33 FRANCIA

© Manuel Peñafiel, Fotógrafo, Escritor y Documentalista Mexicano.

6/5/202523 min read

                                                                       1 1982 ©Manuel Peñafiel

Después de la India viajé a París, donde alquilé un departamento en la calle Notre – Dame – des - Champs en el barrio de artistas Montparnasse, donde me encontraba rodeado de gente dedicada a la pintura y la escultura. Cuando salía a la calle veía a mujeres y hombres con lienzos y estuches de pinturas bajo el brazo. Cierta mañana me atreví a hacer algo que siempre deseé, entrar a una academia para aprender a usar el pincel sobre el lienzo, así que me aventuré a cruzar aquel umbral donde el encargado era un inmigrante español, sin embargo, petulantemente se negó a darme la información hablándome en idioma castellano, así que en mi rudimentario francés le pregunté si podría tomar clases de dibujo. No volteó sin siquiera a mirarme, escupió el horario y precio de las clases. Cuando le pregunté que era necesario llevar entrecerró los ojos y sentí su desprecio despeinarme.

Trae fusain y papel Ingres: dijo gargajeando las palabras.

En la tienda para artículos para artistas me enteré de que fusain significa carboncillo en francés.

Esa misma tarde tímidamente entré por una puerta que decía Atellier de Peinture et Dessin, donde una docena de personas pintaban a una modelo que se encontraba lánguida en desnudo bostezo. Encontré un desvencijado caballete donde puse mi carpeta con la hoja de papel sujeta por dos pinzas. Comencé a dibujar deprimente monigote. Después de transcurrida hora y media se acercó la maestra. Bruscamente dijo en francés vociferante:

No pierdas el tiempo con los detalles. Observa las direcciones del cuerpo. Traza la figura.

Con estos sonoros comentarios aquellos que antes se encontraban absortos en su trabajo se percataron del avergonzado aprendiz que batallaba por dibujar algo reconocible en el rincón más alejado de aquel estudio. Todos al mismo tiempo posaron su mirada en mí. El carboncillo con el que dibujaba se rompió al apretarlo mis intimidados dedos.

Las jornadas en dicha academia transcurrieron en dolorosa frustración. Había momentos en que me resistía a volver ahí. No era capaz siquiera de dibujar el polvo del suelo sobre el que estaba parada la modelo. Un día la maestra hizo tales aspavientos que temí que me tomara por el cuello. Gritó que si acaso yo no sabía que las hojas de papel tenían derecho y revés. Jamás volví a confundir anverso con reverso.

Con el tiempo fui deshaciéndome de la tensión. Más tarde dos amables pintores que ya habían enraizado en la academia me nutrieron con sus consejos. Uno de ellos se llama Serge. La otra espontánea ayuda fue de Akiko san, artista japonesa nativa de Kyoto. De nuevo Japón me mostraba su sol naciente entre los plomizos nubarrones parisinos.

* * * * * * * *

Dentro del diminuto apartamento rentado en París necesitaba aire fresco, así que decidí ponerme la chaqueta para salir a caminar. El sendero de grava en el Jardín Luxemburgo era sonoro con las piedras bajo las suelas de mis zapatos. El viento comenzó a silbar de una manera extraña. La temperatura bajó considerablemente. Sentí frío. Subí la cremallera de la chamarra y rechinó. Al meter las manos a los bolsillos encontré en uno de ellos un viejo papel arrugado con algo escrito. No entendí lo que decía, estaba escrito en idioma desconocido.

Al día siguiente fui a la biblioteca donde trabajaba un anciano que parecía saberlo todo. Me miró con dureza al interrumpirlo de su concentrada labor en el archivo.

¿ Qué quieres muchacho ?, me preguntó impaciente.

Perdone que lo moleste. Pero podría, verá usted, es que yo; mi defectuoso francés se atoraba en mi campanilla. Me recriminé no haber ido a la escuela para aprenderlo.

¡ Vamos !, refunfuñó, dime qué te trae a verme.

Bueno, deseo que me haga el favor de traducirme algo.

¡ Ah !, los textos para traducir los debes dejar con la recepcionista, ella te avisará cuanto costará el trabajo y cuando estará terminado

No, no es eso. Solo se trata de unas líneas. Tímidamente le mostré el papel ajado.

El viejo arrugó la frente y se corrió los anteojos hacia arriba de su ganchuda nariz.

Veamos de qué se trata muchacho, quizás me permitas continuar trabajando.

El bibliotecario al ver los signos me miró enérgico.

