34 AUTOAUSCULTACIÓN
© Manuel Peñafiel, Fotógrafo, Escritor y Documentalista Mexicano.
6/5/20258 min read
En este libro volqué vivencias vomitadas y entintadas. Abordar ciertos temas produjo dolor diferido. Sin darme cuenta, el cuerpo se contraía al escribir pesares acumulados. Cierta madrugada un agudo dolor salió de mi cadera izquierda, desparramándose a las piernas. Tuve que apoyarme en las paredes para lograr llegar al baño. Caminar era tan doloroso que las lágrimas brotaron. Volví a la cama donde me acurruqué hasta que la luz del día indicara prudente hora para marcar el teléfono del quiropráctico.
Fueron varios días los que vino a corregir el músculo que por la tensión emocional se había contraído. El dolor provocaba furia, así que arremetía contra las almohadas golpeando a los torpes progenitores que nos heredan traumas y vacíos. Maldije a los que haciéndose pasar por amistades únicamente buscaban mi dinero, me encontraba indigestado de tales decepciones. El malestar provocó que vomitara amargura acumulada. Dejé de escribir. Floté varios días semejante a un rechoncho abejorro temeroso de volverse a picar con su propio aguijón pretérito.
El quiropráctico me recomendó caminar durante hora y media todos los días para relajar el músculo contraído. Así que ponía el fonógrafo alto para que las sirvientas no oyeran mis gritos cuando forzaba a las piernas a emprender la dolorosa caminata hacia el futuro incierto.
Aún convaleciente la oscura tinta abrió conducto a lagrimones requemados, turbios párrafos describiendo saltamontes decapitados, lodosa tinta de fracaso forajido revolviendo con soledad de cunas a la siniestra noche.
Mi ánimo rengueó entre gemidos de gacela minusválida en el aspirar profundo del vacío. En el jardín las mandarinas se cuartearon, y las rosas se espinaron así mismas debido a mi indiferencia.
El quiropráctico me sugirió que al escribir lo hiciese en voz alta para que los sentimientos salieran físicamente. mientras no recuperara mi salud, la cual no mejoró por lo tanto me recetó reposo absoluto, así que até mis manos con hilo de cebolla para no escribir ni pintar. Dejé los lienzos. Los trazos esbozados al carbón quedaron en imprecisas radiografías al erotismo.
En las tardes procuré mirar la televisión comercial para distraerme, su insulsa programación me hizo despreciarla. Los cortes comerciales contaminaban con mensajes de falsos paraísos consumistas. Las semanas transcurrieron iguales a aturdidas pasajeras corriendo tras un tren sin destino.
Durante una de mis caminatas hallé un tinte de crepúsculo con el cual escribí sobre un trozo de corteza del árbol ámatl:
He visto a varias mujeres disolver sus volátiles aspiraciones empuñando un secador para cabello sobre su hueca cabeza.
Pensando que se embellecen para luego embalsamarse bajo frívolo maquillaje, sus frustraciones rostizadas han opacado mi áurea debilitada con sus insulsas charlas ornamentadas con bisutería intelectual. He consumado indiscriminados safaris sexuales obteniendo una colección de trofeos disecados con desengaños.
He tenido efervescentes encuentros sobre mullidos lechos, encima de la fresca hierba o acostados sobre pisos de tierra apisonada; lo mismo he despojado a mujeres de sus costosas prendas que desabrochado breves uniformes escolares, mientras aquellas fulgurantes ninfas mascan chicle bomba al momento de alcanzar su intenso orgasmo. Fusibles emotivos fundidos, sedas y calcetas arrumbadas. Caricias desperdiciadas me provocaron muñones. Mi visión quedó cocida, espejismo inmaduro caldeó un desierto.
He sido pintor rupestre, esclavo muerto en sepelio egipcio, mis sentimientos siempre han permanecido entre grilletes herrumbrosos, hundí mi buque ahogándose mi ilusa tripulación, la cual flotó hasta estrellarse contra arrecifes de sepulcrales.
Abandoné con repugnancia los templos habitados por sacerdotes sodomitas. Acabó el aroma a pirules, enterré mi vanidad. Desconecten sus audífonos pues el sonido de la música oxidado está. Arrojen mi fatua escultura y que cada mujer que he poseído desprecie cada trozo de mi arrogancia. Descuarticen a un egoísta seductor. Sujeten las falanges de mis dedos para usarlos como consoladores, y con el lejano rechinido de un orgasmo provocado arrojen paladas sobre mi cadáver sin rencor alguno.
