31 PLAYA BLANCA

© Manuel Peñafiel, Fotógrafo, Escritor y Documentalista Mexicano.

6/5/202511 min read

                                                                              1 ©Manuel Peñafiel

Japón está constituido por numerosas islas. Algunas son de grandes dimensiones, sin embargo existen otras pequeñas y remotas donde han sucedido sucesos que los pescadores lugareños prefieren ocultar; solamente después de convivir con ellos sus redes se abren dejando escapar enigmáticas narraciones.

Un anciano, que en su juventud buceaba para extraer las riquezas submarinas pero que ahora por la sal de mar se encuentra casi ciego, me dijo que hace muchos años un navío extranjero encalló en los arrecifes japoneses, y mientras los marineros reparaban el casco, aquel viejo aprendió de ellos el idioma español, fue de esta manera que pude comprender cuando me narró que hay un lugar llamado Shiroi Hama, que en japonés significa Playa Blanca.

Y según me relató hace varios años vivió ahí un investigador científico de origen europeo el cual se dedicaba a realizar estudios biológicos sobre microorganismos submarinos.

Aquella ya lejana madrugada él había salido a recolectar muestras traídas por las tempranas mareas. Estaba llenando la última probeta cuando más allá de donde rompían las olas divisó algo a lo lejos. Entrecerró los ojos para distinguir, pues no estaba seguro qué cosa era. Sacó los binoculares del maletín, se quitó los anteojos para poder embonar los negros cilindros metálicos a sus ojos, y miró al través de las lentes. Entre el chapoteo del agua producido por varios cetáceos había una inquieta figura humana. Parecía como si alguien estuviese ahogándose. Juntó los codos sobre su pecho para sujetar firmemente los prismáticos, tratando de controlar su pulso enfocó despacio con precisión. Fue entonces que la observó sorprendido. Era una muchacha de aproximadamente dieciséis años que regocijada nadaba en el mar. Sus compañeros de juego eran inquietos y retozones delfines. La joven los abrazaba haciéndoles mimos los animales le correspondían acercando su gran cabeza gris perlada a su rostro. En ocasiones dos de ellos la flanqueaban, ella los ceñía con fuertes bronceados brazos, y así la arrastraban surcando la superficie turquesa levantando el agua que asustaba a las gaviotas. Otras veces, los animales con su compañera desaparecían para salir inesperadamente a metros de distancia. Incitados con su compañía los delfines hacían cabriolas en el aire.

El sol de la mañana atravesaba ya las crestas de las olas. La joven subió en el vaivén de una de ellas y se sujetó al costado de un delfín que velozmente la aproximó a la playa. Cuando pisó fondo y se irguió, el hombre que la observaba con los binoculares pudo mirarla detenidamente. Su cara era ovalada con pómulos salientes, sus alargados ojos eran bellamente enormes. A su largo cuello lo movió en un sí y un no sacudiéndose el agua del espeso cabello oscuro, extrañamente verdoso cual profundas algas. Salió del mar con pasos rápidos. Estaba completamente desnuda. Sus muslos y caderas eran firmes. Se recostó a reposar unos momentos. La arena se pegó a su piel era lo único que le cubría su espléndido brillante cuerpo.

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Cuando hubo descansado volvió dentro. El agua le llegó a las rodillas, se agachó para enjuagarse tomándola con las manos. Al inclinarse sus senos parecían agrandarse. Luego se encaminó bajo las palmeras, recogió una ligera prenda levantándola metió la cabeza y se la puso. La delgada tela inmediatamente se adhirió a sus mojadas formas. La chica abrió las piernas para secarse con el vuelo de la tela los muslos y las ingles. Cuando estaba ciñendo su cinturón de cuerda intuyó que alguien la observaba.

Aquel intruso bajó los binoculares percatándose de eso. Aún con la distancia de por medio los dos se vieron frente a frente, las miradas se trenzaron por un instante. Ella echó a correr perdiéndose de vista. El trató de alcanzarla, la espesura de la selva se lo impidió. Se detuvo. No tenía caso internarse entre aquel desconocido laberinto vegetal, se había ido de su alcance.