¿ De dónde sacaste esto ?

Lo encontré, estaba en esta chaqueta usada que compré en el mercado de pulgas.

¡ Dime la verdad !, insistió, ¿ cómo obtuviste esto ?

De veras que no estoy mintiendo. La chamarra fue una magnífica compra. No revisé los bolsillos hasta hoy que encontré el papel. Sentí curiosidad por lo que dice. En realidad no deseo molestarlo.

LAS NINFAS DE LA BIBLIOTECA

                                                                       3 ©Manuel Peñafiel, 1982

Me sentí incómodo por tener que dar tantas explicaciones a un descortés desconocido, así que alargué la mano para recuperar el pedazo de papel. El viejo dio un paso atrás. Se metió el papelillo en la bolsa de su camisa. Abotonó su raído chaleco, ajustó la corbata de moño, tomó su saco y salió de la biblioteca, no sin antes decirme que regresara por la noche después de las nueve.

Así lo hice. Hacia ya varias horas que la gente había abandonado la biblioteca. Toqué la puerta. Nadie contestó.

Viejo loco, pensé.

Me disponía a irme cuando aquel gran portón tras de mí se abrió. El anciano con voz queda me invitó a pasar. Sin decir más, caminó por los oscuros pasillos donde se encontraban alineados los estantes con libros. Lo seguí hasta que llegamos al fondo del edificio. El viejo se agachó y me pidió que lo ayudara a alzar una tapa que conducía al sótano. Bajamos alumbrados por la lámpara que él encendió.

Estando ahí escuché susurros, parecían voces pero no lo podía asegurar. Ahora se abrió una pequeña puerta. Sorprendido entré a una gran estancia iluminada por hermosos candiles que pendían de la bóveda hermosamente decorada con pinturas al fresco. Nunca me había pasado por la mente que bajo la biblioteca pudiera existir un lugar tan suntuoso. El piso era de mármol blanco, sonoro y reluciente. El aroma era fresco.

Me detuve echando la cabeza hacia atrás para admirar las figuras pintadas en aquella cúpula. Bellas mujeres desnudas de facciones europeas, asiáticas y africanas se encontraban disfrutando envueltas con las aguas doradas de un río. Otras descansaban tiradas sobre la hierba, sus voluptuosos cuerpos tendidos brillaban secándose al sol. Algunos colibríes volaban suspendidos a la altura de sus pubis chupando el néctar de su carnosa intimidad. Un grupo de mujeres se acariciaban las florecientes ranuras de sus cuerpos con aquellas plumas desprendidas a las frenéticas avecillas tornasol.

                                                                    4 ©Manuel Peñafiel, 1982

Casi todas ellas eran adolescentes que recién habían dejado la infancia con rodillas y senos madurando en acalorado deseo. Sus bocas jugosas eran pocitos guindas anhelando el glande de un apasionado compañero, sin embargo, en todo aquello había algo desconcertante, de sus ojos parecía salir luz coralina en forma de intrigantes saetas;

fascinado, le pregunté al anciano que significaba tenía aquello, pero inesperadamente me percaté de yo me encontraba solo. Aquel intrigante vejete había desaparecido de súbito. Me intranquilicé con el envolvente silencio, ya no se escuchaban los sonidos que había percibido al llegar. Me sentí cansado, miré alrededor pero no había algún mueble o silla donde descansar.

Sentado en el suelo la frialdad me incomodó. Cada vez más fatigado me recosté las frías lozas me atravesaron hasta mi espalda, a pesar de esto quedé dormido.

Ignoro cuántas horas transcurrieron. Cuando desperté el sitió continuaba desierto. Busqué la puerta por donde tiempo atrás había entrado con el viejo. Me llené de nerviosismo al no encontrar alguna.

Grité: ¿ Hay alguien ahí afuera ? ¡ Por favor abran la puerta !

Nadie contestó. Caminé por oscuro pasillo hacia luz el final.

Era difícil creer que debajo de la biblioteca existiese dicha construcción subterránea, laberinto desconocido para la gente que a diario viene a leer en dicho sitio público. Al concluir aquel lóbrego pasillo encontré una confortable habitación ricamente amueblada con un diván de terciopelo verde al centro.

Recuéstate, oí que alguien decía. Era la voz de una mujer.

¿ Quién está aquí ? pregunté asustado.

Recuéstate, me volvió a ordenar.

