32 INDIA
© Manuel Peñafiel, Fotógrafo, Escritor y Documentalista Mexicano.
6/5/20259 min read


En 1985 después de vivir ocho meses en Tokio adquirí un buen número de bellos ornamentos y artesanías, sin embargo, mi naturaleza de nómada me incitaba a emprender un nuevo viaje, así que cudí a diversos almacenes donde me obsequiaron cajas vacías de cartón, y envolví todos aquellos frágiles objetos en papel periódico antes de empacarlos con esmero. Mis pertenencias viajaron en camión al puerto de Yokohama en donde fueron embarcadas en el navío ruso Aleksandr Fadeev que las depositó en el Puerto de Vostochny para continuar la mudanza en el tren Trasiberiano hasta Basel, Suiza, donde me aguardarían hasta que yo llegase a Europa, ya que antes fui a visitar la maravillosa China, después de ahí me trasladé a India. Fue una oscura madrugada cuando arribé a Calcutta. En el aeropuerto varios jóvenes me acosaron tratando de ganar la oportunidad para cargar mis maletas. Afuera el aire estaba frío. Los menesterosos me rodearon alzando sus manos pidiendo limosna, uno de ellos me palpaba en el hombro con el muñón de su mano deformada por la lepra. El maletero me indicó que subiera a un viejo automóvil de alquiler, antes de hacerlo me cercioré de que depositaran todo mi equipaje en la cajuela. Saqué discretamente la cartera y le extendí un billete al cargador. Después de tomarlo exigió más dinero. Entre pedigüeños y curiosos había por lo menos quince personas rodeando el coche, todos ellos me intimidaban en aquella penumbra decembrina. Subí la ventanilla y puse los seguros de la puerta. El maletero protestaba tras el vidrio reclamando más propina pero yo ya no le oía.
Pensé que el taxi estaba vacío para mi sorpresa del asiento de enfrente se incorporó un hombre que había estado ahí durmiendo. Apenas se le veía el rostro, tenía la cabeza cubierta con una delgada frazada. Le indiqué que me llevara al Gran Hotel del Este. El vehículo se escurrió velozmente entre callejuelas, sobre las aceras distinguí los cuerpos de gente durmiendo. Al llegar, el chofer bruscamente pidió las rupias requeridas por su servicio.
1 Vendedora, India, 1985 ©Manuel Peñafiel
En el interior del hotel pude ver que la grandeza que anunciaba su nombre era pretérita ya que todos los ahí reunidos parecían haber salido de un añejo cuento subterráneo. El empleado tras el mostrador de la recepción sonrió con picardía, y por un momento pensé que yo jamás saldría de ahí. Después de llenar las formas impresas para registrarme, le pregunté si había sido correcta la cantidad que me había cobrado el chofer por traerme del aeropuerto.
El desvelado administrador se aflojó la corbata, y de nuevo sonriendo susurró:
La próxima vez pague solamente la mitad de lo que le pida un taxista.
Y me extendió la llave de la habitación.
En Calcutta permanecí cuatro días dentro del hotel pues había llegado enfermo por el inclemente clima chino. Ayudado de varios libros armé un itinerario que comprendería treinta y un días.
Dejé Calcutta para iniciar el recorrido.
El primer sitio al que llegué fue a Bhubaneswar. Ahí tomé otro automóvil de alquiler que me llevó a Puri. Durante el traslado la aprensión que sentía en India fue desapareciendo, me gustó encontrarme ahí. La angosta carretera me condujo entre plácida vegetación. De vez en vez aparecía una mujer en el camino envuelta en su vivo sari, eran apariciones diurnas en ensueño que estaba por comenzar. Al lado del camino divisé estanques naturales rebosantes de lirios acuáticos.


2 Anunciante, India, 1985 ©Manuel Peñafiel
El hotel al que llegué era muy modesto, sin embargo, su ubicación enfrente al mar lo hacía sumamente agradable. Emprendí paseos a sitios cercanos uno de ellos fue el templo del sol en Konarak, donde la piedra tallada relata parte de la historia y religión local.
