4 LA PUBERTAD
© Manuel Peñafiel, Fotógrafo, Escritor y Documentalista Mexicano.
6/5/20255 min read
Desde temprana edad la libido ya era mi frecuente compañera. Cuando tenía yo doce años de edad, le pregunté a Juanito el jardinero que trabajaba en la casa de mi condiscípulo Miguel, si el sabía donde encontrar prostitutas. El hombre dejó escapar una sonora carcajada, respondiendo que yo estaba muy chico para andar pensando en esas cosas. Se disponía a continuar con su trabajo, cuando me interpuse, diciéndole que era en serio lo que le decía. El volvió a acometer la enredadera de la barda con las tijeras de podar moviendo la cabeza en desacuerdo. Le dije que yo mismo le daría dinero a cambio de llevarme a donde estaban las mujeres que rentan su cuerpo y caricias. El se puso de pie, y enérgicamente respondió que ni lo pensara. Tuve que rogarle para que accediera a llevarme en su día de descanso.
Ansiosamente esperé una larga semana. Llegó el ansiado día en que el jardinero lo tendría libre. Habíamos acordado que me esperaría a la salida de la escuela.
Durante las clases mi mente divagaba febrilmente. El timbre para la salida sonó y corrí hacia la puerta. En vano esperé a que el jardinero acudiera a la cita. Regresé decepcionado.
Al día siguiente, le reclamé el haberme dejado plantado, el ni siquiera se inmutó, cínicamente me pidió más dinero, diciendo que tal vez me llevaría la próxima semana. Aquella vez si cumplió, después de clases llevé mi mochila con los libros y cuadernos a mi casa, para después encaramarnos ambos en un viejo tranvía que nos llevó a la colonia Peralvillo, un barrio pobre donde el jardinero me condujo entre callejuelas hasta hallar a las prostitutas que estaban perezosamente apostadas bajo el cálido sol de aquella tarde.
El jardinero me preguntó si deseaba que me acompañara para hacer la transacción con la mujer apetecida.
Respondí que actuaría por mi cuenta para después regresar solo a casa. Me dirigí hacia una joven de no más de dieciocho años, el corazón me palpitaba rápidamente.
Cuando estuve junto a ella, tronó el chicle que mascaba y preguntó:
¿ Te gusta lo que estás mirando, muchachito ?
Su largo cabello ondeó cuando se dio la vuelta dispuesta a hacer su ronda.
No te vayas le dije. Ella me preguntó: ¿ Quieres probar lo rica que estoy ? De mi boca solamente salió una pregunta: ¿ Cuánto ? La actitud de la mujer se hizo aún más hospitalaria, mirándome de arriba a abajo con húmeda sonrisa me pidió quince pesos por adelantado. Le respondí que se los daría cuando estuviera acostada frente a mí.
Apreté los arrugados billetes en la bolsa mientras la seguía.
Me sorprendió lo intrincado de la ruta, caminó varias cuadras doblando esquinas hasta que nos introducimos a una vecindad, donde algunos niños jugaban con corcholatas sobre el suelo de tierra seca.
La prostituta se detuvo para que una anciana le diera la llave de una habitación, ya en el interior echó el cerrojo, la chica sacó el chicle de su boca para pegarlo en la cabecera de latón del camastro ahí se sentó a encender un cigarrillo que tiró a las pocas fumadas; después hizo un ademán indicando que me acercara. Sin la menor delicadeza bajó la cremallera de mi pantalón para inspeccionarme, comprendí que se estaba cerciorando de que yo no tuviese alguna enfermedad venérea visible.
Después de asegurarse de mi salud, exhaló un suspiro aburrido, hábilmente se deshizo de sus pantaletitas color azul, se levantó la falda hasta la cintura y se tumbó abriendo las piernas.
¿ No te vas a desvestir ?, pregunté tímidamente.
Te costaría extra, respondió.
Al momento de penetrarla olvidé el cuchitril donde nos encontrábamos, la sensación fue tan placentera que pude haber permanecido ahí hasta cumplir mi mayoría de edad.
Mientras me movía dentro de aquel exquisito túnel de húmeda carne, mis manos recorrían los suculentos y macizos muslos juveniles. Quise besarla en la boca, ella viró bruscamente su rostro impidiéndomelo. Ni lo sueñes, me advirtió secamente.
Entonces, hundí mi rostro en el escote de su blusa aspirando la dermis de sus senos.
Ella empezó a mover su pelvis en forma rotatoria, luego suavemente a contra ritmo de mis embistes, lo cual me hizo sentir agradecido, pues a pesar de la brusquedad con que me había tratado al principio, ahora la joven cumplía deliciosamente con su trabajo, incluyendo fingidos mimos y suspiros, los cuales comprendí que eran parte de su habitual rutina. No me molesté cuando con cortesía me pidió que me apurara a terminar, pues tenía que volver a su esquina.
Cuando llegó el momento, ella apresuró sus movimientos para después contraer su vagina arrancándome tan intensas sensaciones, que cuando terminamos quise besarla ya no con deseo, sino con gratitud pero tampoco lo logré.
Caí en somnolienta pereza, mientras ella se dirigió al baño, sin cerrar la puerta comenzó a asearse sentada sobre el videt, espectáculo que pude disfrutar atisbando a su reflejo en el espejo.
Después de lavar sus partes íntimas se secó con un trozo del rollo de papel higiénico, se puso aquellas diminutas pantaletas azules, y finalmente se ajustó la ropa.
¡ Vámonos papito !, porque las compañeras necesitan la cama, me indicó, mientras encendía otro cigarrillo.
Salimos en silencio. La tarde había cobijado al sol. Los niños mugrientos ya no jugaban en el suelo. Solamente se escuchaban los berridos de algunos de ellos provenientes de las viviendas con sus vidrios rotos.
En la puerta de la vecindad me topé con un hombre que se dirigía al interior acompañado de otra prostituta; ésta no era lozana como la que yo había escogido, sino que tenía la cara marcada por la viruela y varios kilos de más, pero esto no parecía importarle a su cliente, quien dando sesgos por la bebida chocó conmigo:
Perdóname compadre, alcanzó a decirme antes de que ambos desaparecieran entre risotadas, y el humo raro de lo que fumaban.
Cuando estuvimos en la calle la prostituta con quien yo había estado, me dijo nerviosamente: todavía no te vayas, quédate platicando un momentito porque allá anda la policía, y no quiero que vengan a perjudicarme.
Nerviosamente atisbé una patrulla que cruzaba la bocacalle. Sin saber que decir, ni que hacer, me quedé ahí acompañándola los instantes necesarios para que se alejaran los uniformados.
La prostituta sorpresivamente me dio un beso en la mejilla.
Eres todo un caballerito, vuelve pronto, me dijo, antes de aproximarse a un hombre que venía caminando por otra la acera.
Volví a casa, durante todo el camino se mantuvo en mí la sensación de aquellas entrañas femeninas. Al llegar me escurrí sin ser visto, me dirigí al baño y del botiquín extraje una botella de alcohol cien por ciento puro de caña. Vacié su contenido en mis genitales, tuve que soportar aquel ardor, con esto tal vez impediría el contagio de alguna enfermedad venérea.
Abrí la ducha, y el agua caliente resucitó el aroma que aquella mujer había dejado impregnado en mi piel, al enjabonarme desapareció su perfume barato.
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©Manuel Peñafiel - Fotógrafo, Escritor y Documentalista Mexicano.
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