43 LA REGRESIÓN

© Manuel Peñafiel, Fotógrafo, Escritor y Documentalista Mexicano.

6/5/202514 min read

1 Peregrino hindú, Singapur, 1980 ©Manuel Peñafiel

Durante las últimas visitas al psicólogo, le dije que cuando realizaba mis descargas emocionales surgían ocasiones en que sentía la necesidad de ponerme de pie para moverme en forma enérgica y rítmica, me sentía cohibido con él, pues mi necesidad corporal era emprender algo parecido a una danza primitiva. El comprensivo psicólogo no se inmutó, en forma serena respondió que la próxima vez que durante una de mis descargas yo sintiese aquel deseo, sencillamente permitiera a mi cuerpo moverse a su propio antojo.

En la siguiente consulta le hablé acerca de los miedos que acosaban a mi personalidad. Tales como inseguridad, miedo al futuro y a la muerte. Me recosté para hacer hiperventilación y provocar catarsis.

Esta vez permití a mi persona conducirse libremente, con los ojos cerrados me puse de pie sin dejar de hiperventilar.

En voz alta repetía: Miedo sal de mí.

Levantaba mis brazos sacudiéndome enérgicamente, deseando que la aprensión saliera. Era como si mi cuerpo estuviese impregnado de temor y al sacudir los brazos dicho sentimiento saliese despedido por las puntas de los dedos en gotas de fluido energético. Mientras llevaba a cabo tales movimientos frenéticos, golpeaba con mis pies el piso alfombrado del consultorio.

1 Peregrino hindú, Singapur, 1980 ©Manuel Peñafiel

El pie derecho llevaba un ritmo mientras el izquierdo golpeaba fuertemente a contratiempo. Mi pierna izquierda era el conducto o desagüe por donde fluía hacia fuera el miedo. Mi voz llenaba la habitación. De mi boca salían sonidos acompasados. Tribales. Casi cánticos. La transpiración me cubrió. Después de varios minutos, las cansadas piernas ya no me sostuvieron. Caí sobre el mullido colchón del consultorio. Aún con los ojos cerrados esperé a recobrar el aliento.

El terapeuta dijo que permaneciera recostado. Me preguntó por qué había hecho tal cosa, moverme de esa manera rítmica y acompasada. Sin titubear, le respondí que eso solíamos hacer en la tribu.

El psicólogo me preguntó: ¿ Tú y quiénes más hacían esto ? Dime dónde.

Respondí: Mis amigos, hermanos y yo bailábamos de esta manera cuando viví con ellos en un tórrida región. En ese momento acudió a mi mente África. Abrí los ojos asustado. Sentí deseos de llorar, le pregunté al psicólogo de qué se trataba todo aquello que yo intuía.

Él me indicó que permaneciera recostado y que continuara pensando en aquellas sensaciones. Traté de tranquilizarme, busqué internarme en dicha experiencia. De nuevo llegó a la mente mi propia imagen. Me encontraba de pie sobre una montaña, abajo, a cientos de metros podía contemplar la sabana. El sitio era sumamente agradable. El viento acariciaba mi desnudo cuerpo que estaba cubierto únicamente por un breve taparrabo. Con mi mano izquierda sujetaba una larga y afilada lanza. Era yo un muchacho de raza negra de aproximadamente dieciocho años.

Sorprendido abrí los ojos. Ansiosamente le pregunté al terapeuta si todo aquello se trataba de mi imaginación, o ¿ por qué razón habían surgido estas imágenes mentales junto con la necesidad de bailar tribalmente ?

El psicólogo no respondió. Sin embargo al despedirnos dijo que meditara en mi casa lo sucedido ese día en el consultorio, y que la semana próxima continuaríamos.

Ansioso e insatisfecho subí a mi automóvil. Esa noche quise averiguar más. Buscaba explicaciones pero el cansancio me vencía somnolientamente. Una plácida y certera sensación permanecía en mí, aquel joven contemplando la sabana era yo en otro tiempo. Cuando el sueño casi me hacia dormir, llegó a mi oído el sonido Buru. Reconocí mi nombre.