Me senté en aquel mullido sofá. Miré a todos lados pero no percibía de donde había provenido la voz. Pensé que lo mejor era obedecer. Estando acostado me agradó disfrutar su comodidad.

                                             5 Mi modelo ajustándose las medias, 1996 ©Manuel Peñafiel

La habitación quedó en suave penumbra. Un sopor comenzó a llenarme la cabeza. Estiré el cuerpo, la sensación era agradable. Estaba dormitando cuando sentí que me descalzaban. Quise retirar el pie, pero me fue imposible, mi cuerpo se encontraba deliciosamente relajado.

Sentí como me desabotonaban la camisa. Luego salieron los pantalones y la ropa interior. Me encontraba desnudo sobre el terciopelo. Sentía su textura en medio de la ranura que forman los glúteos. Aquella pesada somnolencia me embriagaba.

Con dificultad pude abrir los ojos cuando sentí que alguien me sujetaba la mandíbula para abrirme los labios. Distinguí el pequeño trozo de papel que anteriormente le había dado al viejo encargado de la biblioteca. Las suaves manos femeninas lo introdujeron en mi boca.

¿ Para qué hacía esto ?, pensé sin poder articular palabra.

Aquellos tersos dedos con delicadeza sujetaron mi lengua y depositaron el trozo de papel justo debajo de ella. Al principio el papel seco se pegó a la carne. Mi salivación fue humedeciéndolo su sabor inundó la cavidad oral.

Las mismas manos femeninas que anteriormente me habían desvestido tomaron mi pene para chuparlo pausadamente, después de un exquisito rato se encargaron de cubrir mi cuerpo con ungüento que olía a menta y eucalipto. Los ágiles dedos me acariciaban las sienes. Sentía el papel desbaratándose dentro de mi boca. Bajando al pecho las dos manos apretaron mis tetillas masajeándolas suavemente. Mi lengua jugaba con los trozos de papel. Más tarde, las manos hicieron círculos alrededor del vientre. Acariciaron mis genitales. Yo sentía como las palabras escritas en el papel se filtraban a través de los poros del paladar subiendo hasta mi mente.

                                                                          6 En el estudio fotográfico 1996

Al pensamiento llegaron frases en idioma que arrastraba cientos de helados cascabeles. Comprendí que al través de las papilas gustativas yo era capaz de leer aquel manuscrito explicando cómo nace la luz que viaja por el universo en tropel de gigantescos volúmenes. Aquella escritura en el papel también me explicaba la existencia sumergida en la incógnita misma de lo inexplicable.

Mi cerebro viajaba por el ancho cosmos saturado de planetas y asteroides. Los siglos se desplazaban ante mí así como la historia de la vida. Una cadena de hielo se fue forjando ahorcando a la luz misma que se diseminó en informes restos de agonía.

De pronto, me percaté que con el masaje había ganado una erección. Las suaves manos sujetaban mi miembro vertical provocando que una derrama de sensaciones arquearan a mi excitado cuerpo. Jadeaba. El gozo era casi demoledor. Apreté los puños esperando la eyaculación tragué saliva, y al hacerlo, sentí que deglutía los trozos del papel raspando mi garganta.

Cuando estaba abandonado al placer ataron mis manos, con asombro sentí que introducían por el orificio de mi miembro algo como una sonda que subió por mis intestinos, y cual madeja se abultó en mi estómago. La empezaron a mover dentro de mis vísceras. Por instantes pensé que iría a defecar, no sucedió así, en cambio sentí que succionaban de mí. Abrí mis ojos con dificultad. Alcé la cabeza, todo estaba oscuro. Sin embargo, distinguí que de entre mis piernas abiertas emergía un fino hilo de vapor plateado semejante a un filamento. Estaban drenando mi energía vital. Fui perdiendo fuerza. Los párpados cayeron secamente como si de arena estuviesen conformados sobre mis globos oculares. Mi boca ahora estaba seca. La lengua parecía de trapo. Insoportable era la sed. Sentí que mi cuerpo se desmembraba, la sensación era igual a vulnerable lienzo yo flotaba en el aire. Caí sobre las ásperas rocas de la incertidumbre. Mi existencia era incorpórea. Solo existían mis pensamientos. Mi mente era toda mi posesión. El cuerpo había desaparecido. Los pensamientos se hirieron contra agudas navajas de hielo entumiéndose en glaciar de preguntas. La incertidumbre parecía no tener fin. Cuando casi moría la consciencia una leve sensación la movió era un vientecillo animando a las ideas. Mi yo cruzó por largos túneles, llegó a brillante desembocadura en océano de granate fundido. Sentí que me integraba a gigantesca ola en aquella bóveda espacial sin límites.