Decepcionado regresó a la cabaña que rentaba. Dejó la mochila con sus instrumentos de trabajo, y salió con la intención de buscar a la muchacha. Durante el resto de aquella mañana recorrió la villa de los pescadores con la esperanza de hallar a la excitante joven, los aldeanos lo saludaban amigablemente, él les respondía distraídamente. El investigador llevaba varios meses de vivir en el lugar, todos se habían acostumbrado a su presencia.

Llegó la hora del almuerzo. Su estómago crujió. No había desayunado así que se dirigió a la modesta y única taberna que existía, donde ordenó el único y modesto platillo que se servía, pescado acompañado de cerveza. En algunos días el pescado lo servían con verduras, esta no era la ocasión.

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Después de devorarlo ordenó la segunda botella de cerveza. El tabernero se la trajo, al recoger el plato le preguntó que le había parecido la comida.

Estupenda, mintió el cliente. A propósito hoy en la madrugada cuando me encontraba en Playa Blanca haciendo mis estudios, divisé a una joven bañarse y jugar con los delfines, ¿ sabes tú, quien es ella?

¡ Bah, seguramente has pasado demasiado tiempo pegado a tus libros de biología y la vista ha comenzado a fallarte, respondió el dueño de aquel sencillo mesón.

Y continuó diciendo:

¿ Quién puede estar nadando tan temprano ? Aquí nadie lo hace. El mar es para pescar no para bañarse. Además por estos lares no hay delfines. Mejor me llevo la cerveza parece que ya te estás embriagando, remató mientras se arreglaba el mandil.

¡ No !, déjala, estoy bien, replicó aquel desconcertado extranjero.

Malhumorado por no obtener respuesta, apuró la bebida. Se despidió y salió de ahí.

Transcurrieron varias semanas. El investigador todas las madrugadas llegaba puntualmente a Playa Blanca. Ya no recogía muestras. Su trabajo lo había interrumpido hacía varios días. Permanecía ahí expectante en la costa anhelando encontrar a la muchacha de cabello largo verdoso cual alga submarina. En las noches soñaba con ella, la veía aparecer justo al atardecer, luego claramente se escuchaba su chapoteo juguetón, y era cuando frente al gran disco anaranjado del sol surgían a contraluz las siluetas de los delfines con ella arriba montando a uno de ellos dando jubilosos grititos mientras la conducía grititos hacia la playa. En aquella excitante ensoñación nocturna el hombre era capaz de distinguir sus apetitosas formas con su busto balanceándose de arriba hacia abajo como si de una filmación en cámara lenta se tratara, el exuberante volumen juvenil volumen de aquellos pechos provocaba que se toparan uno contra el otro redondamente insolentes. Los fuertes muslos de aquella deliciosa hembrita apretaban el lomo del delfín que estimulado por el roce del mojado pubis de su jinete jubiloso cabeceaba entre la marea. El cuerpo de aquella atrevida ninfa emitía tenue halo luminoso, tal como si trajese provocativa energía dentro.

En aquel ensueño el investigador devorado por el ansia se despojaba de la ropa para introducirse al mar. Quería alcanzarla. Inútilmente nadaba en pos de ella pues al de hacerlo todo desaparecía entre la cresta de una ola.

Así se repitieron aquellas escenas oníricas en las cuales ese cuerpo ondulante y mojado alteraba a aquel hombre despertándose inquietamente.

El atribulado científico jamás remitió los resultados de sus investigaciones a la universidad que le había patrocinado el viaje, perdió todo interés en su trabajo. La correspondencia de sus familiares la ignoró sin darles respuesta alguna. Su paz interna se fragmentó. Viento de pensamientos desolados arañaban a su mente. Descuidó su alimentación. Olvidaba incluso asearse y cambiarse la ropa.

Obsesionado se dedicó a preguntar a todos los pescadores si acaso conocían a la joven, negativas fueron todas las respuestas, aunque él intuía que aquellas personas le ocultaban la verdad.

