de cartón. Dentro de ellas iban cassettes grabados con mórbidos jadeos femeninos, además llevé conmigo algunas maquetas mentales, tabletas hechizas de Ebla, una novelilla, cerezas congeladas, un curso de adiestramiento telekinético, una máquina para escribir bajo el agua, siderita para las heridas, semillas de pino, una receta para ensalada, y mi flauta de sátiro.
No empaqué dentro del equipaje las vendas para fracturas; dejé el bisturí emocional, frascos con supuración anímica, espectros, multitud de apariciones, un salero tapado, crujires a medianoche, las paredes garabateadas, una llamada telefónica ocupada, la falsificación social citadina, la morga, cenizas de piel: lo que sí incluí en la mudanza fue una batería recargable, gasolina para hígado, galones de añil, destellos de huachinango, una alucinación de energía solar, un crucigrama invisible, arterias de cristal, un museo inflable, nichos vacíos sin santo alguno dentro, un llavero de platino, libreta en blanco, ninguna colección valiosa, billetes de lotería no comprados, un diccionario inventado, amuletos de
lápislázuli, emociones preservadas en acrílico, mi biografía de primate, mi propia religión, y aquella ilusión arenosa de que algún día conocería Egipto.
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Mickey un amigo desde la infancia escolar en su tiempo libre trabajaba para mí; su encomienda era buscar chicas para reclutarlas como modelos, él las trajo varias veces a mi estudio fotográfico.
Un día después de trabajar decidimos comer juntos Mickey, ellas y yo. Mi intención era acompañar la comida con cerveza, pero nada más, desgraciadamente me embriagaron. Las muchachas lo notaron y me sentí incómodo por eso. Después de que Mickey las llevó a su casa, permanecí a solas pensando en mi situación.
La sesión fotográfica se había llevado al cabo sin contratiempos. Las modelos habían trabajado bien. En la mesa su compañía era agradable y estaba con un buen amigo, sin embargo, de pronto la bebida entorpeció todo, ya con anterioridad había hecho esfuerzos por dejarla. Con los efectos de las cervezas aún en mi persona busqué borrosamente en mi directorio personal un número telefónico, el de Arturo, quien años atrás había tratado inútilmente de ayudar a mi padre a salir del alcoholismo.
Al escucharme se ofreció a venir a Cuernavaca inmediatamente. Le agradecí sus intenciones al explicarle que no se trataba de una emergencia, pero si era necesario verlo lo más pronto posible. Me dio una dirección en la Ciudad de México.
Al siguiente día llegué a la ubicación indicada. Se trataba de una modesta casa en la colonia San Rafael. Sobre la pared blanca exterior estaba pintado un logotipo. Era un círculo y en medio de él había un triángulo con dos letras A. Abajo decía Alcohólicos Anónimos.
Estudié el logotipo por varios minutos. Pensé que bien podría ser el emblema de un automóvil deportivo. A pesar de la frialdad de sus líneas dicho emblema implicaba robustez. Imaginé que también hubiese podido ser el sello de algún dogma, o el escudo de armas de algún navegante espacial.
Quedé viendo la pared sin atreverme a entrar. Pero la realidad era que yo necesitaba averiguar como funcionaba dicha institución. Quizás tuviesen un curso de autohipnotismo para resistir la tentación ante una copa. Tal vez dentro existiese una máquina capaz de volver el tiempo atrás para reconciliar la personalidad.
Pensé en dar media vuelta y abandonar el lugar. Sin embargo, temía embriagarme una próxima vez. Hasta ese momento había corrido con mucha suerte, pero intuía que algún día algo irreparable podría ocurrirme.
Durante la vida la fatalidad es un espectro atisbando por la puerta entreabierta, ahí está durante toda nuestra existencia y a la menor oportunidad que le demos la tragedia entra y ya no es posible detenerla.
Recordé cuando el pequeño hombre que hay dentro de nosotros se engrandece al ingerir alcohol. Entonces uno se vuelve petulante y altanero. Frases hirientes salen afiladas con el cristalino licor. El borracho es un hombre a la mitad con la camisa de fuera y los complejos también. Ebrio es caminar sonámbulo, a veces hay suerte y no se cae de la barda pero otras al caer nuestro bulto de problemas derriba a seres cercanos. El alcohol es vicio legalizado que devasta poblaciones en todos los niveles. Alcoholismo es escapismo a ninguna parte, es abrir falsa puerta de utilería para encontrarse con que no hay salida.
Años atrás cierta noche conducía acompañado de Lorenzo mi mejor amigo desde los años escolares. Era tarde. Estábamos aguardando que la flecha del semáforo nos permitiera dar vuelta a la izquierda. Cuando la señal apareció el automóvil que estaba enfrente de nosotros no se movió a pesar de nuestros bocinazos.