                                                                     7 París, 1986 ©Manuel Peñafiel

La idea viajó ininterrumpida. Vi todas las preguntas que se hace el ser humano flotando ingrávidas. Distinguí las respuestas esperando ser ligadas a su incógnita correspondiente. Mi cerebro lo percibía todo al mismo tiempo, el embrión y el anciano, la semilla y la primicia, el delirio y la cordura, la gota y la sequía, la mano y el abrazo, el deseo y el martirio, el placer y el vapor, la fuerza y los destellos, el relámpago y la cascada, el latido y la vulva, la voz y el silencio, la existencia y las vidas flotando en listones, algunos largos, sedosos, o ajados desprendiendo hilachos, otros enredados en moribunda madeja.

Las visiones continuaron no sé por cuanto tiempo hasta que los pensamientos se posaron en la playa de un instante. Luego, poco a poco empecé a recuperar la movilidad en el cuerpo. Era como si se hubiesen integrado todos los músculos de nuevo. Permanecí largo tiempo, tal vez horas en la misma posición boca arriba. Oí acercarse pasos.

Cálido aliento corrió por los pliegues de mi oreja acompañado de un susurro: Ven conmigo, musitó la femenina voz.

Era la de una espléndida hembra vestida con una translúcida túnica de seda permitiendo percibir sus erectos pechos y su exuberante anatomía perfumada. De la mano me tomó guiándome hacia el primer salón a donde había entrado. Se detuvo en medio de él, frente a mí inclinó su cuerpo para sujetar el filo de su vaporosa prenda. Cuando empezó a alzarla pude admirar sus macizos muslos. Llevaba medias negras. Se recostó sobre las lozas de mármol. La seguí al piso que aún permanecía frío. Ella acabó de descubrir sus extremidades. Las abrió lentamente. Jaló de mí sobre ella. La penetré. Cambió de posición, ahora estaba sobre mí. Con la suave túnica hasta la cintura. El mármol me quemaba por lo gélido, sin embargo mi cuerpo transpiraba en delicioso contraste.

Ella jadeó ¡ ahora !, y su voz colmó todo el recinto. Los dos alcanzamos nuestra mutua y simultánea satisfacción, fue entonces que dejó escapar un grito aún más fuerte que el primero golpeando al silencio con el aleteo de jubilosas aves.

Agotada por el placer cayó sobre mi pecho. Apreté sus nalgas pues sentía que aún me vaciaba dentro de ella. Quedé dormido.

Cuando desperté estaba de nuevo oscuro. Abracé contento a la mujer. Con terror sentí que todo su cuerpo crujía igual a un ataúd de madera añeja, despedazándose entre mis brazos quedó convertida en un sin fin de trozos tiesos de pergamino antiguo.

* * * * * * * * * *

EL CANTANTE DEL METRO

                                                                    8 París, 1986 ©Manuel Peñafiel

Hilos de oro sostienen al sol, cada pensamiento optimista nutre su resplandor. Estamos ocupados y olvidamos que al sonreír podemos vivir, dejemos a un lado la prisa, disfrutemos con nuestros sentidos la luz, la brisa y la poesía. Los pasajeros del tren subterráneo parisino apáticamente oían las estrofas de esta canción entonada por un joven acompañado de su deteriorada guitarra.

De pie con las piernas separadas para guardar el equilibrio por el movimiento de los vagones del Metro, aquel muchacho rasgueaba las cuerdas de su desafinado instrumento. Su delgada voz llegaba a los asientos donde viajaban los diversos ocupantes que utilizaban el veloz tren. Aquel modesto trovador al terminar de cantar pasaba frente a la gente una cajita de hojalata para recolectar las frías monedas que escasamente caían dentro.

El muchacho tendría algo más de veinte años. Su cabello oscuro hacía contraste con la blancura de su piel. El rostro era de rasgos delicados conformando sus melancólicas facciones. Vivía en los barrios pobres de la ciudad. El dueño de una tienda de aceites y combustibles le permitía hospedarse en la bodega del fondo, con la estricta condición de que no fumara dentro del cuartucho.

