5 JUVENTUD SIN BRÚJULA
© Manuel Peñafiel, Fotógrafo, Escritor y Documentalista Mexicano.
6/5/202526 min read


Los hombres pululan en cotidiana ansiedad buscando medios para la supervivencia. Las mujeres frustradas ansían sustitutos para aquellos maridos cautivos de su empleo procurando ganar dinero de papel transformado en escalerilla para ascender en el status antropófago de una sociedad prejuiciosa.
Las pupilas de mis ojos se expandieron y pude mirar allá. El terreno se convertía en una gran llanura de salitre. Una muchedumbre de hombres y mujeres, vestidos con batones grises hasta los tobillos caminaban lentamente arrastrando los pies. Sus ojos eran amarillo desperdicio, profundamente vacíos. La multitud de pronto se detenía ante un grupo de niños, niñas y jóvenes de ambos sexos.
Los hombres y mujeres que vestían aquellas holgadas batas daban la impresión de ser hambrientos menesterosos. Todos ellos rodeaban al grupo de chiquillos y muchachos. Comenzaban a atacarlos. Inútilmente trataban de huir. Los adultos los sujetaban dominándolos. Los empezaban a desmembrar. Les arrancaban los brazos, alguna pierna, las manos, los genitales, las orejas, sus aterrorizados ojos.
Los adultos en grosera hambre se llevaban aquellos chorreantes miembros a la boca. Masticaban los crudos trozos que desprendían de sus víctimas. Mis ojos se cerraron al ver tan repugnante escena. Tras los párpados caídos, mis ojos dieron la vuelta hacia arriba para hurgar en mi mente; buscaron sin hallar respuesta. Frías incógnitas reptaron por las fisuras de mi cerebro:
¿ Hasta cuándo durará el canibalismo paterno y materno ?
¿ Cuándo respetarán los padres la legítima autonomía de sus hijos, los cuales son seres humanos con derechos inviolables ?
¿ Cuándo cesarán los padres de manipular a sus hijos por medio del miedo, el autoritarismo, la violencia o el chantaje emocional ?
¿ Cuándo acabará esta orfandad disimulada en hogares que aparentan tarros de miel ficticia disfrazando larvas avinagradas ?
Mis sentidos comenzaron a dolerme después del sinuoso recorrido que dieron por mi cerebro sin hallar respuesta. Devolví a su sitio a mis ávidos ojos. Alcé una mano, con los dedos levanté uno de mis párpados. Con la otra mano desprendí el globo ocular, hice lo mismo con el otro ojo. Cuando tuve los dos ojos en mi mano sentí su blanda humedad.
Caminé a tientas por la árida pradera. Me detuve. Con las manos desnudas cavé un hoyo, ahí deposité mis ojos deseando que algún día el planeta trajera saludables respuestas.


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Cuando yo tenía catorce años de edad aproximadamente, mi padre Ricardo compró una casa de campo en Cuautla, Estado de Morelos a donde le gustaba pasar los fines de semana.
Leonides la cocinera tenía una hermana de mi misma edad llamada María, ella solía jugar a solas en el jardín. Reía y corría mostrando sus redondas rodillas que eran bronceados melocotones que escapaban de mí sin poder ser mordisqueados. El largo cabello castaño con destellos de incipiente cosecha juvenil se movía en airoso vaivén. Yo la observaba sin recibir atención alguna de su parte.
Queriendo familiarizar con ella, un anochecer la seguí hasta su jacal. Esperé afuera indeciso. Cuando mis nudillos se disponían a tocar la puerta, ella la abrió antes. Sus grandes ojos brillaban en la obscuridad. Sin pronunciar palabra se echó el rebozo encima. Salió caminando ligera y descalza. La seguí por la maleza hasta que se sentó en una gran piedra del río.
Entonces, bruscamente me preguntó:
¿ Sabes lo qué es un nahual ?
Mi cabeza se movió negativamente.
Ella me miró despectiva y dijo: ¿ Qué crees que no me he dado cuenta en la forma en que me miras cuando se me alza el vestido ?
¿ Quién te crees tu niñito de la Ciudad de México ?
Jamás tocarás ni un dedito de mi cuerpo.
Avergonzado, sentí la cara enrojecida sin atinar a decir una sola palabra.
Ella continuó hablando.
Eres tonto, pero con el tiempo se te irá quitando. Primero déjame decirte lo que es un nahual. Un nahual es un animal mágico, que si eres lo suficientemente afortunado, algún día lo podrás encontrar, entonces te ayudará, o te dirá consejos en la vida.
Pero cuídate, pues no todos los nahuales son buenos. Cuando María hablaba de su boca salía un brillito rojizo encendido. Nervioso me animé a preguntarle, si acaso ella tenía nahual. Ella echó la cabeza para atrás. Su cabello al moverse aclaró la noche. Riendo burlonamente, exclamó: ya te dije que eres tonto.
¿ Acaso crees que te lo voy a decir ?
