3 LA FAMILIA

© Manuel Peñafiel, Fotógrafo, Escritor y Documentalista Mexicano.

6/5/202530 min read

Me encontraba sentado sobre el césped, mientras ligera llovizna abrumaba el alrededor de donde apareció el viejo. Pude percibir su presencia. Lo sentí atrás de mi hombro izquierdo.

Una vez más, leve temor apretó mi estómago, se erizaron los vellitos de mi cuello. A su cara taciturna la marcaban múltiples arrugas. Puso sus manos sobre mis hombros para indicar que me recostara de espaldas sobre el suelo. Estiró mis brazos y piernas de tal manera, que mi cuerpo formaba una equis en la tierra mojada que me sujetó con tal fuerza que ya no fue posible incorporarme.

El anciano extrajo de uno de los bolsillos de su camisa un hilo grueso, también sacó una larga aguja parda en donde ensartó aquel burdo cordel, su brusca mano tomó mi mandíbula apretando los labios de mi boca. Con horror sentí como clavaba la aguja cerca de la comisura. El intenso dolor me hizo retorcer. Su mano sujetaba con fuerza mi quijada. Sentí como pasaba la aguja con el hilo a través de mis carnes. Con precisos movimientos aquel viejo había cosido mis labios. Las lágrimas brotaron de mis ojos. Resollaba de dolor. Había momentos en que tenía la sensación de que mi boca estaba entumida, pero si trataba de abrirla el punzante dolor me hacía desistir. Sentía leve consuelo con las gotitas de llovizna que caían sobre mis hinchados labios.

Las lágrimas me impedían ver claramente al viejo que estaba sentado en cuclillas a mi lado. En una mano sujetaba algo que parecía un trozo de hueso en forma de cuchillo blanco, con el cual hizo una pequeña cortada en mi tetilla derecha. Rechiné con el dolor. ¡ Estate quieto !, me ordenó. Voy a leer tu cuerpo.

Cuando despegó el cuchillo de mi pecho, salió vapor de la llaga, el anciano acercó su rostro para aspirarlo. Después, abrió larga y dolorosa herida desde mi esternón hasta el ombligo. Con el puñal blanco cortó horizontalmente en mis rodillas. Con la punta del cuchillo agujeró los lóbulos de mis orejas. Cortó dos veces en cada sien. El dolor me debilitaba.

De la carne abierta salían vapores espesamente amarillentos que se desvanecían al subir en sinuosa ocre dolorosa. Tenía el temor de ahogarme con mis sollozos. Me era difícil respirar.

El viejo comenzó a hablar. No quería escucharlo, lo odiaba por lo que me estaba haciendo, no podía evitar que el sonido de su voz se metiera pastosamente a mis oídos semejante a un papiro masticado por el tiempo.

Tu familia, dijo, ha vivido en ayunas. Ha tenido hambre en el cuerpo y en los sentimientos. Todo está aquí. Tu historia emana de tu cuerpo. Sé por esto, que tu abuela materna Josefina Pesquera, nació siete años después de que comenzara el siglo veinte. Su infancia transcurrió durante los años en que México se encontraba en revolución. Daniel el padre de tu abuela era un hombre en situación económicamente confortable, sin embargo, se enroló en las huestes de los que luchaban por una mejor condición para el oprimido pueblo por el dictador Porfirio Díaz. Fue en la Hacienda de los Morales, donde aquella húmeda madrugada se reunió con los revolucionarios, tu bisabuelo era de los pocos que calzaban botín de charro, los más andaban descalzos, o vestidos con calzón de manta y huaraches en los pies. Al pecho portaban las cartucheras llamadas cananas, palabra con sonido a fracturada costilla fraternal. A la tropa la encabezaba el General Felipe Ángeles. En la batalla no se sabía si los agonizantes heridos llamaban a su superior, o si de su áspera garganta, salían gemidos implorando la ayuda de las criaturas celestiales para mitigar el dolor de astillados huesos clavados a la pulpa de la herida abierta por el mortero del ejército gubernamental. Las tripas calientes estaban esparcidas sobre la tierra. Hombres acribillados yacían sobre la llanura, sus ojos abiertos daban la impresión de que aún parpadeaban por el movimiento de ávidas moscas en viscoso festín.

Entre los valientes caídos quedó tu bisabuelo Daniel, quien jamás volvió a cuidar de su hacienda, donde los árboles tepozanes crecieron hasta herir los techos con goteras. La casa lloraba con musgo luctuoso. La madre de tu abuela Josefina quedó sola para cuidar a sus hijos en aquellos difíciles tiempos; para sobrevivir lavaba ropa ajena, y con las escasas monedas que obtenía mitigaba efímeramente el hambre de sus críos.

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Durante la Revolución Mexicana de 1910, se formaron varias facciones, de tal modo, que al pueblo de Tacuba donde vivía tu abuela materna Josefina, llegaban diversos regimientos federales. Cuando esto sucedía había que esconderse. Era necesario ocultar a las niñas y a las jovencitas para que la soldadesca no las ultrajara y después raptara. Cuando se oían arribar los caballos, Lola la madre de tu abuela, solía esconder a sus hijos e hijas debajo de la cama. Una mañana el vocerío de hombres rodeó la casa. Los niños corrieron a apretujarse bajo el lecho. Con las mejillas pegadas al piso el polvo les mortificaba la nariz.

Tu bisabuela contó a sus hijos. Angustiada notó que faltaba Daniel, el más pequeño. El sudor que exprime el miedo fluyó de su garganta hasta el seno de sus pechos.

