27 ESPEJISMOS EFÍMEROS

© Manuel Peñafiel, Fotógrafo, Escritor y Documentalista Mexicano.

6/5/20259 min read

                                                                    1.- Collage, 2010 ©Manuel Peñafiel

Los meses que siguieron en 1982 me llevaron de nuevo a mi estudio fotográfico, donde experimenté una vez más la emoción al producir imágenes surgidas de la imaginación. El artista emerge de las tinieblas emitidas por el imparable tiempo, venciendo a la muerte otorga vida a las criaturas engendradas en su mente.

Jamás he perseguido a las mujeres, así que aguardando a que alguna llegara a mi vida, me puse a amasar ladrillos en mi casa; antes de cocerlos al sol, cuando aún estaban blandos introducía en ellos mis palabras para que cuando arribase dicha hembra, escuchara esto:

Bienvenida a mi casa, la fábrica, al acuario gigante, al tazón grande de ensalada, a la biblioteca húmeda, al palacete tostado en la barranca de malaquita. Aquí es de donde brotan las sonatas del río. Platico con los espectros usando mi piel sin zapatos, sin impurezas en las venas. Aquí es donde se crece al revés, aburrido es envejecer, descubrir los niños dentro de uno mismo es mejor.

La gente cree que vivo en soledad, están equivocados. Estar solo es no tener ideas. Soledad es no charlar con la mente. Solos están los que no han aprendido a prepararse el desayuno, los que miran el reloj aspirando humo de tabaco adictivamente.

Solos están los que no recuerdan lo que sueñan por las noches, aquellos que renuncian a sus ilusiones, los que han clausurado los poros de sus días buscando en sus bolsillos sin encontrar amuletos siderales. Ellos no sabrán pescar en el océano de la vida, porque arrastran úlceras en las redes del pensamiento.

Miré alrededor y pregunté en que lugar estaría aquella compañera. Entonces la llamé mentalmente:

No temas estar conmigo los momentos, las horas, los días, los valles, las semanas, las cordilleras, los meses, los eclipses, los años, las vertientes, y los siglos.

Buscaremos un caracol de ideas y guardaremos en su ancestral diseño los siglos de arquitectura cósmica.

Las artistas de la pirámide resplandecerán. Ven a mi frágil faraona acostúmbrate a vivir con un pescador, un artesano, un aviador de papel.

Acostúmbrate a no conocer la costumbre, sino inventar juegos surrealistas en noches lluviosas, bailando con los dedos sobre la mesa entre migas de pan y bromas en el salero.

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                                                 2.- Alcatraces efímeros Collage, ©Manuel Peñafiel

Todas las noches junto a mi cama yo solía colocar una cubeta de cobre llena de agua, en las horas oscuras y cálidas disfrutaba meter la cabeza ahí, y con los ojos abiertos permanecer minutos de ensoñación mojada. En ocasiones cuando me acosaba el insomnio introducía a la cubeta pececillos amarillos suspendidos de un hilo aguardando a que algún anzuelo atraído por sus colores pícara, sin embargo por lo general los anzuelos pasaban nadando indiferentes al cebo.

Cierto anochecer después de usar mi triángulo paraláctico y tallar ecuaciones en el vidrio empañado de la alcoba caí profundamente dormido. Fue la pestilente respiración junto a mi oreja lo que incitó a que soñara con lagartos instantes antes de despertar y sorprender a mi lado a aquel anciano andrajoso que años atrás me visitaba, él sin pronunciar palabra me miraba fijamente, rumiando con encías desdentadas. Con su huesuda mano me tapó la boca tratando de asfixiarme, sus duros callos lastimaban mis labios, y mi saliva me supo a horca artrítica. Con esforzado empujón lo quité de encima, ligero se incorporó, y tomando mi cubeta de cobre llena de agua onírica escapó flotando sobre su neblina harapienta. Huyó de mi habitación sin siquiera abrir la puerta completamente, semejante a una anguila ladrona subió por la rampa que conduce al zaguán de mi casa que de salida a la calle. Lo vi bordear el sendero masticando luciérnagas y espantando murciélagos a su paso. Desnudo salí tras él y la luna plateó mi sudoroso cuerpo. Lo tomé fuertemente por el cuello gritándole que soltara la cubeta. Lloriqueando lágrimas de hueso pateó el recipiente y cayó el agua. Enfurecido traté de ahorcar al insolente vejete pues había dejado escapar el líquido de mis sueños. ¿ Ahora cómo iba a navegar, con qué iba a mojar mis lágrimas, con qué iba yo a lavar mis heridas, con que regaría los tulipanes de terciopelo, con qué peinaría mi corte de garzas desveladas, con qué limpiaría las ventanas de mi subconsciente ?

