6 LA FOTO DEL ANUARIO

© Manuel Peñafiel, Fotógrafo, Escritor y Documentalista Mexicano.

6/5/20256 min read

Los azotes y golpes propinados por los frailes, monjas y maestros fueron atemorizantes y ofensivos, cursar la escuela primaria, secundaria y preparatoria ( 1955 - 1966 ) en el Colegio del Tepeyac fue amarga etapa de mi vida.

Siete años tenía yo, era el primer día de clases, sonó el timbre del receso para salir al patio,

un muchacho arrodillado sobre el suelo bajo el sol con los brazos extendidos en forma de cruz, y las palmas de las manos hacia arriba sujetando un libro en cada una, capturó mi asombro. Alguien que pasó junto a mí al notar mi perturbado rostro, despreocupadamente dijo que se trataba de un castigo por no haber cumplido con la tarea escolar. Muchos de los alumnos de aquel plantel eran insensibles, o la resignación masoquista católica ya se había enraizado en ellos; a mí siempre me parecieron indignantes las medidas disciplinarias aplicadas por los sacerdotes que envilecían su existencia dentro del Colegio Tepeyac, antaño ubicado en la colonia Lindavista de la Ciudad de México, el cual abarcaba una manzana entera, el patio era muy grande, así de ancha fue mi inconformidad en aquel claustro.

En aquellos tiempos los zapateros remendones confeccionaban las suelas del calzado con un caucho cuya marca comercial era Neolite; con este material los frailes mandaron cortar bandas de 50 cm de largo por 10 cm de ancho aproximadamente con empuñaduras adecuadas para blandirlas sobre las manos, glúteos y muslos de los alumnos que consideraban indisciplinados, las azotaínas punitivas eran conocidas como

" neolaitazos ".

Durante la primaria a la hora del receso teníamos que salir caminando en fila guardando absoluto silencio hasta llegar al patio; el clérigo Hildebrando Garza solía esconderse tras alguna columna del oscuro pasillo, algunos ingenuos alumnos que no se percataban de su treta comenzaban a charlar despreocupadamente, era entonces cuando aquel sacerdote emergía de su madriguera para abatirlos con esa tira de grueso caucho, los chiquillos se ondulaban cual velas de barco a la deriva, algunos perdían el equilibrio, otros se orinaban, asustadas lágrimas brotaban de sus ojos, mientras de Hildebrando escuchábamos sus ensalivadas carcajadas.

Debido a la angustia que me provocaba ver la cruel manera con la cual clérigos y monjas maltrataban a los niños rezagados en sus deberes escolares, obtuve la excelencia en mis calificaciones durante toda la escuela primaria.

En el lucrativo Colegio del Tepeyac existía " la tiendita "; durante el receso se podía comprar ahí comida chatarra y refrescos, cierta mañana sonó el timbre indicando el regreso a las aulas, los alumnos más altos se agolparon en la ventanilla para retornar los envases y recuperar el dinero del importe, todos ellos eran más altos que yo, quedé rezagado, fue entonces, que sentí en mi trasero el intenso ardor provocado por el neolaitazo que descargó sobre mí el abad Plácido Reitmeier, mi mente se ofuscó con sensaciones de irrealidad,

¿ dónde me encontraba ?, ¿ qué clase de sitio era aquel, donde hombres malencarados ofendían de tal manera a los niños ?, ninguna respuesta congruente acudió para reacomodar mis pensamientos, mi mano se abrió y la botella con la cual pretendía recuperar mis monedas cayó contra el suelo haciéndose añicos, lo mismo que mi temprana dignidad.

La víspera a mi primera comunión Antonio Sagrera el sacerdote que tenía a su cargo la antigua iglesia de san Cayetano trató de desabrochar mi pantalón mientras escuchaba mi confesión, mis instintos reaccionaron, huí ileso; a los nueve años de edad me percaté de la perversa hipocresía de los clérigos católicos, por lo tanto, durante mi estancia en el Colegio del Tepeyac jamás comulgué; en dicho plantel celebraban misa los viernes primeros de cada mes, el soporífero ritual se llevaba a cabo en el comedor, detrás las cocineras preparaban el almuerzo para los alumnos que por vivir lejos lo comían ahí, los olores de la cocción enrarecían el ambiente, aquello distaba mucho de ser una sagrada ceremonia para mí. En la actualidad con los miles de sacerdotes pederastas impunes que encubre el Vaticano, pregunto: ¿ los sacerdotes después de defecar y masturbarse se lavarán las manos antes de colocar las hostias en las lenguas de los crédulos ?