Afuera de la casa se oían las obscenidades de la tropa, las carcajadas impertinentes se mezclaban con el ruido de las espuelas. Tu bisabuela ordenó a los chiquillos que permaneciesen en silencio debajo de la cama. Su hija Lola replicó que ya no podía contener las ganas de orinar, su madre le respondió que apretara las piernas, ella tenía que salir a buscar a Danielito. Aquella angustiada madre se arrastró con dificultad fuera de su escondite debajo de la cama, a su vestido negro se le pegó la silenciosa pelusa que yace en el suelo de las casas pobres. Cuidando de no ser vista, recorrió las habitaciones hasta encontrar al chiquillo, quien se encontraba junto a su caballito de cartón. Al intentar llevarlo al ingenuo refugio debajo del lecho, el niño replicó que era necesario llevar también a su caballito. La mujer levantó al niño, tapándole la boca para que no se oyeran sus protestas.

De nuevo debajo la cama, contó a sus hijos. Lola se encontraba llorando.

¿ Qué te sucede m’hija ?, le preguntó su madre.

Es que ya no me aguanté y me oriné en los calzones. Ahí tuvieron que permanecer varias horas más. La ropa mojada de la niña se enfrió. Tiritando rezó hasta quedar dormida.

Cuando finalmente se alejó la tropa y todos pudieron salir de abajo de la cama, la madre de Danielito le preguntó por qué había insistido en jalar consigo su caballito de cartón. El niño respondió que él había oído decir que los soldados cuando llegaban a los pueblos se llevaban a las muchachas y a los caballos, y él no quería que se llevasen el suyo.

La madre no reprendió a su hijito, sino que se dirigió a Lola quien seguía temblando de frío. Le cambió la ropa para acostarla. La niña tenía fiebre, entre quejiditos quedó dormida, parecía muñeca de paja enferma.

El viejo continuó narrándome que la Revolución Mexicana duró varios años más. El hambre mordía los estómagos de la gente.

¿ Sabes lo que hacía tu abuela Josefina junto con sus hermanos ?, me preguntó.

Sin esperar mi respuesta, exclamó:

¡ Salían al campo donde con sus manecitas escarbaban buscando ejotes, o legumbres que habían quedado pisoteadas por la caballería, las sacudían para quitarles la tierra y así crudas se las llevaban a la boca !

Tu abuela Josefina solamente pudo estudiar la escuela primaria, cuando tuvo edad suficiente para trabajar lo hizo como cajera en una elegante tienda de alta costura llamada La Maison de Lux en el Centro de la Ciudad de México, donde conoció a tu abuelo Humberto Ruíz Sandoval, quien era periodista y también había quedado huérfano de padre.

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Fue aquel andrajoso viejo que se aparecía surgido de la incógnita niebla, quien deshilvanó mi genealogía.

Martín Peñafiel fue mi bisabuelo paterno, él era un peón de la Hacienda de San Miguel Regla, allá en el boscoso Estado de Hidalgo; su esposa se llamó Rufina Asiain, dicho apellido proviene del murmullo de la arena en el desierto cuando la ventisca la levanta, sin embargo, cada grano desciende formando diseños en el árido Sahara requemado por el sol. Asiain es apellido venido de Arabia, por tal motivo, Rufina poseía bellos ojos negros bajo pobladas cejas, con ellos miraba todo alrededor, al caminar producía el suave sonido de las dunas con sus largas enaguas rasando por el suelo, andando ligerita, madrugadora rumbo a la escuela rural donde ella era la maestra. Martín y Rufina tuvieron cuatro hijos, uno de ellos se llamó Ricardo Peñafiel Asiain ( 1888 - 1972 ), él fue mi abuelo paterno. Rufina murió cuando Ricardo aún no cumplía los siete años de edad, al niño le habían dicho que fuera a un mandado con el pretexto de sacarlo de la casa donde Rufina agonizaba. A Ricardo siempre le gustó correr por la verde inmensidad del campo, así se entretuvo de tal manera, que no supo que su madre ya había fallecido. Regresaba a su casa caminando por las calles del pueblo, cuando vio el cortejo fúnebre. Ricardo niño se detuvo ante aquella hilera de hombres enlutados y mujeres llorosas. Fue cuando un insolente mozalbete, le preguntó ponzoñosamente: ¿ A qué ni sabes, a quién llevan a

enterrar ahí ? Ricardo no respondió, pues ignoraba la respuesta. Aquel cruel muchacho antes de emprender la carrera, le gritó despiadadamente: ¡ Ahí llevan a tu mamá ! Ricardo quiso ir tras él para revolcarlo a golpes, pero el otro ya tenía los pies en polvorosa. Ricardo en ese momento dejó de escuchar el barullo del pueblo, pareciese que a todo lo había engullido un pozo silencioso. A través de las lágrimas veía flotando a las personas, desplazándose con movimientos lentamente ondulados como las carpas que él había visto en el estanque de la hacienda. Ricardo ignoraba porque aquel grosero le había dicho tal cosa, él sabía que su madre había estado delicada de salud, sin embargo, él pensaba que las mamás no se morían así nomás. Fue cuando frente a sus ojos, también negros y bonitos como los de Rufina, apareció su padre Martín caminando cabizbajo en el cortejo. Entonces Ricardo supo que lo que le había dicho aquel mocoso era cierto, dentro de ese ataúd de madera de pino llevaban a su madre muerta. Ricardo dejó de llorar, el desasosiego se volcó en enojo. No le habían permitido despedirse de su madre, se ofendió porque algunos adultos tratan a los niños como si fuesen muebles, moviéndolos de aquí para allá, sin consultarlos primero. Sintió que le hormigueaba el cuerpo, quiso correr al lado de su padre, pero él pasó sin siquiera notar su presencia. Ricardo echó carrera rumbo al cerro, atravesó la milpa, pisoteando los surcos del cultivo, los labriegos gritaron reclamándole, ¡ oye chamaco salte de ahí !, ¿ no ves el destrozo que estás haciendo ? Pero el chiquillo continúo corriendo hasta que sus infantiles pulmones le dolieron por la sofocación. Cayó rendido. La noche lo sorprendió con cielo fríamente estrellado. Emprendió el regreso a su casa, donde aún estaban algunos parientes reconfortando al viudo, nadie le prestó atención al pequeño; Ricardo los pasó de largo, dirigiéndose a su cuarto, donde se echó sobre su camastro, y así vestido se quedó dormido.