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1 Peregrino hindú, Singapur, 1980 ©Manuel Peñafiel

Las tareas cotidianas ocuparon los días, olvidé todo por completo hasta encontrarme de nuevo en el consultorio del psicólogo Lorenzo Martín Chapa donde nos dispusimos a descargar mi cobardía hacia la muerte. Esta vez completamente deshinibido dejé que mi cuerpo se moviera libremente en rítmica danza. Levantaba mis brazos, los sacudía con las manos sueltas y luego los dejaba caer a los costados. Las piernas golpeaban el piso. El miedo se vaciaba por el lado izquierdo de mi cuerpo escurriendo por el pie.

Tomé uno de los largos cojines que se encontraban en el cuarto de terapia. En mi catarsis este cojín representó a la muerte. La jalé por su angulosa quijada. La sacudí enérgicamente tratando de desmembrar su huesudo propósito. A su rostro vociferé que me dejara en paz. Le dije claramente que no pensaba morir sino hasta anciano. Le ordené su propio aniquilamiento y que no viniera hasta cuando yo la llamara. Con furia la golpeé por martirizarme con su acechanza. Estrangulé su flaco cuello. Monté sobre ella para violarla con mi rabia.

Te has llevado a mucha gente querida le escupí a la muerte, te odio por esto, le grité. Te detesto, flaca asquerosa. Red de hueso rancio. Matadora de la vida. Monté al cojín y deshice sus frías tripas. La muerte atemorizada me había escuchado. Obedecía. Se fugó fuera de mi existencia.

Después de esta prolongada descarga, caí exhausto. Permanecí con los ojos cerrados hasta recuperar mi respiración. El psicólogo me preguntó en qué estaba yo pensando. Esta vez, sin angustia y con naturalidad le respondí que aquello que hice con el cojín era lo que hacíamos en mi tribu cuando algún percance torturaba nuestra paz mental. Le dije que este procedimiento de transferir angustias a un objeto destructible tal y como lo había hecho con aquel cojín lo había aprendido de los abuelos ancianos del clan, quienes para el ritual se pintaban el rostro de blanco. Mujeres y hombres bailábamos frenéticamente. Los cuerpos sudorosos liberaban las atrocidades mentales que mastican la paz humana. Ésta y muchas otras cosas sabíamos hacer en África. No me sentí ridículo al hablar de esto.

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1 Peregrino hindú, Singapur, 1980 ©Manuel Peñafiel

En una de aquellas sesiones, el psicólogo me preguntó si había algo en particular que desease trabajar. Le respondí que tenía un sentimiento de pérdida, pero no sabía que era.

Entonces me dijo que me recostara para hiperventilar. Después de hacerlo por varios minutos, a mi mente llegó la imagen de la vida. Grité su nombre. Repitiéndolo en el llanto. Pero detrás de su nombre había otro sonido que me empujaba, engendrándose fonéticamente. Sentía que en el pasado, yo había perdido a alguien muy importante. Volví a gritar. Seguidamente de mi boca salió entre sollozos el sonido K’jita.

Alcé los brazos y rugí: No me la quiten. No se lleven mi existencia. Por favor no nos separen. Se los ruego.

Lágrimas y flemas me ahogaban. Mi cuerpo se retorcía en dolorosas convulsiones. Sentía nauseas y furia. No podía respirar. Me incorporé para escupir. Sequé las lágrimas de mis ojos. Me recosté a descansar, necesité varios minutos. Le dije al médico que ahora recordaba, y seguido de esto me dirigí a mi casa para escribir el retorno mental que yo había experimentado, el cual reproduzco a continuación.

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1 Peregrino hindú, Singapur, 1980 ©Manuel Peñafiel

Hace mucho tiempo, cuando la planicie era cuna de matorrales libres, vivía ahí un muchacho llamado Buru. Corría, pero no siempre cazaba la jugosa carne. Cuando el sol se ponía oblicuo, Buru regresaba a la aldea donde relataba a sus incrédulos amigos, aquellas imaginarias aventuras que a él le gustaría vivir en la polvorienta sabana.

Buru aquel joven cazador y K’jita se gustaban. Bajo el sol su amor comenzó a cocerse, primero blando como la tierra amasada que se usa para empalizar las chozas, luego el calor consolidó el sentimiento de Buru poniéndolo erecto igual a punta de lanza buscando desflorar la vida.