Después de ahí tomé el avión para Varanasi. La tarde en que llegué al hotel había jolgorio pues se celebraba un casamiento. Dejé los velices en la habitación, me refresqué y bajé con las cámaras fotográficas. En aquella boda me invitaron a entrar lo cual me animó pues pensé que podría tomar fotografías. Pero al llegar al salón rápidamente fui rodeado por varios hombres que me invitaban a bailar. Tan estrecho estaba todo aquello que se me dificultaba desplazarme, mis cámaras colgando se atoraban con los alegres comensales que bebían riendo ruidosamente. Salí acalorado para llegar a otro salón donde se encontraban las mujeres separadas de los hombres, quienes muy lejos de divertirse solamente engullían bocadillos en silencio.
Los novios se encontraban sentados en grandes sillas decoradas, él tenía la petulante apariencia de haber logrado lo que perseguía, su expresión era muy distinta a la de su consorte quien tenía la cabeza baja en expresión de irremediable tristeza. La novia estaba envuelta en bellísimo y costoso sari rojo del color de la sangre virginal, su seda lucía intrincados bordados en hilo de oro. Aquella melancólica muchacha se hallaba muy lejos de disfrutar aquel festejo. Al ver a la pareja sospeché que se trataba de un matrimonio arreglado. Los hombres agrietaban la noche con sus risotadas. Las mujeres deambulaban serias y amargadas dejándose engordar dentro de elegantes vestimentas adornadas con seda y plata.
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3 Sadhu hombre santo de la India, 1985 ©Manuel Peñafiel
Al otro día el despertador sonó a las cinco de la madrugada. Me alisté rápidamente. Subí al automóvil de alquiler que me aguardaba. En las orillas del Ganges alquilé una frágil embarcación que me llevó sobre plácidas corrientes frente al gigantesco solar asomándose en un místico amanecer, en el cual los peregrinos se bañaban en aquellas milenarias aguas purificándose de cara al enorme astro. Junto a mi bote pasó una lanchita donde viajaba una niña cobijada con una vieja manta. Sus enormes ojos infantiles irradiando pureza. Cuando la lanchita atracó ella bajó los escalones del muelle para introducirse al sagrado río. El sari que usaba se desenredó con la corriente. La tela ondeaba sin descubrirla totalmente. La niña se lavó el cuerpo y el rostro. Juntó las manos para rezarle al agua y a los dioses invisibles y se hundió toda. El sari flotaba pero ella no. El bote donde yo viajaba se alejó de ahí. La niña quedó oculta entre aquella miseria apaciguada con la religión; me inquieté al no verla emerger del agua, pero al fin resucitó igual a la esencia de un antiguo lirio floreciendo en su ambiente natural.
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4 Pordiosero, India, 1985 ©Manuel Peñafiel
Esa misma tarde visité una fábrica de saris donde observé hermosas tiras de pura seda con las cuales las mujeres indias enredan su sinuoso cuerpo para luego caminar con su cotidiana beldad.
En la noche bajé a cenar al comedor del hotel. De nuevo oí la música en el salón de fiestas. Con el estómago lleno de deliciosas viandas me asomé al festejo. Se trataba de otro enlace matrimonial. Algunos de los ahí reunidos notaron al curioso extranjero y me invitaron a pasar. Esta vez decliné la amable invitación. Desde lejos observé otra vez a las mujeres sentadas y comiendo en silencio contrastando su recatada actitud con el desenfado de sus los maridos divirtiéndose.
Igual que en la boda de la noche anterior, la pareja que contraería nupcias se encontraba sentada en grandes y altas sillas apartadas de los invitados. El novio orgullosamente henchido correspondía a los saludos de sus amistades. La novia guardaba silencio sumida en sedosa tristeza, sus bellos ojos se encontraban en el vidrioso preámbulo a una lágrima que correría su maquillaje.
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5 Sadhu hombre santo de la India, 1985 ©Manuel Peñafiel
El viaje continuó. Llegué a Khajuraho donde el arte religioso de la India se desbordó sin limitaciones. Enteras horas permanecí ante aquellos templos donde la piedra esculpida es avalancha erótica con acrobáticos protagonistas que se enlazan con la lengua mientras sus cuerpos denotan intenso placer pétreo, en aquellas apasionadas uniones las mujeres con angostas cinturas emergen con impecables y abundantes senos inflamando al libido para inspirar inacabables caricias, posiciones en exitosas copulas.
