38 LA FUGA
© Manuel Peñafiel, Fotógrafo, Escritor y Documentalista Mexicano.
6/5/202514 min read
Años atrás Marita llegó a mis sentidos cuando ella tenía doce años, siendo hija de un conocido mío era durante las reuniones cuando los ojos de la niña conversaban con los míos y jugando matatena silvestre huíamos del humo de los cigarrillos, y los insulsos anécdotas de los ahí reunidos. Entre nosotros surgió el afecto al infiltrarse nuestras confidencias de solitaria infancia e inconforme adolescencia. Sus peripecias escolares me hacían recordar mis jugarretas juveniles.
Mientras frecuenté estas reuniones sociales fui testigo del florecimiento de Marita, quien dejó de ser niña para convertirse en atractiva joven, cierta mañana en que los compañeros de su escuela la invitaron a Cuernavaca, Marita se presentó en mi casa, sus ojos me miraron, en esa blancura flotaban dos esferas de cristal etéreo con incipiente seducción en matiz de avalancha. Aquella liquidez empapó a mis sentidos. Su cabellera estaba peinada hacia atrás en estampida de gacelas. El impecable cutis formaba mejillas rectangulares que fueron lápidas para mi calma. Sus caderas y muslos formaron una catapulta hacia lo imprevisto. Sentía ganas de abrazarla, pero lo único que pude hacer, fue decir:
Marita te has puesto muy guapa.
Ella sonrió divertida y exclamó:
¿ No vas a preguntarme que hago aquí ?
Lo importante es que viniste, respondí. Sentados sobre los almohadones de la sala, ordené que nos trajeran una infusión de jazmín. De la humeante jarra vertí el líquido en tacitas de ónix. Marita sorbía con cuidado para no quemarse. Cayó ligera llovizna en mi espíritu.
Ella estiró su sinuoso cuerpo, diciendo quedito:
Que bella casa, aquí podría vivir muy a gusto.
Nerviosamente respondí, yo busco una pareja, me gustaría invitarte a comer un día no muy lejano para tratarnos más.
Fue solamente una vez la que nos reunimos en un restaurante en la Ciudad de México, donde los dos nos entusiasmamos uno con el otro, pero al llegar a su casa y narrar lo sucedido, su padre se enfureció cuando se enteró de que yo la pretendía, prohibiéndole terminantemente volver a verme.
Nos llamábamos por teléfono a escondidas, de esta manera concertamos una cita en secreto. El día acordado fue un martes del mes de marzo. Mes anfitrión primaveral. Mastuerzo emocional. Mes de apetito soleado. Aquella mañana, estacioné el automóvil cerca de la casa de Maritza. Sabía que ella era puntual así que los minutos de retraso se hicieron larguísimos. Por fin la vi. Vestía chamarra de piel negra, minúscula faldita y medias del mismo color. Encima llevaba una blusa corta roja. Sus zapatitos de charol corrían inquietos ansiando saciar apetitos juveniles.
Bajé del carro. Quise estrecharla para besarla pero no me atreví. Quedamente musité algún cumplido que ella no escuchó.
Dentro del automóvil en marcha le dije:
Luces bella, me dan ganas de robarte.
Pues, ¿ por qué no lo haces ?, contestó.
Su mirada denotaba seductora franqueza.
Reí nerviosamente y agregué:
Yo he oído de algunas parejas que se han fugado.
Marita respondió:
Yo no solamente he oído hablar de ellas, sino que conozco a algunas de mi escuela que lo han hecho.
Al escucharla, mi mente me aguijoneó inquieta.
Escucha le dije, yo soy alguien libre, no tengo padre ni madre, ni perro que me ladre. No tengo limitantes, si lo dices en serio lo hacemos ahora mismo.
Ella se limitó a sonreír. El motor comenzó a calentarse debido a la lentitud con que se circula en la Ciudad de México, el percance me alejó de mis elucubraciones, forzándome a buscar una estación de servicio, pero no tuve tiempo, el motor se apagó, abundante humo salía por el cofre.
¡ Solo esto faltaba !, dije mascando las palabras. Estamos a punto de fugarnos y estalla el endemoniado carro.
Tuve la necesidad de caminar largo trecho hasta la gasolinería más cercana para conseguir ayuda. Un mecánico regresó conmigo. Marita saltó al volante. Su microfalda se alzó todavía más. Le exigí al mecánico que se diera prisa pues no dejaba de mirarle las piernas. Con la ayuda de amables transeúntes empujamos el automóvil hasta la estación, donde el muchacho prometió arreglar el desperfecto.