Movió las cejas mirando al suelo, con este ademán me hizo notar una araña que caminaba despacio cerca de nosotros. Esas serán tus nahuales, dijo instruyéndome casi en una orden. Las arañas están en todas partes. Son silenciosas y discretas. Ellas ven lo que sucede en el campo y dentro de los hogares. Por más hacendosa que sea un ama de casa, siempre habrá alguna arañita que escondida en un rincón será testigo de su insatisfecha vida diaria. Por más pulcra que sea una oficina, por ahí habrá una tela de araña conteniendo las intrigas y traiciones en el mundo de los negocios. Las arañas han visto escenas violentas, de ternura, o de amor. Aprende a escucharlas, ellas te contarán historias.
Luego respingué al oír el cascabel de una serpiente. María rió y comprendí que ella misma había hecho el sonido con su boca; no dejaba de sorprenderme.
Las iguanas también serán tus nahuales, ellas son silenciosamente sabias, desde la prehistoria ellas han visto y observado cataclismos ecológicos junto con las proezas y vilezas de los seres humanos. Aprende a escuchar los pausados movimientos de las iguanas. Ellas te narrarán tu historia. María me vio a los ojos, sus facciones comenzaron a cambiar, su rostro se agudizó con facciones de seductora reptil. De su boca salió vapor que aturdió mis sentidos, se introdujo aquella niebla mental a las cisuras de mi mente, inscribiendo en mi genética la herencia recibida de mis ancestros prehispánicos.


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Las penumbras que envolvieron a la adolescencia me llevaron por senderos confundidos. La apatía nos hacía bostezar en las aulas de la escuela preparatoria en el Colegio del Tepeyac, donde mediocres y holgazanes maestros fumaban cigarrillos, mientras ordenaban que algún condiscípulo leyera anestésicos párrafos extraídos de los libros de texto.
Estaba un día tratando de resolver los problemas de física asignados por el apático maestrillo Chávez, cuando llegaron de visita a mi casa, una tía cascarrabias llamada Beverly con mi prima Jessica, acompañadas de una enorme rubia estadounidense, con ojos del color del océano mismo, quien se encontraba viviendo con ellas durante los cursos de verano. Sally era más alta que yo, me sacaba una cabeza, sin embargo, esto no pareció importarle, sonriendo se presentó en lento pero encantador español aprendido recientemente, ya que con el tiempo tuve que enseñarle a no hablarme de usted.
Mi prima Jessica comprendiendo el significado de nuestras miradas, amablemente nos dejó a solas, esa misma tarde intercambiamos anillos. Al otro día llegué flotando a la escuela pensando en mi primera novia.
Sally y yo disfrutábamos nuestras largas conversaciones telefónicas, las cuales, mi tía Beverly la gruñona solía interrumpir; ella había trabajado en la compañía Teléfonos de México, así que le bastaba comunicarse con alguna ex compañera operadora para intervenir la línea de su casa, así que nuestro romance saltaba cuando de súbito oíamos su ronca voz de fumadora ordenándonos colgar la bocina, según ella el teléfono era para decirse cosas breves e importantes, para después dejarlo desocupado en caso de alguna emergencia.
Mi tía Beverly nos tenía prohibido salir a solas, obligándonos a llevar a mi prima Jessica como chaperón, sin embargo, el ingenio juvenil siempre se agudiza, así que no tardamos en encontrar las maneras para vernos a escondidas.
En una ocasión Sally me dijo que pasara a recogerla a su escuela después de un festival donde había bailado una coreografía texana. En la puerta de la casa de mi tía Beverly, Sally dijo que podía pasar, pues en esos momentos nadie se encontraba ahí.
Sally estaba encantadora, vestía una minifalda de mezclilla azul, blusa a cuadros, y botas vaqueras rojas. Al cuello llevaba una pañoleta.
En su recámara los besos surgieron ansiosos, mis caricias se multiplicaban a lo largo de sus tersas piernas. Ella estaba dispuesta a todo, pero yo temía que mi tía volviera sin hacer ruido ya que era arpía sin escoba. Sally comprendió también que no era el momento adecuado, sin embargo, sus ojos brillaron traviesamente al desabrochar mi pantalón. Sus largos dedos se encargaron de llevarme a su boca donde en su interior crecí palpitante. La mascada de su cuello la anudó alrededor de la base de mi pene apretándola cuando su boca complacía a mi cuerpo. Las sensaciones fueron tan intensas que tuve que reprimir un grito justo cuando escuchamos el chirriar de la puerta con mi tía de vuelta.
Sally no se inmutó, mientras con la mascada secaba los rastros de su audacia, me dijo que mi tía asumiría que ella estaría dormida. Nervioso le respondí que echara el cerrojo de la puerta; ella se negó a hacerlo, respondiéndome que si mi tía Beverly lo oía correr entonces si sospecharía. Escuché las pisadas de mi irascible pariente, mientras el desagradable olor del cigarrillo que fumaba penetraba por las hendiduras y bisagras. Cuando aquellos pasos se perdieron en el pasillo hasta la habitación de mi tía, Sally sonrió, siempre que lo hacía, dos hoyuelos se marcaban en sus mejillas, volviendo a aparecer esa traviesa luz en sus ojos de cobalto.