En húmeda pocilga con sucias paredes verdes vivía aquel muchacho. Las frías mañanas hacían que se despertase temprano. Después de estirarse en ayunas prendía el interruptor de la pared para que el solitario foco que colgaba de un alambre alumbrara el interior de aquel cuartucho sin ventanas. Luego, conectaba al enchufe de la pared una pequeña parrilla sobre la cual calentaba una abollada cafetera. Con su mano izquierda sujetaba la taza y sorbía lentamente el humeante líquido, mientras que con su mano derecha acariciaba la cajetilla de cigarrillos que se encontraba en la bolsa de su camisa. Sabía que no podía encender alguno hasta que se encontrase fuera de la bodega de carburantes. Después de anudar las agujetas de sus toscos zapatos salía a la bulliciosa calle donde los apresurados transeúntes se dirigían a sus labores. Era ahí, donde le daba lumbre a su anhelado cigarrillo paladeándolo pausadamente sintiendo como el humo penetraba a su pecho hasta llegar a sus estropeados pulmones; después lo dejaba salir espesamente por los orificios de la nariz y el resto por la boca. Una áspera tos hacía que encorvara el cuerpo hacia adelante. Escupía al suelo y proseguía su marcha hacia la estación del tren metropolitano. La mano con que sujetaba el cigarrillo le gustaba cerrarla ligeramente en forma de concha para sentir el agradable calorcillo de la brasa.

                                                                           9 1982 ©Manuel Peñafiel

Cuando llegaba a la entrada del Metro no se detenía en las taquillas para comprar boleto, sino que con la habilidad adquirida por la costumbre, saltaba el molinete que gira permitiendo la entrada a los usuarios que sí introducen su boleto. Seguido de esto, el atrevido polizón se introducía a los túneles que conducen a los trenes.

Casi todos los días bajo el letrero que indica la dirección hacia el sur de París se encontraba con un pedigüeño rechoncho, ajado y casi ciego a causa de la diabetes originada por el alcoholismo, quien al aproximarse la gente exageraba su dolencia para que lo creyesen totalmente invidente. Aquel menesteroso conocía perfectamente la silueta del muchacho trovador, y cuando éste se acercaba no ocultaba su regocijo.

Siempre lo saludaba de la misma manera, preguntándole cómo iban sus composiciones musicales. El joven dándole afectuosas palmadas en el hombro, le respondía mintiéndole que una disquera ya se interesaba por sus canciones. Inmediatamente el pordiosero entornaba el rostro hacia arriba igual a jubilosa foca ebria, y le gritaba:

¡ Sigue componiendo, ya que pronto ganarás un disco de platino, tus canciones algún día el mundo entero las escuchará !

Los pasos apresurados del muchacho se alejaban a su espalda. El pordiosero suspiraba pesadamente para sumirse en su purgatorio cotidiano.

El muchacho trepaba al interior de un vagón instantes antes de que las puertas se cerrasen. Dentro miraba a su alrededor. Los asientos los ocupaban personas con rostros aburridos, así que su trabajo era desentumir a esos moribundos citadinos para arrancarles unas cuantas monedas.

Entonando canciones de ingenuidad oxidada transcurrían los meses. La pobreza y la mala alimentación empezaron a deteriorar su salud. La anemia hacía que su cuerpo le pesara. Había ocasiones en que la debilidad lo envolvía en espeso sopor quedándose dormido en las estaciones del tren subterráneo, aunque siempre con su brazo izquierdo resguardando su guitarra.

Cierta ocasión en que se encontraba profundamente dormido fue despertado bruscamente por un empellón; se trataba de un par de trabajadores que se disponían a colocar un enorme cartel publicitario en la pared. Con bromas insultantes, le dijeron que se quitara de ahí para que no estorbara.

                                                                            10 1982 ©Manuel Peñafiel

El atolondrado trovador torpemente acomodó su gorra y fue a sentarse sobre otro sitio alejado de la escalera y las cubetas de aquellos que se habían burlado de él.

Todavía adormilado observó como los dos hombres comenzaban a pegar las tiras del anuncio. Primero apareció una línea diagonal entre dos puntos. El muchacho al principio no reconoció lo que era, pero una vez estirado el papel pudo leer 35%.

Los trabajadores prosiguieron su labor. El muchacho continuó observándolos. Ahora se podía leer con letras grandes y llamativas: 35% de descuento en nuestra quincena dedicada a la ropa interior para dama. Visite nuestros almacenes en toda la ciudad. Busque las etiquetas marcadas con descuento.

Los empleados no se detuvieron, faltaba colocar la otra mitad del anuncio. Entre risas y palabrotas continuaron su faena. Esta vez al ir pegando el cartel surgieron dedos. Eran los dedos de unos pies. No un par, sino tres pares de pies. El joven vio aparecer rodillas luego largas y bien formadas piernas femeninas.