Durante los festejos del octavo mes, toda la aldea bailaba en jubiloso frenesí, sin embargo K’jita y Buru lo hacían en arrullo íntimo. La risa de K’jita era tan amplia que al escucharla Buru se perdía en el sonido de una plegaria a los dioses.

K’jita era fuerte, sus dientes impecables formaban hilera de luces cuadraditas, su dentadura no estaba chueca, pues nunca masticó la hierba tingue, a diferencia de otras muchachas que al masticar esta golosina vegetal, el bagazo dejado entre sus dientes perjudicaba su apariencia.

Una tarde del onceavo mes, los ancianos de la aldea se dirigieron a Buru. Dijeron que el momento había llegado para convertirse en hombre. Ya no iría tras pequeñas presas de cacería, sino su deber era abatir al apetito grande. Tendría que buscar, hallar y matar al iracundo león que diezmaba el ganado de la tribu.

Buru aceptó el reto, sabiendo que si volvía exitoso, sería ya guerrero ante los viejos del clan a quienes pediría el consentimiento para vivir en la misma choza con K’jita.

Aquella noche Buru no se despidió de ella, era de mal agüero ver hembra en la víspera de batalla o cacería.

1 Peregrino hindú, Singapur, 1980 ©Manuel Peñafiel

En silenciosa madrugada partió Buru. Los días de rastreo se escurrieron calurosos y sedientos. Su agotado cuerpo se encorvaba igual a un fatigado bambú, aún así, continuó detrás del rastro del poderoso enemigo melenudo que corre a cuatro patas. Siguió la pista hasta que la presa cayó con la certera lanza. Lo primero que hizo Buru fue abrir cuidadosamente el aún palpitante vientre del felino, de ahí sació su sed bebiendo los líquidos acumulados entre las entrañas. La carne le sirvió para darle fuerza durante el regreso al villorio, y sobre sus hombros echó la curtida piel de aquel furibundo león la cual rea indudable prueba de su juvenil hazaña.

A su vuelta, la gente de la aldea lo recibió austeramente, las personas esquivaban su mirada ocultando algo. Buru pensó que esto se debía a la costumbre que prohibía recibir ruidosamente al cazador novato hasta que los ojos críticos de los expertos cazadores veteranos examinaran, y aprobaran la calidad del selvático botín. Si éste era aceptado, entonces las mujeres maduras prepararían los festejos durante los cuales se bailaba la coreografía representando la persecución y muerte del demonio afelpado.

Mientras se hacían dichos arreglos, el cazador novato tenía que permanecer dentro de su choza. Y si al caer la luz del día se escuchaban los tambores, significaba el preámbulo para el festejo colectivo celebrando su proeza.

1 Peregrino hindú, Singapur, 1980 ©Manuel Peñafiel

En efecto las pieles tensas de tambores hicieron trepidar la tierna noche. Dentro de su choza Buru engarzó los aretes a sus orejas que se alegraron con tal sonido. Con el delgado pincel hecho con las plumas de un búho blanco se maquilló el rostro cuidadosamente; delineando elipses blancas en su frente a las cuales rellenó con el azul del plumbago, sobre las mejillas trazó amarillos triángulos simbolizando el perfecto equilibrio del ancho e insondable universo. Al cuello se anudó el amuleto de hueso que su madre Eéner le había obsequiado aquella noche en que la luna sangraba anunciando su prematura muerte. Empuñó la lanza que había sido de su padre Odracir, y así galanamente ataviado, Buru salió de para reunirse con los demás alrededor de la brillante hoguera.

Con los cánticos, los hombres comenzaron a danzar seguidos por las mujeres quienes desnudas de los torsos movían rítmicamente sus afiebrados pechos. Los instrumentos de percusión incitaban a los concurrentes a frotar entre sí sus brillantes cuerpos, emanando así la lubricación de aquellas ninfas de caoba

La inquieta mirada de Buru se empolvaba con el golpe de los pies sobre la tierra impidiéndole encontrar entre las doncellas a K’jita; aquella noche el cazador iniciado tendría el derecho de escoger entre las solteras a su apetecida esposa.

Conforme los rituales avanzaban crecía la ansiedad de Buru al no hallar a la compañera de sus juegos infantiles, cuando se divertían lanzando piedras sin razón alguna, y solían escuchar a la plateada lechuza que solamente los enamorados eran capaces de percibir furtivamente. K’jita había cambiado de traviesa niña con raspadas rodillas a mujer de anchos hombros, profunda voz y mirada dominante sobre las colinas de sus pechos anidados de salud.