Aunque no lo crea, nos estamos fugando, así que por favor hágalo bien y rápido, le dije.
El mecánico sin apartar la vista del motor respondió:
Claro que le creo. Ya vi a la señorita, en sus ojos se nota que está decidida. Háganlo ahora. Si no lo hacen, luego se arrepentirán.
Seguido de esto guardó silencio para hundir sus aceitadas manos en la reparación.
Mientras el mecánico hurgaba entre cables y mangueras, Marita y yo nos sentamos a tomar un jugo planeando lo que haríamos.
Yo deseaba manejar hasta Cuernavaca, tomar dinero para continuar la fuga hasta las playas de Zihuatanejo, pero Marita sugirió pasar la noche en algún hotel de la Ciudad de México, pues temía que el automóvil volviese a fallar. Ella estaba pensando más atinadamente, me sorprendió su aplomo. Acerqué mi boca a la suya, rozando sus labios. Nos besamos por primera vez. Un silbido me hizo salir del trance, eran los chiflidos del mecánico para avisarme que el coche estaba listo. Después de decirme cuanto le debía, le dupliqué la cantidad. En un teléfono público llamé a Federico, un amigo que era gerente de un hotel cerca del aeropuerto para explicarle lo sucedido, él me ofreció su ayuda. En el hotel nos facilitó la mejor suite. Toda la tarde estuve intranquilo, temía que el padre de Maritza tomara represalias. Sabíamos que al llegar la noche tendríamos que avisarle que nos habíamos fugado.
Marcamos el número cuando pensamos que él ya se encontraría en casa. La línea permaneció ocupada durante varios intentos. Esto nos puso más nerviosos. Cuando entró la llamada la voz rancia por el tabaco de la esposa de mi conocido contestó. A pesar de sus protestas pedí hablar con su marido.
Marita está conmigo, le dije. Te llamamos para que no te angusties pensando en un accidente o secuestro.
No tuvimos otra alternativa más que fugarnos debido a que ustedes se negaron rotundamente a nuestra relación. Ahora puedes decirme todo lo que quieras, estás en tu derecho. Esperé a que los insultos cayeran sobre mí en filosa grava, sin embargo no sucedió así. La habitación se sintió pesada, parecía que el voltaje de las lámparas hubiera disminuido. Se podía sentir agrio aire envolver al estado de ánimo.
El papá de Marita dijo que era una locura que nos hubiésemos fugado, si difícilmente nos conocíamos.
Sentenció que nuestra relación estaba condenada al fracaso, entre amargos presagios reclamó a su hija. Trató de convencerme de que se la devolviera, aduciendo que entonces la podría ir a ver cuantas veces yo lo quisiera. Le respondí que era inútil que tratara de convencerme, ahora la poseía, la tendría para mí todos los días y las noches que yo quisiera. Sencillamente no podía devolverla, conformándome con verla en ocasiones. El padre de Marita desbarató el diálogo, se despidió entre las escamas de su frustración, Marita durante todo el tiempo que estuve hablando con su padre, escuchaba por el auricular del otro teléfono en la alcoba.
Los comentarios de su papá se grabaron en su psiquis. Lo nuestro empezó en medio de mucha hostilidad. La sensación de ser fugitivos dañó nuestro ánimo.
Ya está hecho, de ahora en adelante todo corre por nuestra cuenta, nos dijimos en el momento de apagar la luz. Tímidamente con la ropa puesta nos escurrimos dentro del lecho. Nos deslizamos entre sábanas que estaban frías igual al incierto futuro. Marita puso su cabeza contra mi mejilla. Sentía sus pestañas parpadear. Ninguno de los dos lograba conciliar el sueño.
Después de un rato cada uno fue al otro extremo de la cama. Quedamos dormidos sin atrevernos a tocar por temor a que todo fuese un sueño. Al otro día tratamos inútilmente de arreglar nuestra ropa ajada por haber dormido vestidos.
Desayunamos insípidamente. Fue entonces que agudo dolor acometió mi costado izquierdo. Sabía que ahí estaba acumulada toda la tensión del día anterior. Mentalmente recorrí todos los momentos, supe que me afligía haber lastimado al padre de Marita. Mi naturaleza me reprocha hacer daño conscientemente a las personas, pero no me había quedado más remedio que tomarla y llevármela. De lo contrario, hubiesen surgido toda clase de obstáculos por parte de su familia. El dolor mordía los tensos músculos. Sentí ganas de gritar pidiéndole perdón al padre. Me sentía cohibido pues casi no podía caminar. Ella dijo que lo entendía que tratara de no presionarme más, sin embargo, me preocupaba mi seguridad ya que un padre ofendido es capaz de llevar a cabo severas represalias.