Después de un tiempo, las dificultades económicas obligaron a Martín mi bisabuelo a migrar a la capital, donde murió de " dolor de costado ", probablemente cirrosis hepática debido a la frecuente ingestión de aguardiente. Mi abuelo Ricardo tenía aproximadamente doce años cuando junto con sus hermanos Sara, Lola y Martín fueron a parar a la casa de una tía. Intensa era su preocupación de que separasen a los hermanos, pues aquí en México existe la costumbre de repartir a los huérfanos en las casas de sus allegados. Ricardo no quería que a sus hermanitos los desprendiesen como uvas de racimo arruinado por la orfandad, así que le dijo a su tía, que él se haría cargo de su manutención, y además llevaría dinero a la casa. A los trece años ya estaba trabajando en una tienda de abarrotes, donde les despachaba a los clientes frijol, arroz, azúcar, aceite, géneros de tela y una que otra golosina. Pariente de la pobreza es el hambre, haciendo que le doliera su estómago de niño, así que cuando el dueño de la miscelánea se ausentaba, Ricardo tomaba un huevo crudo y con la punta de su trompo le hacía un agujerito para dejar fluir la proteína así beberla. Luego para que no lo descubriesen, arrojaba el cascarón vacío atrás de una pesada vitrina. Así lo hizo incontables veces, hasta que un día el dueño del negocio decidió reacomodar el mobiliario; Ricardo pretextó que tenía que llevar el pedido de una cliente, pero su patrón le ordenó que lo ayudara pues él solo no podía mover la vitrina. A Ricardo no le quedó más remedio que obedecer, la cara se le puso colorada, cuando detrás del mueble apareció un montón de cascarones, cuyas claras y yemas habían ido a parar a su barriga. Mi abuelo Ricardo además de llevar el gasto, ganaba el dinero suficiente para darles cincuenta centavos de domingo a sus hermanos, dividir tal cantidad entre tres, era causa de alegatos e infantiles rebatingas.

Una tarde al volver a casa de su tía, Ricardo se encontró con la noticia de que su hermano Martín, no había ido a la escuela, entonces le amonestó de esta manera: O te despabilas, y te dedicas a estudiar para que luego puedas trabajar, o te vas de aquí, en esta casa ya hay bastantes mujeres, no quiero a otra señorita a quien cuidar. Cuando Martín se hizo muchacho, se subió de polizón a un tren que cruzaba para el otro lado, donde primero trabajó de lavaplatos, fue superándose hasta llegar a ocupar el puesto de gerente en una compañía de máquinas de coser, en la ciudad de Nueva York. El impulso de su hermano Ricardo había rendido frutos. Cuando llegó a su juventud, mi abuelo encontró trabajo en los Almacenes Generales de la Nación, para finalmente dedicarse a la compra - venta de bienes raíces. Solamente pudo estudiar la escuela primaria y un año de comercio, pero esto no le impidió tener abundante cultura, ya que fue insaciable autodidacta. El es una de las personas a quien le debo el amor a los libros, al obsequiarme las obras de Rabindranath Tagore y Gibrán Jalil Gibrán que él atesoraba en una vitrina.

Durante mi infancia, a mi abuelo paterno Ricardo jamás le dirigí la palabra, yo le tenía miedo, después de la muerte de Manuel su hijo mayor él se hizo adusto. Recuerdo que cuando alguien le preguntaba algo, él respondía acertadamente, y no conforme con eso, acudía a su librero para abundar en el tema con la ayuda de la enciclopedia; manejando los tomos con la rapidez de alguien que pasara las cuentas de un ábaco intelectual.

Mi abuelo paterno Ricardo Peñafiel Asiain amaba el campo, lo necesitaba como el ave al cielo, y la trucha al río, igual que las hojas al acariciante vendaval. En la Ciudad de México se sentía prisionero, por esta razón, se hizo alpinista explorador. Cada vez que tenía oportunidad salía a provincia, o a las montañas. Un domingo por la tarde, después de una de sus excursiones aguardaba el tren que lo llevaría de regreso a la capital, y mientras, curioseaba en el restaurante de la estación, fue así que se percató de una gran jaula con pájaros. De aquellas melodiosas aves, la dueña se hallaba orgullosa, engreída igual que insensible carcelera. Cuando hizo parada el tren para recoger a los pasajeros, mi abuelo esperó hasta el último momento para abordarlo. Ya tenía un plan, pensaba liberar a las aves instantes antes de que la locomotora se pusiera en marcha, y así sucedió. Cuando la negra maquinaria pitaba bufando vapor, Ricardo abrió las puertas de la enorme jaula, los liberados pájaros volaban confundidos estrellándose contra los vidrios de las ventanas, sin percibir que estaban abiertas. La dueña del restaurante gritaba tratando inútilmente de recuperar alguno de sus gorriones, petirrojos, centzontles, o por lo menos algún canario en medio de la confusión, y las plumas cayendo en la sopa o en el postre de los clientes, Ricardo se escabulló hacia el tren, sin embargo, la dueña se percató de que aquel forastero era el que había causado los estragos. Recogiéndose las enaguas, alcanzó a correr hasta la ventanilla de aquella lenta locomotora, gritándole al maquinista que detuviera la marcha. La iracunda agraviada junto con su marido y los enojados lugareños subieron al vagón donde se encontraba Ricardo, a quien le exigieron pagar por los pájaros que habían escapado. Con tal de que no lo metieran a la cárcel, Ricardo se vio obligado a vaciar el dinero de sus bolsillos, teniendo también que dejarles su mochila con los enseres de su campamento. Así era mi abuelo, un hombre que se identificaba plenamente con los animales y el entorno silvestre.