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6 Niña aldeana de la India, 1985 ©Manuel Peñafiel
Cuando entré al Taj-Mahal en Agra de nuevo vi a la niña que días antes había estado en una lanchita sobre las aguas del río Ganges. Ella llegó al umbral de aquel magnífico mausoleo, se descalzó y con la mirada me insinuó a seguirla sobre el mármol reluciente. Caminamos mezclados con los visitantes quienes nos recibían con la dulzura que hay dentro de los indios. La niña se perdió entre el gentío. Volví varias tardes a buscarla. Me sentaba sobre el césped mirando el enorme espejo de agua donde se refleja el Taj-Mahal, mientras bajo los frondosos árboles me dedicaba a alimentar a las ardillas arrojándoles cacahuates.
En el crepúsculo apareció la niña. Vestía un sari guinda y verde. El hilo de oro formaba rosas y espinas en la tela. Al acercarme ella hizo un ademán para detenerme. Alzó la palma de su mano, noté que la tenía maquillada. Los diseños en su piel eran el laberinto de una infancia solitaria. Le pregunté en español quién era. La niña sonrió sin pronunciar palabra. Repetí la pregunta en inglés. La chiquilla tomó una hebrita del hilo de oro de su sari. Lo jaló y una rosa se deshizo. En un puñito recogió las espinas que se habían caído de la tela. Sin podérselo impedir, la niña se las llevó a la boca y las tragó. Comenzó a escupir sangre. Entonces se acercó a mí y al besarme, empujó a mi boca las espinas que aún quedaban en la suya.
Las filosas puntas cortaron mi garganta, la sangre escurrió por mis comisuras. Aquella tierna seductora estirándose de puntas para alcanzarme cobijó la hemorragia. Quise retenerla junto a mí, sin embargo, se alejó hasta perderse en la muchedumbre. Jamás la volví a encontrar.
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7 India, 1985 ©Manuel Peñafiel
La melancolía me acompañó hasta Aurangabad donde se encuentran las cuevas de Ellora y Ajanta. A simple vista solamente se ven modestas entradas en las montañas. Seguí a mi guía quien mantenía una lámparita para alumbrar el interior. Estando dentro me percaté de la ardua labor que se llevó para realizar estas obra. El logro fue cavar adentro de la montaña vaciándola de sus rocosas entrañas para ahuecar espaciosas salas subterráneas cuyas columnas de sustento son de la pétrea bóveda de la montaña misma. Algunos muros se encuentran decorados con bellísimas pinturas mostrando episodios en la vida del predicador Buda. El guía me condujo ante una enorme estatua del profeta en la cual su rostro cambia de expresión según el ángulo desde donde se mire; de esta manera sus facciones inspiran paz y a la vez rigor. Las cuevas de Ajanta son magnificencia pictórica, en cambio las cuevas de Ellora, apabullan al visitante con imponente grupo de gigantescas esculturas labradas en las duras entrañas de este planeta.
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8 Novia en su boda, Varanassi, India, 1985 ©Manuel Peñafiel
En un cajón mental guardo los momentos en que subí y bajé de aviones indios. Algunos con tal retraso que tuve que dormitar en duras sillas de rústicos aeropuertos. Los choferes me llevaron brincando sobre los baches de angostísimas carreteras pasando velozmente junto a vacas y camellos. En la distancia se divisaban diminutos y móviles rubíes que al acercarme tomaban formas femeninas.
Ahí, en tal cajón conservo los arrugados boletos que empleé para trasladarme a Jaipur, Udaipur y Nueva Delhi, lugares todos con sutil y brusca conformación.
India es tierra digna y eterna. El aroma del misterio flota en aquellos sitios donde se enraizaron la sabiduría y las leyendas que han alimentado a generaciones de creyentes al través de incontables épocas.
Gracias India por haberle dado la bienvenida a este peregrino occidental dentro de tus ensoñaciones y activa contemporaneidad.



©Manuel Peñafiel - Fotógrafo, Escritor y Documentalista Mexicano.
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De izquierda a derecha:
9 Cristina en Khajuraho, India, 1985 ©Manuel Peñafiel
10 Autorretrato en Khajuraho, India, 1985 ©Manuel Peñafiel
11 Cristina en Khajuraho, India, 1985 ©Manuel Peñafiel
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