Tomó mi cabeza y la bajó colocándola en medio de sus rotundas piernas de maciza nieve pecosa. Ahora es mi turno, suspiró, recostándose mientras mis dientes arrastraban sus endebles pantaletas. Mi lengua fue abriendo los blandos pliegues de su palpitante ansia, mientras sus muslos apresaban mis mejillas. Después de que ella alcanzó el clímax, ambos reímos con la alegría que provoca el placer compartido.
Quedamos tendidos soñolientos sobre el mullido lecho, y lo que creímos un momento se prolongó hasta hacerse madrugada. Las raquíticas aves de la urbe empezaron a piar hambrientas, asustados vimos que la luz entraba entre las cortinas. Escuchamos la voz de mi prima Jessica acercarse hacia la habitación de Sally, salté a esconderme en el ropero y Sally se metió a la cama vestida con todo y botas. Cuando mi prima abrió la puerta, Sally aparentó que apenas despertaba, mi prima le dijo que se apresurara pues el camión escolar estaba a punto de llegar a recogerlas. En cuanto mi prima dio la media vuelta, Sally aventó sábanas y cobijas para cambiarse de ropa. Después de ellas, yo me escurrí hacia la calle, mientras mi tía Beverly canturreaba en la ducha.


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Transcurrido el curso de verano, Sally tuvo que volver a la Florida donde vivía con sus padres. Permanecí muy triste, pero decidido a reunir el dinero suficiente para comprar el boleto de avión que me llevaría a reunirme con ella en las vacaciones.
Allá teníamos un abanico de libertades, sus padres salían temprano a su trabajo, y nosotros permanecíamos disfrutando del mar que se extendía justo enfrente de su casa. En una ocasión quise impresionarla nadando mar adentro, cuando decidí volver, la vi manoteando frenéticamente, el ruido de las olas me impedía escuchar lo que gritaba, sin embargo, por sus gesticulaciones comprendí que le urgía prevenirme de algo.
Detuve las brazadas para mirar alrededor. Sentí pavor cuando no muy lejos de donde yo me encontraba distinguí la aleta erecta de un tiburón caribeño. Pensé en quedarme inmóvil, pues había leído que los tiburones acometen a los bañistas detectándolos por las vibraciones que generan dentro del agua, sin embargo, no me atreví a comprobar si aquel dato era cierto, así que opté por nadar hacia la playa a la mayor velocidad posible. Mientras lo hacía, comencé a pensar, ahora sí va a llegar mi final por andar de presumido. Llorando mientras nadaba comencé a tragar agua, la sal del mar revuelta con el miedo me provocaron nauseas.
Al través de las olas que golpeaban mi cara podía distinguir a Sally que continuaba agitando las manos parada de puntas en la arena.
Cuando toqué fondo comencé a correr hacia ella inmediatamente, sin atreverme a voltear el rostro siquiera para averiguar donde estaba aquel enorme pez voraz, tal vez la evolución le permitiera arrastrarse sobre la arena hasta alcanzarme y saciarse mordiéndome las nalgas. Sintiéndome seguro entre los brazos de Sally mi angelote güero de un metro ochenta de estatura, miré de vuelta al encrespado oleaje donde la aleta se alejó permitiendo el arribo del crepúsculo. Aún abrazados, entramos en tembloroso trance, la húmeda muerte había rondado cerca de nosotros. Sally comenzó a besarme el rostro, bebiendo mis lágrimas que se mezclaban con las suyas. El temblor de nuestros cuerpos se convirtió en deseo. Se retiró de mí el instante suficiente para desprenderse de su amplia falda, la cual cayó al suelo formando pétalos textiles. Se recostó sobre la arena y deslizó el listón que sujetaba la parte superior de su atuendo, blancos senos brotaron en turgente volumen con palidez más exquisita que las antiguas nubes en el cielo.
Jugando con aquel listón lo enredó a uno de sus erectos pezones, ahí quedó aquel coralillo de satín, enroscando bocado que por mí sería mordido. Sally tomó la cinta con que sujetaba su cabello, repitiendo el juego de tiempo atrás lo pasó suavemente por mis genitales, anudándolo alrededor del pene, ahorcando la erección lograba que se inflamara más. Como quien lleva a impaciente bestia atada, lo guió entre sus piernas mostrándome lo que sería exquisito sendero. En el momento de la penetración, Sally dio un gritito parecido al sonido que hacían las gaviotas sobrevolando arriba de nosotros. Nuestros jadeos llevaban el mismo ritmo del oleaje arribando. En el momento de nuestro simultáneo orgasmo, grité convirtiéndome en coral humeante.
Quedamos ahí tendidos sobre la playa extensa de existencia. Me pidió que permaneciera aún sin salir de ella. La sangre de su himen roto escurrió introduciéndose en la arena, llegó a las cuevas donde anidan los cangrejos, coloreándolos de vida, luego mezclada con el agua formó hilillos y serpentinas que se alejaron de nosotros, sumergiéndose ondulantes mar adentro. Estos listones de sangre viva inscribieron nuestro génesis erótico repetible con cada marea de deseo. Mientras el sol igual a enorme fruta cósmica derramaba calientes jugos en mi espalda.