De nuevo la indecisión me abrumó. No sabía adonde huir con aquella joven. Me preocupaba que se sintiera incómoda, nuestro único equipaje eran dos cepillos de dientes que habíamos comprado en la farmacia del hotel. Pensé en viajar, pero vivir en hoteles además de llegar a cansar resulta excesivamente costoso, y tarde o temprano tendríamos que regresar. En medio de estos pensamientos, mi mente saltó protestando ante la alternativa de continuar huyendo. Correr es el recurso de los delincuentes, no debería ser lo mismo para dos personas que deseaban estar juntas siendo ésta la poderosa razón por la que habían decidido escapar de las restricciones costumbristas. No quise huir. En cambio decidí llevarla a mi casa.
* * * * * * * * * *
Mi amigo Federico el gerente del hotel no me cobró el hospedaje, nos despedimos agradecidos por toda su ayuda. Tomamos el automóvil pero a las pocas calles comenzó a calentarse de nuevo el motor. Malhumorado tuve que volver al hotel para contratar un chofer que nos trajo a mi casa.
Durante casi todo el camino Marita recargó su cabeza en mi hombro, la tensión nerviosa la había extenuado. En cuanto llegamos les di instrucciones a los porteros que por ningún motivo dejaran entrar a persona alguna. A la servidumbre le pedí que si alguien preguntaba por teléfono negaran que estábamos ahí.
El músculo tenso en mi costado aún dolía mucho. Caminar era la única manera de destensarlo. Pregunté a Marita si deseaba acompañarme, para mi sorpresa caminó a mi lado por espacio de una hora. Luego de esto le indiqué donde estaba el cuarto de ducha, antes de que entrara le di una playera, pantalones cortos y una truza de ropa interior, todas las prendas eran mías, así pudo cambiarse a ropa limpia.
Cenamos algo ligero, luego nos dirigimos a la habitación. Apagué la luz. Nos deslizamos en silencio dentro del lecho. La oscuridad no era total, la brillante luna clareaba la noche.
Los dos mirábamos al techo en la penumbra. Volteé mi cuerpo de costado y acaricié su cabello. La sensación subió por las huellas digitales introduciéndose a mis sentidos. Las yemas de mis dedos recorrieron su cabeza. Su rostro. Sus hombros. En la sombra fui capaz de leer su cuerpo al tacto de la misma manera que lo haría un hambriento invidente.
Leí que su cuerpo hasta ese momento no había sido tocado por alguno. Pude sentir el acontecimiento que se desata por primera vez cuando un cuerpo intocado deja escapar virginales reacciones.
Esa noche acerqué mis labios a los suyos. Marita aún no sabía besar abría su boca infantil ingenuamente aprendiz y seductora.
Mis manos se hundieron en su cuerpo, tomando su tibio volumen. Frutas nocturnas madurando al tacto. Recorrí su plano vientre. Palpitante preámbulo. Los dedos se deslizaron entre todos los rincones.
Los dos comenzamos a transpirar. Las emociones desatadas llenaban toda la habitación haciéndola expandirse. Nuestros cuerpos estaban conociéndose. No había necesidad de apresurarnos.
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El día siguiente lo pasamos conversando, tratando de averiguar cómo éramos. Era cuestionario ingenuo. No sabíamos los colores preferidos del otro. No atrevíamos a despintar los temores. Uno temía que el otro se arrepintiese. Daba miedo haberse equivocado. Habíamos ido a buscar la semilla de la rosa entre los cactus, lo importante era volver sin clavarnos a una equivocación.
Las horas corrieron mientras relatábamos anécdotas de nuestras vidas. Pero más que para hablar, los labios se movían para juntarse.
La luz se escapó en resbaladizo hilo amarillo. Los nocturnos pliegues nos condujeron a la recámara. La timidez en ocasiones sirve como mediadora para no cometer brusquedades. Despacio acerqué mi rostro al de Marita. Sus labios estaban esperándome iguales a húmedos pececillos, inquietos compañeros de juego se movieron al encontrarse con la red de mi boca, los succioné, su blanda carne entró a la lumbre de mi saliva. Los labios de ella se agitaron; a los pececillos les faltaba el aire, se movían en deliciosa agonía, fallecían al entregarse abandonados, enganchados a un anzuelo pasional.