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Ahora ya no solo iba en las mañanas a Playa Blanca, sino que también se le hizo costumbre sentarse viendo el mar hasta que la oscuridad lo envolvía a todo. Más de una vez se quedó dormido sobre la mojada arena, sus pulmones lo resintieron, su salud se deterioró. Áspera tosidos acompañaban su desasosiego.

Fue una de aquellas noches en que se encontraba frente a la inmensa luna que iluminaba las aguas cuando de pronto oyó una voz confundida con el sonido marino. Sobresaltado se puso de pie. Fue entonces que vio a la joven nadando. Se zambullía. Salía a veces mecida por la marea. Flotaba sobre su espalda, la luz reflejada por la luna plateaba sus pezones. El plano vientre resplandecía y de su ombligo brotaba delgado vaporcillo.

Súbitamente un enorme delfín salió del agua para acercarse a la muchacha, ella lo tomó por la aleta y abriendo sus piernas lo montó. El delfín nadaba emitiendo gozosos chasquidos y silbidos cuando ella le acariciaba el bajo vientre. La joven viajaba con su cabello al aire. Animaba al delfín a moverse más rápido. La sensación del liso lomo del animal subía por su vulva provocándole placer infinito. Jadeos diluidos con las olas. Cuando logró alcanzar su orgasmo arqueó el cuerpo hacia atrás y de su garganta salió ese rugido que dejan escapar algunas hembras al llegar al clímax. Cayó exhausta abrazando al delfín cuyos ojos eran rubíes exaltados.

Transcurridos algunos momentos recobró el aliento para incorporó. Aún montada sobre el delfín se acercó a la orilla de la playa. Le habló al hombre en idioma que sonó a guijarros golpeándose suavemente en un río. Con el brazo le hizo un ademán para que la siguiera. Intoxicado por el deseo el individuo jaló su camisa, los botones saltaron a la arena, botó los zapatos y se deshizo del estorboso pantalón. Dentro del agua se estiró para abrazarla. Traviesamente ella sonrío guiando al delfín fuera del alcance de esas ansiosas manos. Entonces el hombre empezó a nadar tras ella. El delfín ganaba distancia pero él no desistía cada brazada era un ansioso intento por alcanzar a esa mujer con la que había soñado tantas veces. Deseaba morder sus labios, ceñir su cintura. Beber el mar caliente que escurría por sus senos. Nadaba frenéticamente. El deseo de apretar las caderas de esa hermosa joven y penetrar en su tierna vulva ocupaba todos los delirios de su mente.

Al cabo de un tiempo, notó que sus brazos habían comenzado a dolerle. Sus piernas pesaban. La llamó. Le gritó que se detuviera. Que le ordenara al cetáceo que no se la llevara. Ella volteó cínicamente a mirarlo. Con perversa sonrisa abrió la boca, introdujo dos dedos, luego con ellos se frotó un pezón. El hombre continuó nadando persiguiéndola. Tragaba agua. Tosía. La fatiga lo estaba derrotando. Aleteando bajo la marea igual a un ave ebria estiraba la cabeza. Sus ojos le ardían por la sal del mar. Lloraba por el escozor desesperado de no poder alcanzar a aquella provocativa criatura que cruelmente se alejaba. Vio aquella tersa espalda. Sus macizas nalgas sobre el lomo del delfín. Oyó su risa fría salpicada de burla.

El hombre ya no consiguió seguir nadando. El agua golpeaba su nuca cual frío puño. El líquido le entraba por los oídos. Difícilmente lograba mantenerse a flote. Fue hundiéndose. El yodo le quemaba la garganta. Su maltrecho cuerpo fue alejándose de la superficie rumbo a un pozo de agonía. Sin embargo en su estado de semiinconsciencia mantuvo los ojos abiertos. Luz de luna atravesaba el agua que se movía en gran velo de esmeralda líquida. Pudo distinguir el diminuto carrusel de seres vivos en su ambiente natural.

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Aquellos organismos que él había estudiado con tanto ahínco ahora eran su procesión mortuoria.