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Sally como la mayoría de la juventud estadounidense dejó el hogar familiar para abrirse paso en la vida, encontrando empleo en la lejana ciudad de Seattle en el Estado de Washington, hasta donde la seguí. Siempre entusiasta y llena de planes me llevó en el transbordador al lado canadiense. En Ciudad Victoria nos hospedamos en un barato, sin embargo, acogedor hotelito donde al registrarnos el conserje me veía con antipatía, mientras a ella la desnudaba con la mirada. Nuestra habitación carecía de excusado, era necesario ir al que estaba al final del corredor instalado ahí para los huéspedes de aquel piso. En una ocasión en que Sally salió a hacer uso del retrete, pensando en jugarle una broma me escondí en el ropero. Cuando regresó al cuarto pensó que yo había salido, al abrir el armario la sorprendí emitiendo gruñidos saltando hacia ella. Se asustó tanto que comenzó a gritar frenéticamente, yo trataba de calmarla, sin embargo, su llanto se escuchaba en todo el pequeño hotel. El conserje no perdió el tiempo en subir para averiguar lo que sucedía. Cuando tocó, le dije a través de la puerta que todo estaba bien, pero no se dio por satisfecho hasta que él mismo abrió la puerta lo suficiente para husmear metiendo su roja nariz de bulbo. Cuando miró a Sally sentada sobre la cama con los ojos enrojecidos por el llanto sin poder contener su nervioso hipo, el conserje me dijo que al otro día tendríamos que marcharnos. Protesté diciéndole que aún faltaban un par de días para que se venciera mi reservación. Al sujeto no le quedó más remedio que refunfuñar; antes de marcharse me miró con furiosos ojos al tiempo que decía que yo era un pervertido.


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De vuelta a México le escribí a Sally extensas y amorosas cartas. Hacíamos planes para permanecer juntos toda la vida, sin embargo, la distancia es considerable obstáculo para un romance, tomando en cuenta además que en mi país las morenas son una gran tentación. Fui demasiado inquieto para esperar, y consumar nuestros solemnes planes.
De Sally guardo dorado recuerdo, entusiasta e inteligente compañera juvenil. Con ella inicié mi placentera expedición hacia el sexo opuesto. He pensado estar enamorado varias veces, pero nunca ha sido así, mis efímeros sentimientos hacia las mujeres se desvanecen con el transcurso del tiempo. Nunca he comprendido como un hombre quiere y puede permanecer al lado de una sola mujer el resto de su vida, tal vez los que lo hacen sean cobardes o sencillamente más afortunados y dotados que yo. En mí el intenso amor jamás ha enraizado en forma vitalicia.


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¿ Quieres bailar ?
No, gracias.
Siempre me sucedía lo mismo en las fiestas, donde después de pasar largos momentos sumido en nerviosa indecisión; cuando finalmente me atrevía, la chica sencillamente me mandaba a freír espárragos. O cuando hallaba el valor de sacar a otra, alguien se me adelantaba. Nunca aprendí a bailar, tuve la torpe práctica de tímido pingüino.
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En México muchos jóvenes nos hallábamos inmersos en aquella cautivadora vorágine musical provocada por aquellos talentos británicos, así que una aburrida mañana cuando yo deambulaba en solitario por el patio de la escuela preparatoria, escuché a alguien que me decía:
Estoy formando un grupo de Rock, y pensé que tal vez tú quisieras ser el vocalista.
Esas fueron las palabras con las cuales José Ignacio Arreola me abordó en 1966, cuando cursábamos la escuela preparatoria en el Colegio Tepeyac de la colonia Lindavista.
¿ Y por qué me lo preguntas ?, ni siquiera sabes si soy capaz de cantar, le respondí.
Lo que me interesa es tu actitud que emana inconforme rebeldía, agregó.
¡ Vaya pensé, eso hace sentido ! … por la tanto acepté.
Nuestro grupo de Rock se mantuvo con vida solamente durante un año, enmudeció cuando como vocalista lo abandoné, esto se debió a que al finalizar la escuela preparatoria ingresé a la Universidad Iberoamericana, debido a que me fue imposible inscribirme en la Universidad Nacional Autónoma de México fragmentada por las huelgas estudiantiles en protesta por el mal gobierno; en el Campus Churubusco de la Ibero en 1972 obtuve el título de Licenciado en Administración de Empresas, profesión que nunca ejercí volcándome en cambio hacia el arte fotográfico.
La moda entre las bandas mexicanas era adoptar nombres en inglés, deseando evitar esto, el guitarrista consultó a un maestro alemán que impartía clases en el colegio católico donde estudiábamos. Aquel racista sugirió Die Stuckas que era el nombre de los aviones bombarderos del Tercer Reich. Hoy que los años han transcurrido, azorado me doy cuenta de la deficiencia del sistema educativo mexicano y del hermetismo social de aquella época, cuando los estudiantes ignorábamos las monstruosidades cometidas por Adolfo Hitler en agravio a los judíos y a la humanidad. Así que estúpidamente escribimos el nombre de nuestro grupo Die Stuckas con grandes letras negras en el Tom Tom del baterista.