Recuerdo que un día en que iba con él, y mi abuelita paterna Mercedes Sánchez Bauchester ( 1893 - 1956 ) en el autobús público, mi abuelo Ricardo jaló el cordel pidiéndole la parada al chofer del transporte urbano para bajarse, y regañar a un par de niños que se colgaban de la rama de un árbol plantado en la banqueta. Mi abuela y yo nos apeamos del camión, y así pude escuchar que les decía: Dejen de maltratar a ese árbol, ¿ qué sentirían ustedes si yo me colgara de alguno de sus brazos ? Los dos chiquillos se alejaron de ahí corriendo atemorizados. Mi abuelo Ricardo nos llevó a la esquina de la calle para aguardar al próximo autobús; mientras llegaba nuestro transporte él todavía refunfuñando puso un cigarrillo ovalado sin filtro entre los labios; sus ojos estaban más encendidos por la ira que la brasa del tabaco.

Cuando yo tenía aproximadamente cinco años de edad, mi madre Renée solía dejarme algunos fines de semana en casa de mis abuelos paternos, ubicada en una Privada de la calle Tonalá número 43-I, en la colonia Narvarte de la Ciudad de México. Mi abuela Mercedes fue una montaña de bondad y prudencia; de ella guardo recuerdos pletóricos de ternura; desde que yo la conocí vistió de luto para siempre, tras la muerte de su primogénito Manuel en accidente automovilístico.

Mi abuelo Ricardo la conoció gracias a que era hermana de José Sánchez Bauchester su mejor amigo, con quien inició las calaveradas, siendo ambos cómplices de parrandas juveniles. Así que cuando Ricardo comenzó a pretender a su hermana Mercedes, a José no le hizo la menor gracia. Puso el grito en el cielo, amenazó con golpearlo, pero de nada le sirvió; el ingenio de Ricardo ya había cautivado no solamente a la joven Mercedes, sino que toda la familia reía por los chistes que Ricardo hacía a costillas de su atolondrado amigo. Durante la Revolución Mexicana de 1910, ásperos años en que la comida escaseaba; mi abuelo Ricardo Peñafiel quien en ese entonces trabajaba en los Almacenes Generales, se las ingeniaba para llevarle a su futura familia política algunos víveres. Para no ser detenido por los militares, burlaba el toque de queda disfrazándose de carbonero. Vestido con harapos y embadurnado el rostro con ceniza, su aspecto no representaba peligro ni sospecha para los soldados patrullando las calles, quienes le permitían el tránsito nocturno creyendo que realizaba su trabajo repartiendo carbón, de tal manera, mi abuelo Ricardo lograba escabullirse hasta el domicilio de la familia Sánchez Bauchester, quienes la primera vez no lograron reconocerlo, azorados por la pícara desfachatez con la que aquel menesteroso chanceaba a la bonita Mercedes, y aún más sorprendidos quedaron cuando aquel " carbonero " descubrió su verdadera identidad, junto con el costal conteniendo arroz, frijol, trigo, harina, piloncillo y otras provisiones para obsequiarlas a su prometida.

Ricardo Peñafiel Asiain y Mercedes Sánchez Bauchester finalmente se casaron, sin embargo, la tragedia abatió aquel hogar cuando Manuel, quien hasta entonces había sido un hijo ejemplar, murió junto con dos condiscípulos de la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional Autónoma de México. Lo que provocó el prematuro final de estos muchachos fue que el chofer del taxi donde viajaban se quiso pasar de listo, y para ahorrar gasolina apagó el motor poniendo al automóvil en punto muerto, durante la bajada el vehículo adquirió velocidad incontrolable yéndose a estrellar contra un árbol a la vera del camino. Dicho infortunio fracturó la armonía en el domicilio de Ricardo y Mercedes, desde entonces, el carácter de mi abuelo paterno se tornó hosco y malhumorado.

El viejo me preguntó si yo deseaba que continuara narrando la historia de mis antepasados. Yo tenía mis labios cosidos; así que solo asentí con la cabeza. Dolorosas punzadas subieron por mi cuello, masticando mis sienes. El anciano cubierto de brumosos andrajos se animó al ver mi sufrimiento, entonces escupió recalcando pretéritas heridas, de esta manera continuó narrándome. Después de que tu abuelo paterno Ricardo quedó huérfano, solía introducirse en un riachuelo que pasaba por donde él vivía. Ahí llenaba sus bolsillos de su pantalón con chorreantes guijarros que siempre llevó consigo. La humedad de aquellas piedras formó musgo en su carácter donde siempre perduró el resentimiento. Tu abuelo Ricardo después de casarse con Mercedes entró al ambiente del encaje y el oporto, azucaradas manzanas y nueces partidas, sin embargo, el vino servido en copas de cristal hizo felices burbujas que duraron poco. Aquellos guijarros en las bolsas de tu abuelo permanecieron ahí toda una vida. Su alma jamás se repuso de aquella infancia humillada. Con el paso de los años su carácter se tornó agrio. Las llagas de la orfandad jamás cicatrizaron, esas heridas supuraron. Solitarios años infantiles amargaron la saliva de su boca. En su paladar hubo herrumbre existencial que trataba de diluir con licor.