Ahora las manos de ella me exploraron. Tomaron lo que era suyo. Gasas de la noche bajaron en espiral. La inercia nos atrajo a dimensión hasta entonces oculta. Piel que comenzó a expandirse. Las células se agigantaron con las sensaciones. Subí al cuerpo de Marita. Ella me esperaba aspirando por la boca. De sus comisuras escurría el líquido eléctrico previo a la unión de dos amantes. Metí los dedos entre su cabellera, al acariciar la piel de su cráneo las ideas de Marita se introdujeron por mis huellas digitales, ondulando según el contorno de cada diseño dactilar. Se metieron sus pensamientos por mi piel hasta mi humeante carne.
El respirar se hizo denso, su juvenil voz enronqueció. Era sonido de color en expansión. Mordí suavemente sus hombros, mastiqué la carga solitaria que había llevado consigo. Trozos de soledad dentro de mi boca supieron a corcho quemado. Los escupí para seguir saboreando aquel cuerpo bañado en pétalos deseosos.
Bajé las manos a las olas del pasado y murmuré conjuros de ceniza que revivieron amuletos que se metieron a mi boca, los trituré con las mandíbulas, su jugo supo a horizonte. Marita me recibió a pesar del dolor. Duele abrir cuerpo y sentimientos. Esa noche nacíamos y renacíamos. Su esencia femenina fluyó en nardos líquidos escapados por sus ranuras.
Entregamos los rincones de la piel en la densa luminosidad del deseo. Entramos al arrullo de pantera con que sacude el éxtasis. De nuestros cuerpos en movimiento brotó energía que rebotaba en las paredes al no poder salir de la habitación, por fin halló salida por la rendija de una ventana subiendo hasta alcanzar varios kilómetros en la atmósfera nocturna, dicha energía llegó a donde están las lápidas siderales de los que nos han dejado, llegó a donde el tiempo se burla de los cálculos matemáticos, a donde moran los seres sin apellido. Arribó a donde las galaxias navegan.
Permanecimos abrazados largo rato. Besándonos satisfechos.
Nos encontrábamos después de millones de años de búsqueda entre valles y escarpados. En los albores del continente cuando aún éramos fantasmas fetales, nuestros destinos ya estaban enlazados, en aquella remota época cuando nuestro espíritu se materializó en la selva corrimos juntos sobre las aguas del gran río.
De niños atrapábamos luciérnagas sin dejar de reír las tragábamos. Divertidos veíamos como se iluminaban nuestros intestinos. Entonces nos mirábamos, no teníamos secretos, lo que pasaba dentro de uno, el otro lo veía.
Aquella íntima noche con Marita intuí que hacía muchos siglos así habíamos vivido ella y yo. De nuevo nos encontrábamos en otra renovada piel, en otro posterior siglo, sin embargo nuestra esencia recordaba lo que habíamos sido antes, dos amantes en continente de esmeralda y ébano.
Centurias después, precisamente la noche del diecisiete de marzo de mil novecientos ochenta y ocho hacíamos el amor por primera vez, siglos atrás las polvaredas del destino nos lo habían impedido, caciques de vinagre se habían interpuesto entre nosotros. Pero ahora mi boca mordía la suya, succionaba su lengua junto con su febril entrega. Teníamos a nuestro tiempo abrazado entre los dos, dispuestos a revivir y conseguir compañía mutua.
La espontaneidad bailó desnuda con nosotros, sin prejuicios ni fetiches, libre soberana en sinceridad abierta. Los pensamientos fueron líquidos bañando la mente, lavando los propósitos. En otra era habíamos sido cazadores, el propósito era sobrevivir, hoy era posible pulverizar al derrotismo. Nuestros seres se encontraron con excitación, los cocuyos emitieron frenesí y el encaje erótico se movió en la penumbra.
Después de la placentera fatiga Marita apoyó su cabeza en mi tórax, sus trémulos párpados acariciaron mis tetillas hasta que el sueño le cerró los ojos. Permanecí varios minutos reviviendo su virginal entrega, deseaba grabar indeleble recuerdo, contener en mis manos sus primeras convulsiones durante sus orgasmos, retener en mi olfato el aroma de su deseosa y luego satisfecha dermis.