Mi madre Renée Ruíz Sandoval ( 1926 – 1971 ) nos facilitó el dinero para comprar guitarras, micrófonos y amplificadores, con el dinero que ganábamos tocando en las fiestas saldamos su solidario préstamo.
Los ensayos eran en casa de José Ignacio nuestro talentoso requinto, o en la de mis padres ubicada en Cali 899, colonia Lindavista de la Ciudad de México; la cual a diferencia de la mayoría de las casas estilo californiano de dicha zona, mi padre le encargó su construcción al arquitecto Pedro Moctezuma, quien la erigió con la elegante arquitectura contemporánea de finales de los años cincuenta, y ahí instalados en la sala la altura de los techos proporcionaba buena acústica a nuestros acordes. La mansión que mi padre logró con el esfuerzo de su trabajo estaba ubicada en Cali 899, bonita calle antaño arbolada y placentera.
Solíamos tocar en las fiestas y con el dinero recibido saldábamos los pagarés por los amplificadores, micrófonos y guitarras que habíamos adquirido a crédito, incluyendo en dicha compra mi inseparable pandero.
La canción con la que abríamos siempre era ( I Can’t Get No ) Satisfaction, compuesta básicamente por Keith Richards e interpretada por Mick Jagger pilares del explosivo grupo The Rolling Stones; dicha canción hasta el día de hoy es un eco de lo que he sentido durante el transcurso de mi vida…no puedo obtener satisfacción.
Nuestro grupo de Rock se mantuvo con vida solamente durante un año, enmudeció cuando como vocalista lo abandoné, esto se debió a que al finalizar la escuela preparatoria ingresé a la Universidad Iberoamericana, donde obtuve el título de Licenciado en Administración de Empresas, profesión que nunca ejercí sino que me volqué hacia el arte fotográfico.
Décadas después cuando algún conocido organizaba alguna reunión, gustoso aceptaba su invitación para cantar por afición algunas melodías de los años 60’s.
Aún a la fecha recuerdo con nostalgia cuando sobre el escenario la gente se agolpaba para escucharnos ejecutar nuestra música. Las mujeres jalaban de mi pantalón. Si pudiera volvería a tomar mi pandero para golpearlo contra mi muslo y aullar retadoramente ante el micrófono. Ser cantante en un grupo de Rock es pavonearse cual jefe tribal de cualquier latitud, electrificando los sentidos de la multitud, escupiéndole con la partitura sus prejuicios a la sociedad, con las baquetas aporreando las tarolas y las notas de la guitarra bajo cimbrando y demoliendo hipócritas convencionalismos. Los rasgos del cantante transformados bajo las luces escénicas parecen ser los gestos de alguien dispuesto al combate. Con el ritmo todo el cuerpo denota inconforme mensaje.
La música de Rock une a todos los pueblos juveniles del planeta. Cantar es el afrodisíaco universal poseído por los elegidos. El Rock proviene del ondular de la piel africana, la secuencia musical erige vivaces cobras metálicas lubricando tempestades, la legítima rebeldía se desata en erupción candente cuarteando a la monotonía que tiene subyugada a la mayoría de la gente. La aventura existencial no ha sucumbido, tampoco nuestra comunión con dicha hazaña musical.


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En el Colegio del Tepeyac las aulas estaban saturadas, ahí estábamos más de cuarenta pupilos sentados en orden alfabético. Durante la escuela primaria aprobé los exámenes memorizando, frecuentemente sin saber el pleno significado de las respuestas, la timidez me impedía alzar la mano para pedirle a las neuróticas monjas explicaciones abundantes. La situación empeoró al ingresar a la escuela secundaria y posteriormente a la preparatoria, donde los pseudo maestros acudían indolentes o derramando altivez para impartir apresuradamente la variada índole de materias con las cuales debimos de haber egresado siendo eruditos, sin embargo, no sucedió así, " estudiábamos " para salir del paso de aquellos exámenes mensuales, ningún " profesor " me inculcó atracción hacia el profundo conocimiento. El afán por enriquecerme culturalmente surgió en mí después de obtener el título universitario de Licenciado en Administración de Empresas, profesión que jamás ejercí pues decidí aventurarme en el arte fotográfico aliado de mi espontánea prosa, ambas herramientas le dan cuerpo a los libros que publico independientemente, o a mis colaboraciones periodísticas.
En la escuela preparatoria existía un " maestro " apellidado Chávez que impartía la clase de Física; el solía garabatear en el pizarrón algunos conceptos, en seguida escribía un problema, y nos lo dejaba ahí para resolverlo, mientras él caminaba al laboratorio de Biología para disfrutar de un cigarrillo charlando con la maestra de dicha materia.