Mercedes y Ricardo le guardaron luto permanentemente a Manuel, el hijo mayor fallecido; ella jamás se repuso por tal pérdida, Ricardo rechinó en el rencor hacia la vida misma.

Tu padre Ricardo Peñafiel Sánchez sufrió mucho de pequeño, no importaba lo que él hiciese, era incapaz de llenar el hueco que había dejado su hermano Manuel. En esta numerosa familia enlutada prematuramente vivió tu padre. ¿ Ahora entiendes por qué tus ancestros te heredaron moho y desesperanza ? Exclamó el viejo poniendo su cara tan cerca, que pude ver sus dientes desgastadamente amarillentos. El anciano aproximó su mano a mi rostro para tomar el lazo de cuero con el que había cosido mis labios. Sin podérselo impedir lo jaló. Ensangrentado corrió abriendo la carne herida. Me abandonaron las fuerzas. Sentí desvanecer inconsciente. Después de algunos momentos quise huir, pero la voz del anciano me detuvo al caer sobre mí en densa red viscosa: No puedes escapar de tu historia, me gritó. Te la seguiré relatando, aunque tú no quieras. Inevitablemente los hechos colgaron de tus pechos como hambrientas sanguijuelas. Cada vez que sientas carencias, te exhumaré cadáveres consanguíneos. Cuando te des cuenta de que te es imposible amar, estaré ahí, dándote los motivos que serán ganchos de carnicero abriéndote las entrañas. Así que no corras, no trates de huir, regresa a escuchar de una vez por todas.

Comprendí que era inútil darle la espalda a los hechos que me perseguirían en telaraña visceral emergiendo en mi mente. Volví para responderle al viejo: Accedo a escucharte. Fue entonces, que el anciano nebuloso tomó un puñado de arena que introdujo a su boca. Lo masticó. Los granos rechinaron ásperos y enervantes. Arrojó el denso escupitajo que cayó al suelo formando tres candados de arcilla, y dijo seseando: Estos candados son tu padre Ricardo Peñafiel Sánchez, tu madre Renée Ruíz Sandoval Pesquera, y tú Manuel Peñafiel Ruíz Sandoval soportarás su herencia quieras o no.

En su familia, mi padre Ricardo Peñafiel Sánchez ( 1925 - 1980 ) quedó como el mayor de los hermanos varones, sobre sus hombros cayó todo el peso de la ausencia de su hermano Manuel muerto. A mi padre siempre lo consumió el deseo por complacer a mi abuelo y festejar a mi abuela. Desde niño fue tan dinámico y nervioso que al tartamudear difícilmente se entendía lo que sus aceleradas palabras disparaban por su boca. Comenzó a trabajar desde niño. Su primer empleo fue en una mercería propiedad de un tío político. Ahí atendía con la mayor diligencia mostrando a los clientes juguetes que él nunca pudo comprar. Una noche que se hallaba en la bodega, el velador no se percató de su presencia, apagó la luz y bajó la cortina de metal de la tienda cerrándola con un candado. Ricardito quedó ahí con un susto más grande que aquellas altas cajas guardando mercancía. Las ratas salieron de sus escondites, las vigas comenzaron a crujir, el corazón le palpitaba tan fuerte por el miedo, en sus tímpanos rebotaban los latidos, en su imaginación revoloteaban historias de fantasmas. Los coloridos juguetes que solía vender a la clientela, lo miraban con fríos ojos de duro vidrio, sus bocas rojas ya no eran de graciosos payasos, sino que parecían las muecas de sádicos arlequines y burlones polichinelas. Ricardito cerró los ojos. Acurrucado en un rincón trató de rezar el Padre Nuestro, pero ni del Ave María se podía acordar. El miedo le subió por todo el cuerpo, y cuando ya no aguantaba las ganas por hacer pipí llegó su padre, quien al darse cuenta de que su hijo no volvía a casa, fue a despertar a su concuño para ir a buscarlo juntos.

Según me enteré, mi padre Ricardo fue un niño muy simpático, su tía Mamema decía que era hermoso como el Sol, por eso lo llamaba Tonatiuh, el nombre con que los azteca conocían al astro que cada mañana con su luz da vida al planeta. Y a mi madre Renée, mi abuelo Humberto la llamaba su princesa, todo hacía suponer que si Tonatiuh se casaba con una princesa vivirían felices el resto de sus vidas, sin embargo, no fue así.

Mi abuelo materno Humberto Ruíz Sandoval Muñoz ( 1894 - 1973 ) quedó huérfano de muy joven, su ilusión por convertirse en arquitecto se demolió por las circunstancias de verse forzado a trabajar para mantener a su madre viuda. A pesar de las adversidades, mi abuelo siempre conservó su dulce trato, el vacío de mi padre ausente, lo llenó con sus cariñosos incentivos.

La tía Mamema, hermana de mi abuela Mercedes, contrajo nupcias con un primo de mi abuelo Humberto, por esta razón los Peñafiel y los Ruíz Sandoval eran amigos. Mi mamá disfrutaba cuando la invitaban a las fiestas en la casa de mis abuelos paternos en calle de Tonalá, ya que siendo hija única durante diez años, su solitaria infancia se alegraba con la algarabía de los hermanos Peñafiel.

Cuando mi madre Renée cumplió quince años, mi padre Ricardo no se atrevió a ir al festejo, pues él aún no sabía bailar.

Mi abuelo materno Humberto fue de aquí para allá buscando el sustento diario, así que se desplazaron a Chihuahua ahí fundó y dirigió el periódico El Norteño, siendo reportero también.