El erotismo desatado momentos antes se diluyó en un juguetón presagio para excitarnos incontables veces más en nuestra época de zafiros y henequén.
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Los primeros meses junto a Marita transcurrieron deliciosamente soleados. Desayunábamos jugo de frutas, ensalada de madrugada, huevos de ave prófuga y pan de canela deseosa. Luego aún con las migajas en la boca nos despojábamos de la ropa. Maritza tiraba su camisón. Aparecían sus hermosos pechos, mitad carne de melón, la otra mitad de caliente vibración. Desnudos salíamos al jardín a tumbarnos bajo el sol. La piel se calentaba bajo las agujas solares, cuando la transpiración bloqueaba la respiración, corríamos a zambullirnos en el agua fría de la piscina, entonces toda esa fresca liquidez envolvía a nuestros órganos, rincones y obsesiones. Marita retozaba dentro de la alberca, ahí sus voluminosos pechos brillaban cubiertos de gotas lujuriosas. Sin embargo, a pesar de las risas y las alegres horas, yo notaba que a ella la fuga le había provocado mucha angustia. Vivíamos con el miedo de haber cometido un error atrapados en solitaria y vulnerable burbuja. Dentro de su mente comenzaron a surgir la inseguridad y el temor a que yo me cansara su compañía. En cierta ocasión dejó abierto su diario, tal vez de premeditada forma y al pasar por ahí pude leer que se quejaba de que yo hubiese poseído a varias mujeres antes que a ella. Odiaba la idea de que mis manos hubiesen acariciado cuerpos en la misma forma con que yo la disfrutaba. A pesar de mis esfuerzos yo sabía que ella se sentía proscrita, sucia, escapada y una de más en mi lista de posesiones. Eran los cocteles de Champaña con nieve de limón los que la relajaban, entonces su boca frenéticamente devoraba mi erecta masculinidad deseando ser ella la última mujer en mi vida, sin embargo, ella intuía que aquello no sería posible, por lo tanto, lloraba en silencio bajo los frondosos árboles tabachines, mientras sus destructivos celos se expandían en abánico plúmbago. Marita tenía diecisiete años, yo veintitrés más que ella.
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Frecuentes eran las noches en las cuales Marita palpitaba, su apurada piel empujaba la transparente tela de sus camisones, siendo su boca semejante a la cavidad de un durazno partido a la mitad. Salimos al balcón de la habitación. Nos despojamos de nuestras ropas, con los brazos estirados hacia arriba los ofrecimos a la noche. Las nubes en el cielo se abrieron, potente aire batió a nuestros cuerpos desnudos. El vendaval arrebató las prendas de nuestras manos, las vimos alejarse igual a ondulantes aves textiles. Nuestros cuerpos nos pidieron continuar, nos acariciamos en febril abrazo, bebiendo nuestras pieles. De nuestros oídos emergieron, pensamientos con escenas de nuestras vidas. Nuestros cuerpos embonaron, consumando una larga peregrinación.
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Marita se desvaneció en el vapor de una duda. A ella jamás le gustó vivir en Cuernavaca, aunque viajábamos ineludiblemente llegaba el momento en que nos topábamos con la realidad de que ella se aburría. Cayendo ella en una intensa confusión se convirtió en mitómana. Según ella, los hombres la acosaban constantemente, llegó a inventar que una mañana en la cual salía de mi casa, el hijo del presidente les había ordenado a sus guardaespaldas que interceptaran el automóvil donde viajaba ella para pedirle el número de su teléfono. Aunque yo estaba preocupado pensé que sería una fase transitoria. Percatándome de lo insatisfecha que estaba ella no me importaron sus torpes mentiras pretextando argucias para reunirse con otro hombre o tal vez con más, yo le permití arrastrarse en su torpe infidelidad para facilitarme la separación que yo ya necesitaba, después de encararla para decirle que yo sabía lo que estaba haciendo, llamé telefónicamente a su padre para relatarle lo acontecido, diciéndole que pasara a recogerla esa misma tarde.
Luego Marita habló con sus hermanos por la misma línea expresándoles su pesar por tener que abandonarme, ya que conmigo se sentía protegida.
Esa noche llegaron por ella, tuve que cerrarle la puerta en su cara ya que ella se encontraba deshecha en llanto suplicándome que le permitiese quedarse. Su padre no se atrevió a mirarme a la cara.
©Manuel Peñafiel - Fotógrafo, Escritor y Documentalista Mexicano.
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