Jamás entendí las abruptas explicaciones de Chávez, la Física para mí fue preocupante incógnita, durante el último año de preparatoria mi promedio mensual era de 3; se aproximaba el examen final y yo no sabía que hacer, hasta que me llegó el rumor de que los " consentidos " del profesor habían hurtado dicho cuestionario, aquellos condiscípulos no eran amigos míos, aún así me aproximé a su cabecilla para decirle que lo mejor sería invitarme al sitio donde aquel grupillo pretendía resolverlo para saber de antemano sus respuestas, él me dio la espalda con intenciones de alejarse, sin embargo, lo sujeté y le dije: Hagamos esto por la buenas. Malhumorado accedió a darme la dirección de su domicilio donde se juntarían para " estudiar ".
Al día siguiente me presenté al examen con las respuestas memorizadas, obtuve un hermoso 9. ¡ Mi promedio mensual de 3 más aquella liberadora calificación divididos entre dos, dieron como resultado un delicioso promedio final de 6 con el que finalmente aprobé !


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Después de sufrir las vejaciones infringidas por los frailes y monjas benedictinos que regenteaban el lucrativo Colegio del Tepeyac ubicado en la colonia Lindavista de la Ciudad de México, donde cursé primaria, secundaria y preparatoria ( 1955 - 1966), tengo suficientes motivos para ratificar estos refranes: Los frailes entran sin conocerse, viven sin amarse y mueren sin llorarse. En el fraile y la mula la coz es segura. Ni fraile por amigo, ni clérigo por vecino.
De niño alcancé la excelencia durante toda la primaria debido a la angustia que me invadía al ver la manera enfermiza en que los frailes azotaban a los alumnos rezagados en el cumplimiento de sus deberes escolares, las monjas que impartían las lecciones nos golpeaban en la espalda, en los brazos y en las palmas de las manos con reglas de madera. Aquellos clérigos y religiosas eran seres rumiando al través de sus desviados vericuetos, su hibridismo existencial los había transformado en ajadas sombras amargadas y marchitas.
Y por supuesto, una de las materias impartidas en dicha escuela católica se llamaba Moral, durante la cual una monja nos hablaba de los milagros de la fe; como aquella anécdota en que un niño al asomarse imprudentemente al pozo de agua de la granja se cae, sin embargo, antes de llegar al fondo le pide ayuda a dios, entonces, prodigiosamente el cordel de su escapulario queda atorado a una de las salientes rocas del foso, y de esta manera puede ser rescatado por sus padres. La ingenuidad de mi intelecto daba por hecho tales supersticiones.
Durante las clases de religión se nos habló de la Santísima Trinidad integrada por dios padre, Jesús su hijo y el Espíritu Santo; en la iconografía católica dicho trío está representado por un triángulo por tratarse de un mismo ser. Algo así como: " Uno para todos y todos para uno ", lema pronunciado por los Tres Mosqueteros en la novela de Alejandro Dumas. En esa descripción de la Santísima Trinidad algo le estorbaba a mi lógica; se me decía que todos éramos hijos de dios, por lo tanto, la virgen María se encontraba dentro de aquella prole, entonces, ¿ cómo era posible que el Espíritu Santo, el cual es parte integral de dios paterno la hubiese preñado con la simiente que daría origen al predicador judío que a los treinta y tres años de edad sería crucificado ?
Según mi percepción, las maestras y profesores del Colegio Tepeyac carecían de entusiasmo para arrebatarnos productivamente hacia sus áreas; el maestro de Historia Victor Figueroa por ejemplo, se limitaba a ordenarle a un condiscípulo que leyera algún capítulo del libro de texto, y mientras aquella torpe y soporífera palabrería hacía que nuestros párpados cayesen en arenoso declive, dicho profesor se fumaba un cigarrillo bajo la puerta del aula charlando con el maestro del salón de clases de enfrente.
La mayoría de los profesores escupían con petulancia dudable erudición desde su ilusoria superior tribuna, otros enraizaban su trasero a la silla del escritorio sin esforzarse por vigorizar empatía con los pupilos que bostezábamos en sus aulas; en aquel ámbito estudiantil se desbordaba la disimulada irreverencia hacia el personal docente, todos sus integrantes poseían despectivos apodos ingeniosamente acuñados por el alumnado.
La secundaria y preparatoria en el Colegio del Tepeyac transcurrieron en espeso tedio provocado por la pedante zanja que los maestros cavaban con su negligente y arrogante comportamiento emponzoñado con violentos castigos corporales; cuando llegó el último año de preparatoria, me enteré que al profesor de literatura Agustín Gutiérrez Flores lo apodaban El Lobo, yo no le hallé ninguna semejanza con el temerario animal estepario, luego, los condiscípulos me explicaron que la burla consistía por el aspecto voluminoso de su nariz parecida a la del Lobo Feroz de la cinta de dibujos animados Los Tres Cochinitos, tampoco me convenció dicho mote. Este maestro solía irrumpir dentro del aula profiriendo descalificativos: ¡ Ustedes son un montón de inútiles haraganes, ignoran todo acerca de la grandeza de las letras, estoy seguro de que nunca han leído a los poetas franceses ! Y después de exclamar todo aquello, su boca se curvaba presuntuosamente hacia arriba para finalizar exclamando en gutural francés: Les Fleurs de Mal de Charles Baudelaire.