Los clérigos católicos no poseen partículas divinas dentro de su cuerpo y mente, Benito Garza era uno de los frailes del Colegio Tepeyac, en su juventud había intentado ser torero, su frustrada ambición la desbordaba cuando los lambiscones le pedían que ondulara su imaginario capote, entonces le gritaban ¡ olé !; y él se engrandecía transportado en su fantasía. Siempre pensé que dicho sujeto hacía el ridículo, además, era incongruente que un religioso en su juventud hubiera disfrutado torturando a los toros en el ruedo, ya que según la mitología cristiana todas las criaturas fueron creadas por dios.

El Chaparro era el apodo con el que los estudiantes se referían al sujeto apellidado Cornejo que tenía a cargo el taller de encuadernación de libros, a los alumnos que no desempeñaban bien su labor, este tipo los castigaba tomándolos de sus mejillas o patillas del cabello jalándolas dolorosamente hacia arriba hasta que su víctima apenas podía tocar el piso con las puntas de sus zapatos.

Las mediocres clases de educación física eran impartidas por individuos que asumían la actitud de gritones sargentos de cuartel; soplando fuertemente sus silbatos creían adquirir relevancia; un día a la semana ataviados con pantalón corto blanco, playera del mismo color y zapatos deportivos teníamos que correr alineados alrededor del patio, el silbatazo significaba alto para continuar trotando en dirección opuesta; después de algunas vueltas se nos ordenaba tirarnos sobre el áspero suelo asfaltado para ejecutar lagartijas y abdominales; a uno de mis condiscípulos sumamente obeso se le dificultaba ejecutar los ejercicios, el seudo instructor deportivo se mofaba de él y para humillarlo le ordenaba que trepara un tubo alto que sujetaba a los columpios, por supuesto, esto le resultaba imposible, así que ahí permanecía penosamente intentándolo, mientras los otros completaban el tiempo restante de la clase jugando futbol; mis amigos sabían bien que a mí no me atraía esto, así que me asignaban como reserva del equipo, y ahí permanecía yo cómodamente sentado bajo la sombra viendo a los demás correr sudorosos tras el balón redondo. Al terminar el partido, volvíamos para continuar con la jornada de estudios dentro del aula que apestaba a transpiración y a calcetines.

Algunos frailes cortejaban a las maestras; Edwin Arceneau el prefecto encargado de los estudios y la disciplina en secundaria y preparatoria deseaba a una secretaria de la oficina administrativa, para agradarla la puso a cargo de las clases de mecanografía; transcurrido un tiempo él devolvió la sotana a la tienda de disfraces para contraer nupcias con ella.

Durante la escuela secundaria y preparatoria ningún profesor me inculcó interés por su materia, el afán por enriquecerme culturalmente surgió posteriormente. En 1972, después de obtener mi título de Licenciado en Administración de Empresas en la Universidad Iberoamericana que estuvo en Churubusco, me dediqué a publicar libros con mis fotografías acompañadas de textos propios.

La prosa que ha emergido a causa de estas infames remembranzas conlleva el propósito por robustecer la honra infantil, el pasado no exoneran a los que han violentado la armonía que debe germinar en la mente de los niños, en la actualidad existen víctimas de abusos, es imperativo forjarles un futuro saludable a todos los pequeños que habitan en este planeta.

En 1966 al concluir el último año de la escuela preparatoria se publicaría el anuario de fin de cursos; Edwin Arceneau nos pidió una fotografía tomada en estudio para incluirla en dicha edición, y fue muy claro al exigirnos que debíamos de retratarnos con el cabello corto, ataviados con el saco reglamentario de color azul marino, camisa blanca y corbata oscura...por supuesto que ignoré a ese fraile estadounidense que escupía trozos del tabaco de su pipa mientras ladraba su defectuoso español, en el futuro ya no tendría que soportarlo. Cuando le entregué a Edwin mi retrato con el cabello ligeramente despeinado, ataviado con un saco blanco y corbata del mismo color anudada bajo el cuello de una camisa con rayas negras, él me miró bufando, encolerizado me dijo que la impresión del anuario ya estaba en marcha y no había tiempo de sustituir mi foto. Hasta la fecha me regocija verme en dicha imagen haciendo mueca burlona y despectiva, mi rostro contiene mirada que revienta a mis pupilas con la antipatía que me provocaban los clérigos y maestros que reptaron por el Colegio del Tepeyac.

©Manuel Peñafiel - Fotógrafo, Escritor y Documentalista Mexicano.

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La foto del anuario del Colegio Tepeyac ©Manuel Peñafiel a los 18 años de edad, Ciudad de México, 1966.