Cuando él, mi abuela Josefina Pesquera ( 1907 - 1996 ), y mi madre regresaron a la capital, mi padre Ricardo quedó prendado de la belleza de Renée, convirtiéndose en uno de sus pretendientes. Cierta tarde en que fue a visitarla, se encontró con que otro aspirante deleitaba a los Ruíz Sandoval con las melodías que tocaba al piano. Al ver esto, mi padre corrió por las calles hasta encontrar un organillero a quien pagó para que con sus sonoras notas opacara el improvisado repertorio ofrecido por aquel rival.

Finalmente, mis padres se hicieron novios. Una noche en que Ricardo había invitado a mi madre y a mi abuela al cinematógrafo, pues Josefina iba con ellos a todas partes; al terminar la película Me he de comer esa tuna con Jorge Negrete, mi mamá fijó su atención en las grandes tunas de cartón con que habían decorado el vestíbulo; Ricardo le preguntó que si le gustaban, y sin esperar la respuesta, cargó con una dentro de su automóvil.

Mi madre Renée me platicó nostálgicamente que cuando conoció a mi padre Ricardo, él era de carácter jovial y bromista, sin embargo, las responsabilidades del trabajo minaron su forma de ser, tornándolo en un marido rígido, y en un padre dictatorial propenso a descalificarme con sus sarcásticos comentarios.

Siendo raras las ocasiones en que mi padre charló conmigo; fue en mi juventud cuando me relató que como responsable financiero de la compañía constructora Ingenieros Civiles Asociados donde ocupaba el puesto de vicepresidente, una de sus encomiendas era viajar a Nueva York para conseguir los créditos otorgados por los bancos extranjeros:

Eran momentos muy tensos para mí, no sabía hablar inglés, los balances de la empresa Ingenieros Civiles Asociados eran mis únicas herramientas, y entre junta y junta bebí mi primer martini.

Cuando fundamos Industria del Hierro, fui yo quien la puso en marcha, por esta razón, durante años dejé de ir a casa al mediodía, pues comía en el mismo comedor con los obreros para integrarme a ellos, asegurándome al mismo tiempo de proporcionarles un menú nutritivo. Y cuando Industria del Hierro estuvo al borde de la quiebra, fue imperativo recortar el personal; mis amigos me imploraban de rodillas, por favor Ricardo no me despidas, tu conoces a mi esposa, bautizaste a uno de mis hijos, somos compadres. Y yo Manuelito, los tuve que despedir. Esto me narró mi papá sollozando, entre sorbos de licor francés y amargas fumarolas de su cigarro puro cubano.

Mi padre Ricardo, también me confesó que cuando él fue niño tenía que meter cartones a sus zapatos para que al pisar los charcos no se le metiera el agua por los agujeros de las suelas. Y bajito, para que no lo escucharan los meseros, me relató, que el sufría en la escuela rogando que el maestro no lo pasara al pizarrón, pues si lo hacía, sus compañeros verían los parches zurcidos a su pantalón.

Mi abuela materna Josefina hablaba con mucha admiración de su yerno Ricardito, ella me dijo, que de recién casado con mi mamá Renée, mi padre aún era tartamudo, así que para superar tal defecto, pues en la compañía Ingenieros Civiles Asociados le era imperativo dar informes financieros, mi papá solía leer en voz alta mientras cargaba a la hija de la sirvienta. A la bebé la sujetaba con un brazo, y con la otra mano tornaba las páginas con las que hacía ejercicios de dicción, de esta manera, caminaba por la sala arrullando a la niña hasta que cesaba de llorar.

Mi padre Ricardo Peñafiel Sánchez fue socio fundador de la compañía Ingenieros Civiles Asociados, surgida a finales de la década de los años cuarenta cuando algunos condiscípulos universitarios se reunieron en la cochera de la casa de los papás de Bernardo Quintana Arrioja para realizar sus primeros encargos profesionales y hacer planes para darle forma a lo que veinte años después sería el emporio constructor más importante de México y Latinoamérica.

A finales de la década de los años cuarenta, aquellos amigos ingenieros y arquitectos necesitaron de alguien que se encargara de llevar la contabilidad, fue así que mi padre Ricardo Peñafiel Sánchez siendo aún alumno en la Universidad Autónoma de México con el propósito de convertirse en Contador Público Titulado se encargó de esta tarea en la incipiente compañía, labor que representó para él la transcendente tarea de obtener los créditos financieros para realizar las obras de infraestructura, así como el serio compromiso de pagar estas deudas a su debido tiempo, esta enorme responsabilidad recayó en mi papá Ricardo.

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En las breves ocasiones en que mis padres viajaron a Europa no fue por vacaciones, sino por motivos de trabajo; la primera vez que lo hicieron mi papá tenía la encomienda de conseguir el crédito financiero para poder construir el Sistema Colectivo de Transporte de la Ciudad de México. La primera mañana de su estancia en París, mi madre se sorprendió al escuchar que mi padre deseaba que lo acompañase para presentarla con algunas personas, pero no le dijo sus verdaderas intenciones. En el banco, mi padre entró a la sala de juntas con mi madre del brazo, quien nerviosa le preguntó por qué la conducía hasta ahí. Mi papá sin dejar de sonreír a sus anfitriones, le dijo: tranquilízate, y por favor traduce al francés lo que yo te diga. Mi mamá lo obedeció y estas fueron las palabras que salieron de su boca:

Buenos días amigos, mi nombre es Ricardo Peñafiel y esta es mi esposa Renée. Escucharon bien, aunque ella es mexicana, su nombre es francés, ya que tanto mi suegro como ella siempre le han tenido gran admiración a la Bella Francia. Ya se habrán dado cuenta de que yo no hablo su idioma, pero esto no creo que represente algún problema para nuestras negociaciones, pues si ustedes no tienen inconveniente, mi mujer nos podrá auxiliar siendo nuestra intérprete.