El maestro de literatura Agustín Gutiérrez Flores, sorpresivamente nos avisó que para aprobar el examen final era imperativo escribir algo de nuestra propia inventiva. Esto sonó inaudito, las protestas se escucharon a viva voz, dentro de nuestro angosto criterio no cabía la posibilidad de crear algo por nosotros mismos, claro síntoma del déficit de calidad en el sistema educativo nacional, la mayoría preferíamos la obsoleta fórmula de preguntas y respuestas. El profesor no cedió ante los reclamos. Algunos condiscípulos recurrieron al plagio de artículos, cuentos o ensayos, otros sí se esforzaron en redactar algo proveniente de su ingenio. Fue entonces, que se me ocurrió transcribir a máquina las letras de las canciones que componía y cantaba yo en el grupo de Rock llamado Die Stuckas; aunque no estaban ajustadas a exacta simetría, las acomodé en estrofas para darles apariencia de poemas, auxiliado por el diccionario encontré una palabra que consideré profunda para el título, y con el manojo de hojas mecanografiadas me dirigí a una imprenta, donde el comprensivo artesano me confeccionó un minúsculo breviario encuadernado en piel con llamativas letras doradas, donde se leía: Cavilaciones. Transcurridas algunas semanas, el jefe de grupo comenzó a repartir los trabajos calificados. Me inquieté al ver mi librito sobre el escritorio del maestro, cuando me llamó, pensé que sería para reprenderme, sin embargo, con el tono adusto que siempre lo caracterizó, al devolverme mi tarea escuetamente dijo: No está mal Peñafiel, sigue escribiendo. Aquel breve sonido me hizo " sentir poeta ", a partir de aquel día mi impulsivo abecedario se ha vertido en caudales desbordando mis agitaciones, inconformidades, alborozos y pesares; desde entonces, me animé a plasmar emociones navegando sobre las marejadas de la tinta, hallé en la escritura el pedernal con el cual pulir navajas, con palabras soy capaz de anudar la horca, elaborar un bálsamo, o labrar mi propia existencia. Hallar mi medio de expresión con la palabra escrita fue una casualidad; antes de eso, el profesor Agustín Gutiérrez Flores jamás se aproximó cordialmente para invitarme a valorar la maravillosa literatura mundial, la cual fui descubriendo durante el transcurso de mi vida.
En la Universidad Iberoamericana antaño ubicada en Churubusco obtuve mi título de Licenciado en Administración de Empresas en 1972, el cual enmarqué y colgué en la pared, no de mi oficina, sino en el muro del pasado, nunca ejercí dicha profesión,
decidí arrojarme a mi aventura fotográfica, la cual ha sido mi verdadera vocación desde la infancia. Me he dedicado a publicar mis libros independientemente con mi prosa acompañando a las imágenes.
Cuando jubilosamente palpé mi primer libro el Estado de México publicado en 1975, venciendo mi repugnancia por pisar de nuevo el Colegio del Tepeyac decidí llevárselo al rígido sin embargo estimulante maestro de literatura Agustín Gutiérrez Flores…pero tristemente antes de acudir a dicho plantel averigüé que él ya había fallecido.


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Durante mi temprana juventud, mi padre continuaba trabajando catorce horas diarias lo cual lo saturaba de neurosis. Criticaba mi forma de vestir, advirtiéndome que cuando fuese a las fiestas a tocar con el grupo de Rock no dijera que era hijo suyo, pues se avergonzaría.
Los fines de semana teníamos la obligación de comer con él, eran los únicos momentos que pasábamos juntos, durante los cuales no surgía amena charla, sino un gélido interrogatorio desgranado de su parte, durante el cual, tenía yo que responderle con suma propiedad gramatical, ya que cualquier error cometido él lo convertía en escarnio. Su exigente disciplina mató en mí toda espontaneidad.
Una ocasión en que conversábamos mi madre y yo acerca de música y banalidades, él dijo: De lo único que ustedes saben hablar es de discos y películas.
Por supuesto que mi mente estaba llena de preguntas, temas transcendentes e inmensa necesidad de compartirlo todo con él. Pero el agrio y rígido carácter de mi padre siempre me infundió temor.
En la adolescencia me hice aún más introvertido de lo que yo era cuando niño. Sellé mi boca. Solamente la abría cuando era absolutamente necesario. Dejé de hablar. Esto me llevó a observar. Cuando no se habla se piensa.
Amaba y necesitaba a mi padre esforzado en su trabajo por construir un país mejor, él era obscuro en nuestro hogar; sin embargo, luminoso en su profesión. Igual a famélico pordiosero recogí sus raquíticas caricias. Sediento sorbí sus escasas palabras alentadoras.