                                                                            11 ©Manuel Peñafiel

Cuando los trabajadores se retiraron, el muchacho quedó solo en la estación del tren contemplando el gran anuncio del almacén, donde aparecían tres hermosas mujeres modelando delicada lencería. Toda la ambientación en el anuncio lograba dar la sensación de un etéreo jardín ornamentado con inalcanzables deseos. La fotografía mostraba a dichas hembras simulando ser esculturas. La del centro se encontraba de espalda con el cuerpo descubierto a excepción de sus caderas cubiertas con los breves pliegues de ligera tela. A su derecha la otra joven modelaba sutiles prendas, sin embargo, la joven de la izquierda, fue la que le llamó la atención al cantante ambulante, ya que bellamente parecía flotar. Sus finas rodillas servían de preámbulo a perfectos muslos. El plano vientre parecía moverse ligeramente como si dentro de aquel enorme cartel ella misma respirase. Sobre sus hombros caía cascada de luz derramada a erguidos pechos sostenidos en copas de volátil encaje.

El muchacho no se percató de que la estación comenzaba a llenarse de gente dispuesta a subir al tren. El bullicio lo sacó de su trance. La multitud acabó por bloquearle la visión. Ya no podía contemplar el cartel. Malhumorado decidió irse al cuartucho donde solía pernoctar. Tan ensimismado iba que pasó de largo a su amigo el pedigüeño. Ni un saludo le dirigió esta vez.

El ensimismado joven se recostó en su camastro. Con los ojos abiertos en la oscuridad recordó el anuncio. El rostro de la mujer con su boca presta. Sus ojos eran verdes del mismo tono que las aceitunas del mediterráneo. Y así quedó dormido olvidando echarse sobre el cuerpo su raída frazada.

Al día siguiente, se incorporó. Prendió un cigarrillo y se anudó las agujetas de sus burdos zapatos. Salió de prisa del almacén de combustibles y lubricantes. Apenas oyó la voz del dueño que le reclamaba que hubiese encendido un cigarrillo dentro de su local.

Llegó a la estación del Metro, brincó por encima del torniquete y se dirigió directamente al cartel publicitario. Sentado en el suelo lo observó durante horas. Cuando la gente llegaba y se paraba a esperar el tren frente al anuncio, les gritaba que se quitaran de ahí, pues le impedían disfrutarlo. Algunas personas simplemente se alejaban, otras le devolvían toda clase de insultos antes de subir.

                                                                           12 ©Manuel Peñafiel copia

Pasaron varios días. El joven ya casi no recorría los vagones cantando. Postrado frente al anuncio trataba inútilmente de componer, pero nada salía de su guitarra. Ninguna melodía lograba tomar forma. La obsesión por aquella mujer le diluía las ideas agujerándole la calma.

Desganado retornaba a su cuartucho a dormir. Ya no prestaba atención al dueño de la bodega que le reclamaba que hubiesen colillas de cigarrillo tiradas por el suelo.

Cierta noche en que llegó a la bodega se topó con un gran candado impidiéndole el paso. El enojado propietario había decidido echarlo a causa de su desenfadada actitud, ya que era peligrosamente irresponsable fumar tan cerca de los líquidos inflamables.

El muchacho no le dio importancia al asunto. Al fin de cuentas, podía dormir dentro de los túneles de las estaciones del tren subterráneo de la misma manera que los hacen los vagabundos, y borrachines que merodeaban el lugar. Con su amigo el pedigüeño ciego compartía duro pan y vino barato. El joven casi no salía a la calle. Gastaba los días deambulando dentro de la red ferroviaria subterránea.

Conforme pasaba el tiempo empezó a molestarle cuando la gente se detenía a observar el anuncio publicitario. Particularmente le irritaba cuando los hombres que esperaban el tren miraban a su mujer preferida del cartel. No le importaba que la gente mirase a las otras dos ya que las consideraba unas desvergonzadas, pero a la que él consideraba “ su mujer “, no deberían mirarla estando así. Atrevidamente hermosa a medio vestir.