A mi madre se le quebró la voz al decir esto, sin embargo, sin perder la compostura, desempeñó su arriesgada tarea, tan bien, que mi padre consiguió los francos para construir el Metro de la Ciudad de México, y Renée ganó varios admiradores, quienes al terminar las pláticas bebieron junto con ella vino espumoso de Champaña.

Mi madre Renée Ruíz Sandoval Pesquera ( 1926 - 1971 ) fue una mujer a quien le debo el suficiente, aunque no abundante entusiasmo por sobrevivir, ella fue una persona cargada de sentimientos positivos, siempre explorando, atenta a los cambios culturales y los movimientos creativos. Aunque era eso sí, algo drástica. Recuerdo que cuando yo era pequeño, tal vez no mayor de los tres años, pues sin pudor alguno jugaba en la recámara sin obedecerla a ponerme los pantalones de la piyama, entonces ella sin inmutarse, me dijo: Si continúas desnudo por ahí, va a salir el diablo, y te va a dar una nalgada.

Yo sentí que los vellitos de la espalda se me erizaban hasta la nuca, corrí por la ropa de dormir, sintiéndome de esta forma protegido, me acerqué muy mansito a preguntarle: ¿ Oye mami, qué pasa si te da una nalgada el diablo ? Y ella sin apartar la vista del calcetín que zurcía, respondió: Se te queda marcada su mano para siempre. Durante mi infancia perduró en mí la imagen de una palma de mano demoníaca con sus cinco dedos rojos impresos indeleblemente en una de mis nalgas, así que siempre me cuidé de no andar desnudo por ahí dentro de la casa.

A la vuelta de un viaje que mi madre hizo con mi padre a Nueva York por motivos de trabajo, ella trajo el primer disco en acetato de larga duración de un cantante que estaba causando sensación. Nos platicó que ellos caminaban por la Quinta Avenida, cuando vieron el alboroto de la gente que dándose codazos quería entrar a un atiborrado sitio. Mi madre se las ingenió para atisbar hacia dentro, donde un joven trepado sobre la barra de la cantina, cantaba acompañado de su guitarra, y cada vez que contoneaba sus caderas, se escuchaba el griterío de sus admiradoras. Mi madre averiguó el nombre de aquel barítono con gran copete. Yo tenía cinco años de edad cuando ella trajo a casa el ritmo de Elvis Presley, desde entonces, quedé prendado del Rock and Roll.

Fue también Renée, quien años después trajo de Inglaterra la música de los Rolling Stones. Mi madre fue una amiga con quien yo me sentía muy a gusto, platicábamos de política, arte, películas y también de cosas triviales. Al igual que mi padre fue mexicanista, me mostró las creaciones de Diego Rivera, Siqueiros, Posadas, Juan Rulfo, Agustín Yañez y muchos otros talentosos magos.

Cuando mi padre Ricardo recibió su primer reparto de utilidades de la compañía constructora ICA, le preguntó a mi mamá si deseaba que le comprase una estola de mink de las que lucían algunas esposas de los socios, ella respondió que prefería un buen cuadro para adornar el comedor, juntos escogieron La cabeza en magenta del pintor Jorge González Camarena.

Renée tenía el cabello a veces de espuma plateada, y otras igual a un nido de gansos nocturnos, quietos y bellos con picos de madera. Vivió siempre una vida prestada. Amaba y eso le quemó la propia existencia. En mi padre no hubo un momento de reposo, mucho menos la oportunidad para albergar ternura.

En una ocasión mi padre me encargó que sacara duplicados de sus llaves, pero yo holgazán adolescente, jamás acudí al cerrajero. Transcurrida una semana, mi papá me pidió las copias, balbuceé toda clase de pretextos. El simplemente extendió la mano para que le devolviera su llavero. Antes de abandonar la habitación, se detuvo en el umbral de la puerta, sus duros ojos atraparon mi mirada, durante segundos sentí que la fuerza de aquel hombre me vapuleaba, entonces dijo: En esta vida existen dos clases de hombres, los que no hacen las cosas y los que sí las hacen. Tú, ¿ a qué clase quieres pertenecer ?. Esa lección se grabó en mí por el resto de mis días.

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El anciano ataviado con agria neblina al llegar a este momento de mis remembranzas, expresó gélidamente:

Todo el relato está anquilosado en la artrítica existencia, yo soy el espectro de tu amargura, así que tú gritarás toda la pesadumbre que yace en el sepulcro de tu optimismo.

Seguido de esto, el viejo se despojó de su andrajosa camisa empapada por la lluvia, rápido e inesperadamente cubrió mi cabeza con aquella sucia prenda; la tela mojada se adhirió a mis mejillas, cubrió mis ojos y tapó mi boca. Era difícil respirar. El hedor de la camisa me trajo a la cabeza imágenes de celdas.

¿ Qué es lo que sientes ?, me preguntó.

Me duelen las mandíbulas y los pómulos. Arde la existencia.

¿ Qué más percibes ?, agregó el viejo.

Al tratar de responderle, aquel rugoso textil se pegó a mis labios impidiendo que subieran libremente las palabras, las cuales bordaron desagradables experiencias que se convertían en lamentos; su vibración se introducía a mis oídos, provocando que mis sienes se dilataran en agónica expansión.

Mi padre Ricardo me trató mal, aullé. Fue siempre exigente. Me exprimió buscando los jugos perfectos de juvenil fruta magullada.