Mi padre supo inculcarme nacionalismo. Aversión a la corrupción. Me explicó las desventajas del contrabando, explicándome que se debía proteger la economía nacional promoviendo bienes producidos y cultivados en México. Sabía que mi papá trabajaba creando más empleos. Por estas razones lo admiraba, sin embargo él estaba lejos. Inalcanzable. Necesité su guía pero no me atreví a pedírsela. Viví en atmósfera ambivalente. Odio y amor. Optimismo y pesimismo.
Efímera fe desvanecida con la desesperanza. Desconfié del nefasto gobierno. Aborrecí a sus dirigentes. El sacrificio en nuestro hogar resultaba inútil, afuera la codicia burocrática se embolsaba los impuestos de los ciudadanos. Vi los sobornos. La mentira empacada en los supermercados. La publicidad televisiva grotesca y sin ética.
Me convertí en un joven aislado e idealista. ¿ De qué servía que tantas personas hubiesen trabajado arduamente sacrificando la calma por la neurosis que destruye hogares ?, si la pestilente corrupción hundía al país.
Yo ansiaba con enojo construir un memorial a los burócratas inscrito con los sollozos de los niños muertos por inanición y falta de vacunas. Pestilente mausoleo con aroma a sobaco de político corrupto. Malversador de impuestos.
La religión azotando al pueblo con la farsa de un paraíso para los desprotegidos. País pobre porque los pobres se acostumbran a serlo. Demagogia disfrazando la hipoteca del país con la deuda exterior. Durante esta época, los estudiantes se declaraban en huelga protestando por la injusticia social; en la Ciudad de México cientos de ellos se reunieron con gente del pueblo para manifestar su inconformidad, la cual fue aplastada por el ejército que los masacró el segundo día de octubre de mil novecientos sesenta y ocho, en la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco.


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Mucho miedo, mucha confusión.
Busqué consuelo en los brazos de Rosa María, en la música, en el alcohol, y en la poesía.
Rosa María era estupenda morena, inteligente y dulce.
El hombre es un ser caprichoso, aunque la amaba y hacíamos planes para casarnos, me era imposible serle fiel. Constantemente teníamos pleitos a causa de mis relaciones con Teresita, Ivonne o Alicia.
En cierta ocasión, mi padre nos avisó que nos llevaría a mi madre y a mí a El Patio, un centro nocturno para escuchar a un cantante que estaba de moda. Me puse contento cuando mi madre sugirió que invitara a una pareja. Emocionado llevé a Rosa María; ella lucía graciosa con su minifalda y zapatos sin tacón aún de niña, apenas contaba con catorce años, su sensualidad aún con rastros infantiles me inflamaba los sentidos.
En el vestíbulo de aquel cabaret cuando nos disponíamos a dejar nuestros abrigos en el guardarropa, noté la manera torvamente despectiva con que mi padre miró a Rosa María de arriba a abajo. Solo le bastó una fracción de segundo para barrerla con la vista. Conocía demasiado bien la inflexibilidad de mi padre, y esa noche intuí que él jamás la aceptaría como mi esposa. Sentí fría humillación apretándome el estómago, con furiosa cobardía pensé que quién era él para escoger a mi pareja. Toda mi vida había vivido yo a la sombra de su ruda aprobación, ahora con cenicienta actitud destruía ilusiones de nuestro noviazgo juvenil. Durante la velada jamás le dirigió la palabra a Rosa María, mi madre con amable conversación solía esforzarse tratando de remediar estas hoscas situaciones que mi padre solía provocar. De regreso en el automóvil todos viajamos en silencio, yo en especial, temiendo delatar lo mucho que había bebido. El duro carácter de mi padre me intimidó desde niño, uno no funciona con miedo digerido durante años.
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©Manuel Peñafiel - Fotógrafo, Escritor y Documentalista Mexicano.
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©Manuel Peñafiel a los 13 años de edad, Ciudad de México, 1961.
©Manuel Peñafiel retratado en 1963 por su padre Ricardo Peñafiel Sánchez ( 1925 - 1980 ).
©Manuel Peñafiel Autorretrato 1963 con un collage que hice.
©Manuel Penafiel Autorretrato en Marsella, Francia, 1965.
©Manuel Peñafiel Autorretrato Manto Verónica, 1965.
Manuel Peñafiel, Marsella, Francia, 1965 ©Manuel Peñafiel.
©Manuel Peñafiel Ensayo Grupo de Rock Die Stuckas en casa del guitarrista Ignacio Arreola, 1966.
©Manuel Peñafiel cantando con su grupo Die Stuckas en un concurso de Rock, Televicentro, Ciudad de México, 1966.
©Manuel Peñafiel cantante de su grupo de Rock, Televicentro, Ciudad de México, 1966.
De izquierda a derecha ©Manuel Peñafiel con pandero bajo el brazo y su grupo de Rock, Televicentro Ciudad de México, 1966.
Agustín Gutiérrez Flores, profesor de literatura de Manuel Peñafiel, 1966.
De izquierda a derecha:
12 la foto del anuario del colegio tepeyac-a-c-manuel-pea--afiel-a-los-18-aa--os-de-edad-ciudad-de-ma-c-xico-1966.
13-manuel-pea--afiel-con-corte-de-cabello-al-estilo-the-beatles-1967.
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