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El trozo del ocaso fue haciéndose pequeño conforme trazaba palabras. La tiza luminosa quedó inmóvil. Pequeña y blanca yacía sobre la palma de mi mano. La tragué como aspirina espiritual. Luego subí al estudio donde tratando de ordenar desordenados archivos, por más que escombraba las dudas continuaron saliendo entre enzimas, moléculas suicidas, hojas de calendario antiguo, periódicos y un ensordecedor crujir planetario que me recordó que quince mil millones de años solo han servido para engendrar una tramposa criatura llamada ser humano, siendo yo uno de ellos.
Los minutos cósmicos requeridos para nuestro nacimiento, la raza humana los ha desdeñado y hecho pulpa de barbarie, actitud indigna y escupitajo gaseoso.
El orden del universo, esa maravilla tangible que se expande constantemente en titánica demostración de energía es sublime cuna de seres orgánicos sorprendentemente funcionales que desaprovechan su propio portento evolutivo.
El ser humano es criatura vil, ponzoñosa e inmisericorde en revuelta y desentonada actitud contraria a la sinfonía universal, es sanguinario agente que roe las células existenciales del equilibrio, protagonista del caos, traidor a las leyes de los monumentales mecanismos que poseen aquella luz propia que negamos vislumbrar. Después de esto apagué el televisor, pues el noticiario había concluído. Me dirigí a la alcoba. Dentro de la cama tardé muchos minutos en conciliar el sueño, las frazadas no eran suficientes para mitigar el frío del temor.
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En la madrugada desperté al tener dificultades para respirar. Tenía un gran peso sobre la espalda. Me sobresaltó sentir a aquel viejo que solía visitarme años atrás ahora sentado sobre mí. Su huesudo cuerpo se encajaba en mis carnes. Al verme despertar recriminó mi pereza. Tenía en sus manos el manuscrito de este libro. Lo leía indiferente, tirando al suelo las hojas concluidas. Sin moverse de su posición, dijo:
Así que esto es lo que has hecho en tu vida.
Yo no lo he hecho, la gente me lo ha hecho, respondí.
El viejo recibió con indiferencia mi evasiva respuesta.
¡ Vamos, pudiste haber hecho algo mejor que andar por ahí como becerro, meneando tu quejumbrosa campana.
Su comentario me irritó. Tomé fuerzas y me incorporé rápidamente con intención de aventar al viejo. Él hábilmente voló por el aire, cayendo de pie esbelto y erguido semejante a esquelética gladiola. Se disponía a hablar pero no se lo permití.
¿ No te das cuenta ?, le dije, que las circunstancias no han cambiado a pesar de los miles de años transcurridos.
¿ A qué te refieres ?, preguntó chasqueando la boca.
Me refiero a que desde sus inicios, el hombre se tuvo que convertir en cazador. Allá en la aurora de la humanidad ellos salían de las cavernas a buscar la comida la cual huía de sus lanzas sobre cuatro patas. Había que cazarla y matarla, llevándola a la cueva para alimentar a las mujeres y a los niños. Hoy en día el hombre continúa con la necesidad de salir de su casa para cazar los contratos, las ventas. Cazar el trabajo que le dará los medios para comprar comida y bienestar.
¿Y eso qué tiene que ver contigo ? , replicó el viejo.
También soy cazador, respondí. Durante los años jamás abandoné la aspiración de obtener lo más deseado.
¿Y qué es eso ?, escupió retadoramente.
La libertad que al final de cuentas llega herida, desflorada de las rodillas.
Aún así estás solo, se burló el anciano.
Sí, porque el espejismo del romance es ancho, pero al final seco de naranjas. Toqué con la piel pero mis sentimientos se hallan atrofiados. Mis relaciones han sido parodias del inconsciente, ya perdí la esperanza de encontrar a mi compañera. En el amplio mundo yo imaginé que hallaría a la que se atrevería a recorrer conmigo el sendero de la incógnita apresando asteroides, avivando el fuego en la cueva. Sin embargo habemos individuos incapaces de cohabitar durante prolongado tiempo con la misma hembra.