Ofendido por habernos bloqueado el paso pegué la defensa contra la del suyo y traté de empujarlo. Cuando los metales rechinaban la luz verde acudió al semáforo. El vehículo que nos había bloqueado arrancó. La ruta que debíamos seguir quedó olvidada. Era necesario perseguir a aquel insolente para gritarle toda clase de insultos y ponerlo en su lugar. La persecución fue a alta velocidad. Cuando lo emparejamos el otro conductor sacó de su guantera un revolver pequeño. Nos agachamos inmediatamente. El hombre disparó a las llantas, nuestro automóvil estuvo a punto de estrellarse contra un poste. Quedamos ahí mirándonos mutuamente sin atrevernos a recriminar nuestra ebria estupidez.
En otra ocasión sobre la avenida de la Reforma en la Ciudad de México cuando el semáforo se puso en rojo decidí comprar flores a los vendedores ambulantes para obsequiárselas a la chica con la que me iba a ver. La luz verde marcó el siga, sin embargo, yo aún no me había decidido por el color del ramo. Los automovilistas detrás tocaron sus bocinas para que yo avanzara. Indignos hombrecillos, pensé, ¿ cómo se atreven a apresurarme ? Me dediqué entonces a escoger las flores con premeditada parsimonia.
El agente de tránsito al verme bloquear el tráfico acudió para urgirme a continuar. No recuerdo que palabrotas le proferí, con esto él se dio cuenta de mi estado de embriaguez. Encolerizado por los insultos aquel uniformado estiró su brazo para retirar las llaves del motor. No se lo permití al arrancar intempestivamente arrojándolo a un lado. Por el retrovisor lo vi levantarse del pavimento. Furibundo desenfundó la pistola y la disparó. Hundí el acelerador. Conduje nerviosamente entre los demás vehículos hasta estar fuera de peligro. Cuando detuve el automóvil miré las flores que habían rodado del asiento. Yacían ajadas, tal como si hubiesen visto mi prematuro sepelio. Aquellas espinosas ramas eran semejantes a mis torpezas cometidas.
En otra ocasión acudí con amigos a un centro nocturno. Nuestra mesa de pista se encontraba atiborrada de botellas y hieleras. Para estar más cómodo subí los pies a la tarima del escenario, esto obligó a un mesero a decirme groseramente que los bajara. La ofensa bastó para que yo alzara la mesita del cabaret arrojando todo sobre la pista de donde las bailarinas corrieron asustadas hacia sus camerinos.
Las botellas de licor explotaron al impacto con el piso. Los vasos se hicieron añicos y los cubitos de hielo fueron a chocar contra los zapatos de tacón alto de aquellas voluptuosas chicas mientras huían. Una avalancha de meseros cayó sobre nosotros sometiéndonos a puñetazos. Después de obligarnos a pagar por los destrozos nos condujeron al exterior donde una patrulla policiaca nos estaba aguardando para llevarnos a la comisaría donde después de pagar la fianza fuimos puestos en libertad.
Estos y otros vergonzosos episodios acudieron a mi mente mientras titubeaba antes de tocar el timbre de esa modesta casa donde decía Alcohólicos Anónimos. Me pregunté como sería la gente ahí dentro. Quizá algunos pacientes tengan botella de suero intravenoso pinchado al brazo…tal vez haya otros enfundados en camisas de fuerza…por lo menos debe haber alguna atractiva enfermera, suspiré.
Toqué el timbre. Un hombre con bata blanca abrió la puerta. Me sobresalté al verlo. Pensé que él gritaría: ¡ Aquí se encuentra otro borracho, atrápenlo antes que huya ¡, sin embargo, no sucedió tal cosa, él sencillamente dejó la puerta abierta y volvió dentro. Cuando me calmé me di cuenta de que no era un médico, sino un mesero ocupado en preparar la comida de los concurrentes que llegarían posteriormente.
Incómodo esperé en aquella casa vacía. Al acercarse las dos de la tarde, empezaron a llegar toda clase de individuos que amablemente se presentaron con su primer nombre únicamente sin mencionar el apellido. Más tarde, llegó Arturo mi conocido, al verlo me sentí reconfortado. Los demás lo saludaron efusivamente abrazándolo.
Fuimos hasta una larga mesa que estaba ya puesta. Comimos abundantemente. Me mantuve en silencio mientras los demás charlaban con entusiasmo. El grupo era heterogéneo. Ahí se encontraba un político de alto rango, lo mismo que hombres de negocios, estudiantes, sencillos trabajadores, y creo que un pianista.
Arturo no se había dirigido a mí en toda la tarde así que mi intriga aumentaba. Por fin acudió a donde estaba yo sentado y me preguntó: ¿ Qué te parece, Manuelito ?
No me dio tiempo de responderle, lo cual me alivió pues de todos modos no hubiese sabido que decirle.