1 Peregrino hindú, Singapur, 1980 ©Manuel Peñafiel

Entre el bullicio de las danzas Buru miró al cielo comprendiendo que no tenía porque inquietarse, el plenilunio le avisaba que K’jita sencillamente se hallaría indispuesta mientras el astro teñía de rojo sus íntimos rincones. Buru sintió alivio, había sido inútil preocuparse al no haber visto a K’jita entre las demás jóvenes.

Más tranquilo, se acercó a los viejos y esperó permiso para hablar:

Respetables ancianos, comenzó diciendo. Buru el torpe cazador, de corta memoria, holgazán y presuntuoso tiene hoy el atrevimiento de pedirles su consentimiento para que él y K’jita, la del nombre que significa ojos del color de las gacelas que pastan a lo lejos, puedan unir sus vidas bajo una choza nueva.

Los viejos guardaron silencio por algunos momentos hasta que uno habló pausadamente:

Buru, joven responsable. Conocemos tus virtudes que son más grandes que tu holgazanería. No tienes corta memoria, sencillamente solo recuerdas las cosas importantes. El anciano se detuvo para aclarar la voz con un sorbo de licor de cereal fermentado, y continuó diciendo:

La tribu te está agradecida por haber eliminado al animal de grande apetito que robaba el ganado de la aldea. Tu faena nos demuestra que ya puedes ser considerado un hombre y por lo tanto un guerrero. Sabemos que Buru y K’jita crecieron juntos con amorosas miradas enlazadas igual a la paja con que están tejidas las canastas. Supieron aguardar el momento adecuado hasta que sus sentimientos crecieron igual al alto pastizal de donde se alimenta el antílope.

1 Peregrino hindú, Singapur, 1980 ©Manuel Peñafiel

Aquellas palabras del anciano Buru las dejó de escuchar al venir a su mente la imagen de K’jita, en cuyos ojos se reflejaba la pastura en llamas por donde las gacelas corrían despavoridas. Los leños de la hoguera crujieron, minúsculas chispas se elevaron borrando la imagen de K’jita. De nuevo Buru prestó atención a la perorata del anciano, quien fatigado le cedió la palabra a otro que continuó declarando:

Buru, valiente cazador, siempre has demostrado interés por el bien de la aldea.

Ante tanto preámbulo, el joven ya se encontraba nerviosamente agitado. Rara vez los ancianos hablaban tanto, por lo general, después de breves formalidades se concedía el permiso de matrimonio a una pareja.

Buru no resistió más, interrumpiendo al viejo exclamó:

¡ Disculpe señor !, ¿ acaso existe algún problema ?

El anciano miró fijamente al joven, su mirada no era enérgica sino compasiva. Le habló como quien le responde a un pez arrancado del arroyo, obligado a sufrir por la asfixia estéril de su destino.

El viejo en una seca sentencia escupió:

¡ Hemos canjeado a K’jita !

Buru sintió que sus latidos subían hasta ahorcar el sonido de sus tímpanos. Su cuerpo se tensó en agitado acecho al momento que sus manos apretaron su puntiaguda lanza. Algunos hombres ya prevenidos de antemano, se acercaron por si el guerrero acometía su furia sobre los ancianos, quienes se incorporaron previniendo tal reacción.

Buru aulló, su dolor opacó el vocerío de los concurrentes y danzantes.

¡ Quiero a K’jita !, gritó apuntando con su lanza.

Los robustos hombres detuvieron al muchacho que temblaba con la cólera envenenando su cuerpo entero.

El tercer anciano que hasta ese momento había permanecido en silencio, habló, tan quedo que Buru, tuvo que mirarlo de soslayo.

¿ Acaso no viste las piezas de ganado acorraladas a la entrada de la villa?

Sí las vi, respondió Buru, tragando tanta rabia que ya le abría los intestinos.