                                                                               13 ©Manuel Peñafiel

Ya tarde una noche en que se disponía a dormir en un rincón oyó las voces y risas de jóvenes que bajaban las escaleras. Era un grupo que probablemente regresaba de alguna cantina. Uno de ellos se dirigió al cartel y mostró a sus amigos las mujeres en el anuncio. Intercambiaron bromas obscenas y las risotadas fueron más sonoras. El mozalbete se acercó y en forma grotesca empezó a acariciar los pechos impresos en el papel. Sus otros amigos explotaron en carcajadas. Animado por el efecto de sus bufonadas, continuó alardeando su imaginario machismo. Luego con un plumón escribió vulgaridades sobre el vientre de la joven. El trovador al presenciar todo aquello saltó erizado, e igual a un enardecido felino dejó escapar un agrio rugido que cortó al aire.

Los sorprendidos mozalbetes vieron como se aferraba al cuello del que antes payaseaba, sus manos lo asfixiaban. Inmediatamente los demás corrieron al auxilio de su compañero de parranda. Los fuertes brazos de los otros lanzaron al muchacho contra la pared embistiéndolo tupidamente con puñetazos y patadas. Llegó el tren. La pandilla subió.

¡ Ese tipo está loco !, alcanzó a decir uno de ellos cuando el tren arrancaba.

Los vagabundos que se encontraban pernoctando en dicha estación se dirigieron para auxiliar al herido que arrojaba sangre por la boca. Lo sentaron para que no se ahogara, después lo taparon con periódicos. Luego aquellos desposeídos se durmieron finalmente sujetando su botella.

Al otro día, cuando la gente comenzó a llegar aquellos vagabundos se escabulleron de la estación del Metro como siempre solían hacerlo por temor a las represalias de la policía. El trovador fue incapaz de incorporarse. Los gendarmes se lo llevaron por vagabundo a la penitenciaria de donde lo echaron después de algunos días.

Al recoger sus pertenencias, preguntó por su guitarra. El policía tras el mostrador le dijo que ahí había llegado sin guitarra alguna. Trató de reclamar pero fue en vano. Comprendió que alguien la había robado aquella noche en que quedó inconsciente tras la brutal golpiza.

Con el cuerpo lastimosamente magullado salió a la calle donde sintió en el pecho un agudo dolor que se extendía a su brazo izquierdo. Al llegar a la estación del Metro no pudo brincar el torniquete giratorio para introducirse sin pagar. Dificultosamente se escurrió entre una de las puertas automáticas. Una vez dentro, distinguió entre la gente la figura de su amigo el limosnero invidente. Se abrazaron brevemente. El viejo le ofreció un sorbo de su oscura botella. Aquel licor adulterado le supo amargo, lo tragó de prisa.

                                                                          14 ©Manuel Peñafiel

Bajó las escaleras y se detuvo ante las vías ferroviarias delgadas sin final. Se preguntó cuántas personas habrían viajado en esos veloces vagones. Vidas cotidianas sin emoción arribando s sus labores todos los días a la misma hora. En ocasiones corriendo para no llegar tarde a sus empleos. Monótona ocupación necesaria para poder subsistir, ganando el dinero requerido para alimentarse y vestirse durante toda una vida dedicada a eso, simplemente a sobrevivir.

Aquel deprimido trovador pensó que las vías del tren eran largas y oscuras sogas hechas con toneladas de acero. Si se fundiera ese metal se podrían hacer miles de grilletes, sin embargo no era necesario fundir las vías, los grilletes ya estaban forjados, eran invisibles la gente los usaba sin percatarse, atados a su cotidiana rutina.

Momentos después, él se percató de que el cartel publicitario aún permanecía adherido a la pared, una parte se encontraba cubierto, pues vendrían a poner otro anuncio distinto encima. Se acercó para ver a la mujer de quien se había enamorado. La humedad en la pared le había causado feas manchas profanando su hermoso rostro. Su cuerpo antes níveo, ahora estaba marchito y arrugado.

                                                                              15 ©Manuel Peñafiel

El muchacho sacó de su bolsillo un viejo pañuelo intentando limpiar la piel de la mujer que amaba. Con ternura se dedicó a pasarlo sobre la inmensa figura impresa en el anuncio. La gente que pasaba lo observaba con curiosidad. Algunos se mofaban, él proseguía sus mimos sin prestarle atención a nadie ni a nada.