Arturo me dijo que esa noche habría una conferencia en el auditorio de la Torre Latino Americana en el centro de la Ciudad de México. Ahí me presentaría al grupo junto con otros nuevos ingresos.
Al anochecer acudimos a dicho lugar donde un hombre se presentó ante el micrófono para narrar el apoyo emocional recibido por Alcohólicos Anónimos para salir del alcoholismo. Su esposa habló acerca de la efectividad de las pláticas de orientación para los familiares afectados por un pariente alcohólico. Esa noche el hombre cumplía cinco años sin beber ni una gota de licor.
Sentí admiración por él. Eso es mucho tiempo y mucha fuerza de voluntad, pensé mientras observaba a la concurrencia.
La voz de Arturo en el micrófono me hizo saltar fuera de mis pensamientos.
Esta noche, dijo, tenemos aquí tres nuevos compañeros que se presentarán ante nosotros. Al saber que llegaría mi turno, elaboré mentalmente una biografía para aparentar cierta modestia y sencillez. Pero mis ideas se detuvieron cuando vi que el primer muchacho al levantarse de su butaca lo único que dijo fue:
Buenas noches, mi nombre es Julián y soy alcohólico.
Quedé sorprendido ante su brevísima presentación. Mi angustia creció cuando el segundo individuo se incorporó también de su asiento y dijo lo mismo, agregando esta vez su propio nombre.
Arturo desde el estrado, me miró. Su expresión era alentadora. Me sentí sumamente turbado. Creí que la presentación sería otra cosa. Ahí estaba yo, entre más de doscientos de personas todas desconocidas. Había señoras, niños, hombres, bonitas jóvenes.
¿ Cómo iba a ser posible que me pusiera de pie ante ellos ?
Sobre todo frente a esos niños y muchachas para decirles que yo era un borracho. Me sentí sumamente avergonzado.
La escueta biografía que había preparado mentalmente se arrugó semejante a una película cinematográfica chamuscada en el proyector. Se encogió en dolorosa y crujiente realidad.
Aún no sé cómo tuve el valor de ponerme de pie ante aquel público. Lo hice, sin embargo, en ese momento no me sentí solo. Con la vista nublada miré alrededor. Lo que encontré fueron bondadosos rostros. Ninguno me hería con la crítica o el enjuiciamiento. Me miraron con cariño y estoy seguro que también con alegría. Una niña que se encontraba entre los asistentes le preguntó a su mamá a qué hora servirían la cena. Sin dejar de mirar a la chiquilla, me apoyé en su espontánea actitud. Aclaré la garganta y fue difícil creer que las palabras escurriesen de mi boca. Su sonido materializó una realidad que era necesario cambiar. Mi biografía se resumía a ocho palabras únicamente:
Buenas noches, me llamo Manuel y soy alcohólico.
La gente aplaudió. Me senté y discretamente con un pañuelo sequé las lágrimas de mis ojos.
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Terminada la junta abandonamos el auditorio para dirigirnos de vuelta a la casa en la colonia San Rafael donde se sirvió una abundante cena. El hombre que había cumplido cinco años de abstinencia apagó cinco velitas en un pastel. Me sorprendió presenciar tanta alegría. Era la primera vez que acudía a una fiesta donde la gente era capaz de estar contenta sin la necesidad de beber alcohol. Muchos bromeaban, se contaban chistes y algunas parejas bailaban en la penumbra. Una señora sentada junto a mí hizo todo lo posible por hacerme sentir en casa. Antes de partir me invitó a un elegante salón para fiestas donde pronto celebraría su décimo segundo aniversario de abstención.
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Regresé a Cuernavaca y medité lo sucedido. Arturo me había dicho que para regenerarse era necesario acudir puntualmente a las juntas semanales de Alcohólicos Anónimos, donde invariablemente se pide apoyo a dios, esta actitud se estrelló haciéndose añicos ante mi idiosincrasia, la cual ha renunciado a cualquier superstición religiosa, soy ateo porque significa libertad racional.
Estando en casa me pregunté que haría con mi cava. Los Alcohólicos Anónimos recomiendan no tener bebida en casa. Recordé la imborrable experiencia de haber asistido a una fiesta donde no hubo una sola copa de licor. Acaso ese sería mi mundo de hoy en adelante. Pues los Alcohólicos Anónimos recomiendan no asistir por un tiempo a reuniones donde se sirvan bebidas alcohólicas. Un mesero portando una charola llena de burbujeantes copas, siempre es una peligrosa tentación, ¿ no es así ?