1 Peregrino hindú, Singapur, 1980 ©Manuel Peñafiel

El viejo susurró:

Nuestra aldea es pobre, constantemente azotada por el hambre. Mientras estuviste todos esos soles tras tu presa el león, la sequía mató a nuestros rebaños, se marchitaban las legumbres, los secos pechos de las hembras no eran capaces de amamantar a sus criaturas que dormían para siempre en silencio. Moría la hierba y la caza emigró buscando agua, no había que comer, los sepulcros fueron tantos que la tierra era macabra colmena perforada con costillas rotas, y rellenada con pellejos de aquellos errantes moribundos, hambruna y sed revueltas en delirio nos flagelaron a todos. Fue entonces que desesperados le pedimos ayuda al cacique rico de la tribu de Tankala.

Y como suele hacerlo aquel engreído soberano, de nueva cuenta nos respondió lo mismo con su habitual humillante ironía:

Estáis en deuda con mi comarca desde que mi bisabuelo gobernaba. La deuda es tan alta como los montes donde se procrean los gorilas. No me interesa ayudarlos, a menos que me entreguen algún valor a cambio.

Los ancianos deliberamos profundamente después de la audiencia con el tirano de Tankala. Y llegamos a la conclusión de que en nuestra raquítica aldea, la única gema era la inmaculada belleza de K’jita, así que las mujeres la bañaron en el río, vistiéronla con la túnica que ella misma había hilado en su telar para el día de su boda contigo Buru, y perfumada con lágrimas de colibrí, así la entregamos al cacique obeso de Tankala, a cambio de cabezas de búfalo africano, costales de cereal, esclavos para perforar algún pozo y unas cuantas odres con licor.

1 Peregrino hindú, Singapur, 1980 ©Manuel Peñafiel

Al escuchar esto, Buru sintió al áspero polvo en su garganta, e imaginó que así sería el sabor de la muerte cuando los cadáveres aún no lo son plenamente, y las moscas ya borran los últimos recuerdos de su vida.

Los hombrones que inmovilizaban a Buru no lo soltaron, cuando el muchacho comenzó a hablar:

Me alegro que la tribu ya no padezca hambre gracias a la enorme fortaleza de una joven llamada K’jita. Yo mismo traeré el forraje necesario para alimentar al ganado, y que los dioses nos bendigan con la fresca leche de esas ubres.

En ese momento Buru se sacudió de aquellos brazos que lo sujetaban, los reunidos ahí se alarmaron cuando el joven alzó la lanza, sin embargo no lo hizo con la intención de asesinar a alguien, aquel muchacho de vigoroso temperamento la rompió contra su muslo; la herencia de su padre Odracir quedó astillada y quieta para siempre, enseguida arrancó de su cuello el bello pectoral de amuletos de hueso que su madre Eéner le había obsequiado antes de morir.

Buru con admirable dignidad hizo una reverencia ante los ancianos de la tribu. La gente lo observó alejarse caminando erguido.

Cuando estuvo lejos, muy lejos de la aldea, abrió la boca de donde salió el sonido silbante y filoso de la exasperación, gimiendo salieron de su espíritu espinas empapadas con llanto y trozos de su propia lengua mordida para no hablar más.

A Buru jamás lo abandonó aquel sabor muerto dentro de su boca.

Cazaba con enojo, y cuando la imagen de K’jita en los brazos del obeso cacique de Tankala llegaba a su mente, alcanzaba a la presa herida para despanzurrarla con sus propias manos, levantando contra el cielo sus brazos escurriendo ira escarlata.

Y conforme los años transcurrieron, la gente bien sabía que Buru era quien depositaba aquellos animales muertos a la entrada de la aldea con el propósito de que el hambre no obligara a sus habitantes a sacrificar el amor de otra pareja con el fin de canjear a la doncella por comida.

Buru el viejo cazador mudo vivió muchos años prefiriendo vivir a la intemperie, sigilosamente caminando durante el día, cuidando que el viento no delatara su presencia para no asustar a las gacelas que pastaban, y así poder observarlas recordando entonces el color de los ojos de K’jita.

©Manuel Peñafiel - Fotógrafo, Escritor y Documentalista Mexicano.

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De izquierda a derecha:

10 El dios Quetzalcóatl en la Ciudad Sagrada de Teotihuacan, 1975 ©Manuel Peñafiel.

11 Teotihuacan, 2016 ©Manuel Peñafiel.

12 Teotihuacan, 2016 ©Manuel Peñafiel.