¿ Cómo puedes atreverte a aspirar a poseer compañera alguna ?
¿ Tú ya no mereces tal oportunidad después de haber desflorado vírgenes indiscriminadamente ?
No la merezco, respondí al viejo. Por primera vez lo miré a la cara, sin temor a su fantasmal amenaza. No todos los hombres son cazadores continué diciendo, algunos han caído o no han tenido la habilidad para tomar el arco y matar obstáculos. Las circunstancias no han cambiado. Existimos cazadores que hemos sido capaces de sobrevivir. Otros no lo han podido hacer por distintas circunstancias.
El viejo me miró con furia, odiando verme seguro de mí mismo. De sus ojos salió luz helada, filosa bayoneta microscópica que hirió mis retinas. El dolor acudió a mis pómulos y salió dejando boquetes sangrados por mis tímpanos.
El viejo me derribó con un golpe en el cuello. Caí atragantando dolor. Se sentó sobre mi pecho y con su antebrazo asfixiaba mi garganta. Le pedí que me dejara, al contario las súplicas avivaron su sadismo. Inflé mi pecho para reunir la fuerza suficiente para empujarlo. El viejo rodó por el piso entre maldiciones andrajosas. Sin perder un instante me incorporé y antes de que el viejo lograra hacerlo le salté encima. Bajo mis pies oí crujir sus costillas rotas. Alcé los pies pisoteando más su magullado cuerpo. Sus costillas despuntaron rasgando carne fláccida. Mis puños se hundieron en sus vísceras. Estallaron sus entrañas. Sabía que lo estaba aniquilando. El viejo entrecerró sus ojos de alimaña venenosa. No permití que su ponzoña apresara mi voluntad otra vez. Con escupitajos apagué el vidrio de sus ojos. Lo tomé por el cuello, apreté hasta que tronaron las vértebras de su abuso.
No lo hagas, alcanzó a decirme.
Claro que lo haré, rugí decidido. Te mataré. Tu eres la crítica, eres el hombre viejo dentro de mí y no sé en que momento permití que te materializaras. Ahora te romperé como a una momia heredada.
Mis padres ahogaron al niño que yo traía dentro, lo mutilaron, así como los abuelos secaron su propio jardín. Vivimos psicológicamente en la era de la piedra. Piedra contra piedra, golpe, chispa, sangre y luego nada. Somos el eterno experimento.
Infancia quebrada dentro de cautiverio escolar, mediocres maestros, sosa enseñanza, hipnotismo mitológico, jefes de estado megalómanos, frailes y concubinas, publicidad amoral, prensa morbosa todo esto apretando el torniquete que aprieta la cordura en la sociedad.
Con temores y mudo nerviosismo recibimos existencia, inconforme y solitaria. Asustadizos marineros nunca llegamos al puerto paterno, que lejano siempre estuvo de nosotros. Descalzos pisamos los pasillos de orfanatorio invisible el cual ahí siempre estuvo con ventanales empañados y muros descoloridos por la inseguridad.
Pero yo, célula contaminada grito:
El universo es mío, pese a los errores de quienes me trajeron. Soy grande, porque canto a pesar de haber llorado. Sale música de mis llagas. Me tengo a mí mismo. Que sepulten a las neuronas muertas. Viva la virginidad renacida, que sangre, que brille y manche de vida a la explosión de larvas y las convierta en seda erecta.
Cuando abrí mis manos que sujetaban el cuello del viejo, las vi tan vacías que vomité hueso. Me incorporé. Arrastré el cadáver al exterior. Saqué gasolina del tanque del automóvil, lo rocié y arrojé un fósforo y el ave hedionda ardió, haciéndose cien pedazos. Su carne rojinegra revuelta con plumas derrumbadas cubrieron con su hedor aquel momento.
Recordé mentalmente a todas las mujeres a quienes he lastimado. Arrojé a la lumbre mis egoísmos. Traté de purificarme en arrepentimiento a tiempo reconociendo mi arrogante egocentrismo, entonces fue que arrojé al vacío aquel espejismo de vivir en pareja con alguna hembra, la monogamia no germinó nunca en mí.
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©Manuel Peñafiel - Fotógrafo, Escritor y Documentalista Mexicano.
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