La infancia estuvo llena de miedo hacia él. Incapaz rebelión fermentó la adolescencia. Mi madre Renée agobiada se recargó en mí. Viví entre la conflictiva de ellos dos.

Con la capucha de tela puesta sobre mi cabeza, respirar me resultaba cada vez más difícil. Las emociones me desvanecieron. Lo último que vi antes de perder el sentido, fue a mis padres de niños haciendo la primera comunión juntos. Cuando se arrodillaron ante el altar, mi padre le levantó el vestido a mi madre y le acarició los muslos. Ella lanzó un chillido que rompió los vitrales de la iglesia. Los pedazos del cristal cayeron ruidosamente haciendo que la concurrencia huyera despavorida. En el momento en que levantaba el rostro implorando la ayuda celestial, uno de los fragmentos le cayó en la boca al sacerdote, el filoso trozo le cortó la lengua, la cual cayendo al suelo, empezó a reptar con vida propia introduciéndose por debajo de la casulla para violar al clérigo que salió del templo arrastrándose sangrando por el trasero.

Mi padre al ver que nadie se encontraba en la iglesia acercó el cirio que tenía en su mano al vestido de mi madre. El sutil encaje comenzó a arder. Luego él abruptamente mordisqueó tal vela. Al hacerlo se ahogó con los pedazos. Mi madre corrió semidesnuda buscando auxilio. Llegó al atrio donde se topó conmigo, abrí la bragueta de mi pantalón para orinar sobre su ropa apagando el fuego ocasionado por los agravios de mi padre.

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Recobré el conocimiento sollozando, grité con el rostro alzado, acusando a dios de paternidad irresponsable, por engendrar criaturas para luego arrojarlas a los agrestes arbustos; abandonadas a su suerte en la foresta, algunas morirán y las que sobrevivan se harán mucho daño durante su lucha por la supervivencia.

Mis desdichados padres fueron criaturas inmaduras que me marcaron para siempre. Al nacer somos organismos maravillosos, dotados de un mecanismo sorprendente. Nuestras capacidades intelectuales no tienen límite en la creatividad y en la iniciativa, sin embargo, los adultos nos mutilan desde temprana edad, arrojándonos a un existir monótono y triste. El ser humano siendo un prodigio del cosmos, se desperdicia a sí mismo en innecesarias situaciones. Yo le exijo a dios que baje a explicarnos las reglas del juego. Todos en este planeta somos niños aprendiendo a caminar. La vida es un misterio que se resuelve día con día. Dios si en realidad existes baja y habla conmigo en mi idioma. Hazlo fuerte y claro, pues desconfío de los libros sagrados escritos por humanas manos. Si en verdad eres dios ente radiante de portentosa energía, doblegaré mi ser ante tu presencia y lameré el suelo donde mores. Y las décadas han transcurrido sin yo obtener respuesta alguna.

El viejo me habló nuevamente: No te desgastes con añejos rencores e inútiles resentimientos. En lugar de deambular entre la duda si dios realmente existe, confía en la inventiva humana que genera inagotablemente productivas emociones. Si tú eres alérgico a la mentira, sencillamente simplifica tu existencia, aléjate de la hipócrita sociedad empeñada en disfrazar las apariencias. No reproches tu infeliz existencia, por el contrario, atesora cada instante. A la vida no se viene dos veces. El placer no puede ser llevado a copular entre los muertos. Las flores se marchitarán en la región de la muerte. Nos iremos de aquí después de un pestañeo llamado vida. Dejaremos las bellas horas y la música. Nuestro equipaje al más allá no tendrá piel. Mientras dure todo lo que nos rodea, gocémoslo.

Mi mamá Renee Ruiz Sandoval ( 1926 - 1971 ) y mi papá Ricardo Peñafiel Sanchez ( 1925 - 1980 ) el día de su boda, 12 abril, 1947 ©Manuel Peñafiel.

Fotografía tomada por mi abuelo materno Humberto Ruíz Sandoval en Arequipa 918, colonia Lindavista, Ciudad de México, 1948. ©Manuel Peñafiel.

Renée Ruíz Sandoval ( 1926 - 1971 ) con su hijo ©Manuel Peñafiel y su esposo Ricardo Peñafiel Sánchez ( 1925 - 1980 ), captados por Humberto Ruíz Sandoval, Ciudad de México, 1948.

Manuel Peñafiel en el automóvil de su abuelo materno Humberto Ruíz Sandoval, quien tomó las fotos en su casa de Arequipa 918, colonia Lindavista, Ciudad de México, 1948, 1948.

©Manuel Peñafiel - Fotógrafo, Escritor y Documentalista Mexicano.

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Renée Ruíz Sandoval ( 1926 - 1971 ) y Ricardo Peñafiel Sánchez ( 1925 - 1980 ), padres de ©Manuel Peñafiel, 1948, Ciudad de México.

Manuel Peñafiel en el automóvil de su abuelo materno Humberto Ruíz Sandoval, quien tomó las fotos en su casa de Arequipa 918, colonia Lindavista, en la Ciudad de México, 1948, 1948.

Ricardo Peñafiel Sánchez ( 1925 - 1980 ), Renée Ruíz Sandoval ( 1926 - 1971 ) padres de ©Manuel Peñafiel y su abuela materna Josefina Pesquera ( 1907 - 1996 ) con su nieto en brazos, Arequipa 918, colonia Lindavista, Ciudad de México, 1948.

Josefina Pesquera con su nieto Manuel Peñafiel en brazos 1948

Don Humberto Ruíz Sandoval ( 1894 - 1973 ), abuelo materno de ©Manuel Peñafiel ( 1948 ) en su oficina de periodista