La noche arribó. La estación del Metro quedó vacía. Él se dedicó a contemplar a la mujer del cartel publicitario. La vio radiante como en el primer día. La vio salir del jardín donde había sido fotografiada y acercarse a él. La veía moverse seductoramente. Su torso subía y bajaba al ritmo de aquella tenue respiración. Aquellos antojables labios susurraban excitantes insinuaciones. El trovador se acercó atraído por aquellos ojos enormes pozos de fundida agonía. Comenzó a acariciarla. Las manos le sudaban, así que le ofreció una caballerosa disculpa. Puso su mejilla contra el vientre de la hembra sintiendo que lo atraía una espiral. La inercia le nubló la vista. Zumbido filoso perforó sus sienes. Podía sentir la carne de ella apresada entre sus hambrientos dedos. Por los orificios de la nariz del trovador penetró el aroma de una roja rendija íntima. La penumbra lo arrojó en deseo desnudo contra su amante, quien lo recibió en hojarasca suave, la cual cubrió aquella soledad acumulada que lo había oprimido durante su desdichada vida de cantante callejero.

Él entró a la encendida anatomía femenil, sintió su oscilante vulva en rítmica sincronización con los embistes masculinos mojándose ambos en oblicuos líquidos vaginales. Los pechos de la mujer eran aún redondos cautivos en prisión de encaje, así que él arrancó la prenda rasgándola en febril filigrana, hundiendo su rostro en tersa carne hasta ya no pudo respirar. Se apartó para tomar aliento poniendo su quijada sobre el hombro de ella que era reconfortante repisa para su ansiedad.

El hombre arañaba el papel desgarrando en el clímax la efigie de su amante. Sintió que de su pene emergía espeso borbotón con diminutos alfileres blancos picando en delicia delirante. Él abrió la boca, y vio como surgía de sí mismo un pez de espuma intangible que nadó en el espacio de una llama existencial. Su conciencia se diluyó en vibrantes hilillos que lo llevaron a los pliegues del silencio.

Al día siguiente, el guardia que hacía su ronda matutina reportó el cadáver de un hombre. Al dar las señas para que viniesen a recogerlo indicó que el cuerpo yacía en la estación sur del tren metropolitano, bajo un cartel publicitario anunciando lencería.

* * * * * * * * * *

                                                                                 16 ©Manuel Peñafiel

El departamento que yo rentaba en París era tan chico que cuando la encargada de la limpieza pasaba la aspiradora yo tenía que salirme al pasillo, pues no cabíamos ambos dentro. Todo era tan pequeño que en el televisor no podía ver películas solamente cortometrajes, el directorio telefónico estaba escrito en taquigrafía, al tostador de pan solo le cabía una rebanada, y cuando se descompuso la diminuta cerradura tuve que llamar a un relojero para que la repara.

Muchas lluviosas tardes redacté ideas y pensamientos sobre el papel, mi siempre generoso anfitrión. Escribir sinceramente es decir yo existo.

El farol de la calle alumbraba la ventana de la habitación. La cortina de tul se levantaba de vez en vez cuando soplaba el viento, y entre uno de sus pliegues salí de París. Así dejé a la buena Francia que me hospedó magníficamente durante meses.

©Manuel Peñafiel - Fotógrafo, Escritor y Documentalista Mexicano.

El contenido literario y fotográfico de esta publicación está protegido por los Derechos de Autor, las Leyes de Propiedad Literaria y Leyes de Propiedad Intelectual; queda prohibido reproducirlo sin autorización y utilizarlo con fines de lucro.

This publication is protected by Copyright, Literary Property Laws and Intellectual Property Laws. It is strictly prohibited to use it without authorization and for lucrative purposes.

2 ©Manuel Peñafiel, 1982

De izquierda a derecha:

17 ©Manuel Peñafiel

18 ©Manuel Peñafiel

19 ©Manuel Peñafiel

20 ©Manuel Peñafiel

21 ©Manuel Peñafiel

22 ©Manuel Peñafiel 1986

23 ©Manuel Peñafiel, 1986

24 ©Manuel Peñafiel 1986

25 ©Manuel Peñafiel 1986

26 En mi departamento, 1981 ©Manuel Peñafiel

27 En mi departamento de Tecamachalco, 1981 ©Manuel Peñafiel

28 Quitándose las medias, 1981 ©Manuel Peñafiel

29 De París, 1986 ©Manuel Peñafiel

30 De París, 1986 ©Manuel Peñafiel

31 De París, 1986 ©Manuel Peñafiel

32 La esclava, 1981 ©Manuel Peñafiel

33 La esclava, 1981 ©Manuel Peñafiel

34 La Esclava, 1981 ©Manuel Peñafiel

35 La esclava, 1981 ©Manuel Peñafiel

36 ©Manuel Peñafiel

37 ©Manuel Peñafiel

38 ©Manuel Peñafiel

39 ©Manuel Peñafiel

40 ©Manuel Peñafiel