¡ No es así ! Aseveré en voz alta. Siempre he pensado que la vida se despliega espontáneamente ante nosotros igual a un ancho y emocionante panorama. Es verdad que me he excedido en el beber, sin embargo, no quiero que esto sea la razón por la cual mis actividades sociales se reduzcan a determinados eventos, además no soy de las personas que su adicción al alcohol los empuja a embriagarse diariamente. Decidí que mi cava permaneciera tal y como estaba. Si alguien llega a casa y apetece una cerveza fría se le servirá. Si comemos pescado se descorchará el vino adecuado. Si soy invitado a una fiesta, acudiré, me amarraré las manos con seda decidida para no excederme. Mi fuerza de voluntad me auxiliará en este saludable propósito, me dije a mí mismo.
A la fecha no he vuelto a las reuniones de Alcohólicos Anónimos, sencillamente porque soy un lobo estepario, y no aficionado a reuniones rutinarias de cualquier índole. Sin embargo, le guardo gratitud a esa organización donde hallé sincera hospitalidad.
Estoy consciente de que beber licor en exceso deteriora la personalidad y a la familia; esto le sucede a un millonario o a un paupérrimo sujeto que vive en un jacal, trágicamente los alcohólicos consuetudinarios son personas con deficiencias de personalidad que pretenden ocultar o disimular ingiriendo licores sabrosos y peligrosamente traidores. Muchas personas intentan subsanar su hueco existencial llenándolo con la bebida.
El alcohol es el abrazo hipócrita, frío, baboso e inútil de los demonios de la personalidad. El alcoholismo es una condición de temperamento y de organismo. El peligro de embriagarse siempre estará ahí latente aguardando la oportunidad de manifestarse como ponzoñosa alimaña en el huerto de la vida.
Algunas personas deben dejar al alcohol encerrado en la botella pues es similar a aquel genio fatuo de Las mil y una noches que promete resolver problemas, sin embargo, si se le da la oportunidad de salir, sus promesas se desvanecerán al amanecer, empeorando todo al otro día.
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Depurado mi raciocinio con un simple vaso de agua, el licor ha quedado moderado …..peligro en demasía resultaba ya la destilería mental dentro de este antropoide que meditativamente rememora páginas vivenciales, exacerbados episodios cuyos síntomas han sido agruras espirituales, ensalada de sanguijuelas emocionales, cópulas lubricadas con saliva de dragones y anestesiados con acupuntura sin asepsia alguna.
He perdido las recetas sedantes, pero no creo caer ya del tenso alambre por donde camino a pesar de la ventisca producida por los eructos de inexplicables imágenes acosando a mi mente olorosa y amarilla, vaporosa cazuela hirviendo ideas, puchero ácido, cocimiento peligroso que me desconcierta….¿ por qué y cuando adquirí un boleto para trepar a este carrusel caprichoso, mudable, con colección de graznidos, digresiones, caligrafías invisibles, dinteles oxidados, y talegas cósmicas ?
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La precaución me ha invitado a ser cauteloso, llegó un momento en que las amarras ya las había dejado empeñadas en el infame casino del riesgo. Todo el jornal yo se lo había confiado a un leñador que después de cercenar mis árboles y arterias me prometió semillas, gladiolas y penicilina, sin embargo, él se desvaneció sin cumplir sus promesas. Me dediqué a perseguirlo. Lo encontré en el Polo Norte en agónico amasiato con dos mujeres esquimales. Sorprendido quiso disculparse. Sin perdonarle, primero le encajé los miembros a carámbanos de hielo, abrí con cuchillo de diamante heridas en el torso de su cuerpo, y los cangrejos pellizcaron ávidamente sus palpitantes vísceras. A sus ojos cubrí de sal y manteca de ballena para que los bebes anfibios los oprimieran para reventarlos. Rellené su boca con nieve y ordené que ahí orinaran once vírgenes glaciares; después ligué sus intestinos y lo dejé colgando de la aurora boreal hasta que muriera. Hallé las semillas que me debía más no el mapa a donde sembrarlas. He seguido las huellas de las menstruaciones de la madrota que vive en los arrecifes. Quizá ella me indique con su dedo postizo hecho de cera petrificada hacia dónde dirigirme para sembrar dichas semillas las cuales tragué cuando famélico y vagabundo no tuve otra cosa para comer. Cuando llegue al lugar adecuado abriré mi vientre y depositaré con ternura dentro de la tierra a los arbolillos ya en desarrollo.
Y al morir desangrándome, recordaré semiinconsciente: las tabernas de donde fui arrojado, las vaginas que me dieron su bienvenida, los templos que escupí, los orfanatorios que no fundé, los pizarrones que inventé, los libros que no escribí, los circos incendiados, los péndulos, la promiscuidad, la reflexión, la rehabilitación del ser humano, los rehenes del cosmos, la reputación, el origen, las riberas estelares, el sahumador gigante, y la infinidad que nos espera.
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©Manuel Peñafiel - Fotógrafo, Escritor y Documentalista Mexicano.
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