Lentamente fue descendiendo a mayor profundidad. Sus brazos y piernas venían abiertos. Ahí en el fondo se hallaba la joven esperándolo en todo su esplendor completamente dispuesta a entregarse. Sus ojos almendrados refulgían acerados. Portaba una gargantilla hecha con hierbas entrelazadas de donde colgaban trozos de concha y los dientes de algún pez grande. Sobre su cabeza se erguía petulante tiara confeccionada con coral negro. Las uñas de sus manos y pies habían crecido del color de añejo marfil. Los lóbulos perforados de sus orejas no portaban aretes, sin embargo un hilillo de sangre manaba de ellos. Sus carnosos labios se abrían y cerraban igual a la respiración de los peces.

Ella extendió los brazos, el movimiento hizo que los mechones de su cabello ondularan caracolas aciduladas. Aquel desdichado iluso pensó que por fin podría poseerla. Apagar la furia de su calentura dentro de aquella vulva fugitiva. Sus torsos se juntaron. Ella lo abrazó con sus dedos suavemente sujetó el miembro masculino, él onduló su cuerpo con placer. Quiso besarla pero al abrir la boca le entraron trocitos de algas que se encontraban suspendidos. La mano de ella lo condujo hacia en medio de sus abiertos muslos, finalmente aquel hombre pudo disfrutar los carnosos y suaves pliegues que tanto había apetecido.

Su pene entró a la tersa vagina que se expandía o lo apretaba conforme a la corriente submarina. El hombre chupó aquellos erectos pezones percibiendo que de ellos se avecinaba un naufragio. La mujer llevó las manos masculinas para que le apretaran sus agitadas nalgas mientras él la embestía. Cuando él retiraba su miembro podía sentir criaturitas marinas mordiéndole el glande aumentando su placer. La muchacha se abría para recibirlo repetidamente, excitada lo mordió arrancándole el lóbulo de una oreja; aquel trozo de carne ablandada por la sal ella lo masticó pausadamente mientras metía sus dedos en medio de las nalgas masculinas, luego bruscamente los hundió al trasero del hombre que sangró sorprendido.

La mujer con duras uñas de queratina acuática lo rasguñó en el pecho haciéndole sangrantes dibujos pletóricos obscenidades. La más larga de sus garras se hundió al cuello del iluso que asustado vio sus borbotones carmesí mezclarse con las medusas.

Aquella despiadada criatura se separó de él frustrando al pene con su retirada. El hombre necesitaba culminar su anhelo, saciar el deseo interrumpido. Buscó otra vez sus labios en delirante afán por besarla, en cambio aumentando su desvarío vio que de aquella boca emergían sinuosas cabecillas de anguilas blandas. La repugnancia lo sacudió. Todo se tornó oscuro.

La mañana trajo consigo a la gente de la aldea. Alguien había avisado que el cadáver de un hombre yacía sobre la arena. Los pescadores lo rodearon. Todos hombres. Las mujeres permanecieron en sus chozas preparando té que aquel día sabría amargo. Voltearon el cuerpo del ahogado. Ninguno se sorprendió al reconocer al investigador. Un pescador habló quedamente, casi masticando las palabras:

Ha sido ella. El ánima de Shiroi Hama ha victimado a otro más que ha deseado aparearse con ella.

El pescador sacó de su bolsillo un viejo pañuelo con el que secó el frío sudor que agrietaba su frente.

Entre dientes, casi con voz imperceptible continuó diciendo:

Ella volverá con su perturbadora belleza y boca de pantano. Esperemos que nadie la vea, que ningún hombre contemple esos bamboleantes pechos que solo anidan maldición, luego escupió agriamente.

Alzaron el cadáver del ahogado. Estaba hinchado. Sus ojos permanecían abiertos. La cabeza colgó hacia atrás. Las vértebras del cuello crujieron. Cuando el grupo echó a caminar, las gaviotas con agudos chillidos emprendieron sus cotidianos vuelos.

De izquierda a derecha:

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7 ©Manuel Peñafiel

8 ©Manuel Peñafiel

9 ©Manuel Peñafiel

10 ©Manuel Peñafiel

11 Dzu dzu,1976 ©Manuel Peñafiel

12 Pitcha pitcha, 1976 ©Manuel Peñafiel

13 Tsuru tsuru,1976 ©Manuel Peñafiel

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