                                                               3.- Collage, 2000 ©Manuel Peñafiel

Entre gimientes jadeos aquel cínico anciano me suplicó clemencia a cambio de reponer la pérdida. Accedí con desconfianza y lo solté. Brincando agradecido, mascullando entre crujidos de sus añejos huesos fue a sentarse en el charco junto a la volcada cubeta. Conforme se humedecían sus ropas el esotérico sujeto se transformó en hirviente anatomía. Sus formas cambiaron. El cabello se le desprendió y su cabeza calva se bifurcó en redondos pechos alimentando a la esplendorosa alborada. Llené entonces la cubeta con aurora láctea y regresé a descansar.

La siguiente noche sorbí un poco de aquella leche antes de dormir, me quedé contemplándola largo tiempo, era tersamente blanca. Cuando introduje mi dedo, sentí como si una boca lo succionara las cosquillas subieron a mi nuca. Con curiosa sensación metí la mano hasta la muñeca, mi reloj pulsera se cubrió sus manecillas se hicieron de espejo girando tan rápidamente que se desprendieron de la carátula, cortaron el cristal saliendo como diminutas aspas, girando, zumbando en el aire se clavaron justo abajo de mis párpados inferiores. Empecé a sangrar profusamente. Asustado metí la otra mano a la cubeta para enjuagar mi rostro pero con fuerte asombro sentí que algo me sujetaba las manos dentro.

Imploré que me soltara. ¿ Quién está ahí dentro ?, grité.

La leche rió en metálico sonido con la vibración de campanillas de mantequilla cristalizada. Su risa femenina me sedujo, y pude entonces liberar las manos. Tomé la cubeta, ávidamente bebí su contenido. La leche plateada escurrió bajando por mi cuello, lamió los huesos saltados de mis hombros, bajó por el pecho y sentí mordiscos níveos. Con frenesí vacíe la cubeta sobre mí, lo mojado bajó por todo el cuerpo, sentí sus caricias bajo mi vientre. La calentura se acrecentaba en mi piel, así que abrí la ventana por la cual entró una ráfaga que cuajó el líquido que me bañaba.

                                                              4.- Collage, 2010 ©Manuel Peñafiel

No pude moverme más. Mi vista observó como aquello que me cubría tomaba la forma de un prisma rectangular quedando yo atrapado dentro de un blanco ataúd,

Al día siguiente, entraron las recamareras de casa para arreglar mi alcoba, sin darle importancia a la caja le pidieron al jardinero que las ayudara para tirarla al otro lado de la barda por donde corre el riachuelo de la barranca. Sentí como caía al agua. El féretro viajó río arriba entre latas de cerveza, bolsas vacías de detergente, escombros, peines chimuelos, chismes y habladurías ribereñas. Llegué a los depósitos de agua que surten a la enorme ciudad. Con sorpresa noté como la caja donde viajaba se reblandecía cabiendo por los surtidores para luego desplazarse por las cañerías urbanas.

De pronto, aquel ataúd donde yo me encontraba cautivo se detuvo chocando con algo metálico, percaté sonidos y una radio. Después de un rato pude distinguir la voz de una mujer. Sentí como ella abría el grifo del lavabo, caí en su cepillo de dientes, después de frotar su reluciente dentadura se enjuagó la boca, sin embargo, las gotas donde mis partículas se encontraban contenidas las tragó sin percatarse. Luego con algo de mí que aún quedaba en el agua del grifo llenó un vaso, y lo depositó sobre la mesa de noche. Permanecí dentro del vaso junto a su reloj despertador. Viendo al través del vidrio, sus juguetes viejos, su habitación de gitana niña. Con el cerebro mojado de excitación la observé cuando se quitó los zapatos, ondulando su apetitoso cuerpo bajó su entallada falda, cambiando de piel textil a rica dermis. A su blusa la deshojó cual colorido festival de algodón, y despreocupadamente se desabrochó el sostén de sus suculentos pechos. Desnuda permaneció los instantes suficientes para opacar con su belleza a las uvas sangrantes del verano. Aquel esplendoroso cuerpo se apoderó orgulloso de boyantes siglos, de gruesos ramales, de tres sietes en la vida. Se hizo dueña del penacho del comienzo, de la aguja de una artesana de sortilegios bordados, del oboe del viento cuando corre sin obstáculos, del cuarzo con que se edificaron monumentos en otros planetas. Y así envuelta en su lánguida juventud quedó dormida después de apurar el vaso de agua. Aquella noche ella soñó con un hombre besando su cuerpo, mordisqueando sus pantorrillas, arrojando caricias con la lengua dentro de sus abiertos muslos. Mientras ella sentía como nos uníamos transpiró el agua que había bebido. Gotas salieron por sus poros, y de esta manera pude ver otra vez. Respiré, pudo tomar forma mi persona. Me incorporé. Sin despertarla la miré detenidamente. De puntillas salí de su alcoba, pero antes, alrededor de su cuello prendí con un broche de coral negro hileras de agradecidas gemas.

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                                                                 5.- Collage, 2000 ©Manuel Peñafiel

De esta manera me topé con Cristina, llegué a ella igual a bucanero urbano transportado entre la intrincada tubería de la metrópolis vivencial, el grifo de agua sorpresiva me arrojó hacia ella, la vi ahí resplandeciente con aquella indiscutible belleza morena, con su cabello extendido, lienzo viviente similar a princesa recién escapada de Tahití. Su maravilloso cuerpo nunca dejó de sorprenderme, aquellos músculos siempre parecían moverse con voluptuosa armonía.

Le di la bienvenida a mi palacio onírico construido recientemente, bebí las suculentas mandarinas erectas en sus pechos, luego la vestí de novia con un traje anacrónico de utilería, llegó a mí con su virginidad disuelta en prematura entrega. Sus encajes nupciales sin ninguna alegría que contarnos. La decisión de convivir fue de parte mía arrebatada decisión, hizo falta coincidencia de caracteres. Viajamos a Tokio donde vivimos ocho meses. Los pintores citadinos la deseaban contratar como modelo, pero jamás hubiese compartido a mi reina helada. Después del Japón ella deseó viajar a la India, donde a pesar del dramatismo del lugar ella se desenvolvía como en casa propia. Acudía descalza a depositar ofrendas dentro de aquellos exuberantes templos de eróticas fachadas. Iluminada por el amanecer mientras navegábamos por el río Ganges llegué a sospechar que ella era una contemporánea maharanni reencarnada, pues ya fuera en Varanasi, Ajanta o Agra a toda le obsequiaba sonrisas suntuosas, y los amables indios la trataban igual a preciada hermana.

Después de la fascinante India, siguió París donde mientras ella estudiaba cosmetología, yo ingresé a La Académie de la Grande Chaumière en el barrio de Montparnasse para ejercitarme en el dibujo y la pintura. Para este viaje despegamos hacia Oriente vía Vancouver, para después pisar India y Francia, retornando a México desde París y con esto se podría decir que dimos una corta vuelta al mundo, sin embargo, esto no bastó para mantener en su eje nuestro propio orbe. Con desasosiego comprendimos que ya no quedaba algo de aquel mutuo espejismo que nos hizo creer que tendríamos algo en común que duraría toda una vida.

                                                                     6.- Collage, 2000 ©Manuel Peñafiel

©Manuel Peñafiel - Fotógrafo, Escritor y Documentalista Mexicano.

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