8 EL OCASO

© Manuel Peñafiel, Fotógrafo, Escritor y Documentalista Mexicano.

6/5/20259 min read

Mi madre Renée Ruiz Sandoval tuvo que ser intervenida quirúrgicamente para extraerle cálculos biliares. Después de la operación, se agudizó su deficiencia cardíaca provocando enfisemas pulmonares que la obligaron a permanecer varios meses en un hospital de la Ciudad de México.
Mi abuela Josefina Pesquera ( 1907 – 1996 ) la acompañaba, pero esto no le bastaba. Mi madre se sentía sola. Su matrimonio había fallado desde hacía muchos años. Y yo que había sido su sostén emocional le había comunicado secretamente, sin que mi padre lo supiera, que mis planes eran viajar al Instituto Tecnológico de Rochester en el Estado de Nueva York para estudiar fotografía.
Mi madre perdía interés por la vida. No se recuperaba. Su desgastado cuerpo no tenía ánimos para continuar. La decisión de los médicos fue operarla del corazón en Houston, Texas.

Mi padre Ricardo Peñafiel Sánchez ( 1925 – 1980 ), me ordenó que me adelantara en otro avión para no volar juntos en caso de accidente. Así que llegué primero a esa ciudad, donde lo esperé a él, a mi abuela y mi mamá.
Ya internada en el hospital me apesadumbró verla postrada sobre el austero lecho, con una aguja en su amoratada muñeca, donde un grosero brazalete de plástico tenía inscrita su endeble identidad, ella me dijo:
Manuelito, ¿ adivina qué ?, tengo antojo de uvas.
No dejé que concluyera su modesta petición, salí presuroso a tomar un automóvil de alquiler, y el taxímetro rodó kilómetros marcando dólares hasta que encontré después de recorrer extensa área citadina, la pequeña tienda donde en los anaqueles yacía mi fresco trofeo.

De vuelta al hospital le di de propina al chofer las escasas monedas que conservaba, indignado las arrojó por la ventanilla junto con vociferantes insultos que hacían voltear la mirada a las personas que entraban al vestíbulo de aquel sanatorio, mientras yo avergonzado, descendía del automóvil.
Volví jubiloso a la habitación de mi madre con los racimos de blandas esmeraldas, ahí los enjuagué en el lavabo. Renée gustosa engulló aquellas uvas, y yo goloso devoré su sonrisa.
Al día siguiente, la operación sería temprano. No vi a mi madre antes de que la llevaran al quirófano. Me resistí a la despedida, una porción de mi cerebro anhelaba que sobreviviera, otra sección de mi mente estaba convencida de que ella partiría. Mi madre y yo sin necesidad de decírnoslo sabíamos que ella no deseaba vivir más.
Sintiéndome culpable por no haberme levantado antes, me presenté en el hospital a media mañana, me informaron que tras la intervención ella había salido bien, lejos de alegrarme, la noticia me provocó más angustia, pues intuía el fatal desenlace de todos modos.
Deseaba salir de aquel angustioso limbo donde me encontraba presintiendo su muerte. No la pude ver en todo el transcurso de la tarde, pues la mantuvieron en terapia intensiva.
Volví al hotel.

La madrugada del 30 de septiembre de 1971, sonó el teléfono de mi habitación con la voz del médico diciendo que mi padre y yo debíamos acudir de inmediato.
De la estación radiofónica que escuchaba el conductor del taxi donde yo esperaba ansiosamente arribar al hospital, emergían tenuemente los acordes de una canción cuya letra melancólicamente repetía:

Oh mamy, oh mamy, mamy mamy, oh mamy blue.
En aquellos angustiantes momentos, me estrujó aquella melodiosa coincidencia.
Cuando el médico se dirigió a mi padre para decirle que mi madre se encontraba en estado crítico, tanto el hombre de blanco como yo nos sorprendimos cuando mi padre sin atreverse a confrontar la situación me dijo que yo entrara a verla. Aquel médico lo miró desconcertado. Fue devastador ver a mi madre en aquellas condiciones. Yacía ahí inconsciente con el torso desnudo. Parecía como si el tiempo se hubiese adelantado, era difícil creer que fuese ella, ante mí estaba una mujer envejecida y demacrada.
Su boca estaba groseramente abierta por un tubo por donde recibía oxígeno, aquellos bonitos y finos labios parecían los de un burdo pez agonizante. Me incomodó ver su torso desprovisto de maternidad, sus pechos eran vacías bolsas de fugitiva feminidad. Los pezones parecían dos agrias pasas inútiles y secas. La piel de su tórax estaba ajada y amarillenta, ahí se encontraba la incisión del bisturí cosida con burdo hilo pardo, la tajada era larga y curva igual a embestida de guadaña.
Me sobrecogió ver que encima de la fresca herida, un robusto médico interno pelirrojo le aplicaba violento masaje al corazón tratando de que palpitara nuevamente, él transpiraba por el esfuerzo, temí que le rompiera el esternón.
Me percaté entonces, de la irrealidad de las películas y programas de televisión, donde actúan esta técnica casi como una caricia, la verdadera maniobra para resucitar a una persona consiste en apretones tan violentamente insistentes sobre el tórax, que temí que aquel fortachón parecido a un vikingo, le rompiera los huesos, tanto era el esfuerzo del médico interno que transpiraba profusamente. Temí por lo adolorida que estaría al despertar.

Mi madre Renée después de esto no estuvo adolorida, nunca lo estaría más.
Al no obtener resultados palpitantes, le colocaron en el pecho las paletas del desfibrilador para restablecer el ritmo cardíaco, mi mamá saltaba con las descargas eléctricas, era ya vulnerable sardinita enredada en la red de la inmisericorde muerte.
Tal y como yo lo había visto en las películas del cinematógrafo, aquellos aparatos que describen en sus monitores los signos vitales con luminosas gráficas verdes, se pusieron a zumbar de manera irritante, y una línea horizontal, plana, despojada de esperanza me anunció que yo quedaba huérfano.
Los médicos desprendieron sus cubre bocas arrojándolos al cesto de basura semejantes a inútiles suspiros, uno de ellos me dio una suave palmada en el hombro con la consabida sentencia de:
Hicimos todo lo posible.
Obtuve la certeza de que mi madre ya no sentiría dolor por su vida marchita. Vacía. Ya no despertó. Se fue sin despedirse. Ella y yo sabíamos de antemano que así lo haría. A los cuarenta y cinco años de edad, ella partió libremente a cortar ciruelas.
El personal médico y las enfermeras me rodearon. Dijeron que también sus riñones habían fallado, se había hecho todo lo posible. No lloré. Les di las gracias. Alargué mi mano para estrechar cada una de las suyas. Una enfermera tímidamente evitó confrontarme, y empezó a recoger los instrumentos quirúrgicos.
Salí y le informé a mi padre que mi madre se había ido. No recuerdo cual fue su reacción, ofuscado se introdujo a uno de los baños del hospital.
De regreso al hotel, toqué a la puerta de la habitación de mi abuela Josefina. Abrió con sorpresa. Según palabras de la religión de Los Testigos de Jehová que mi abuela profesaba, le informé que mi madre estaba dormida. Que no despertaría hasta que el Yahvé viniese por muertos y vivos. Luego le indiqué que nos veríamos por la mañana.
¿ Dormir ?, me preguntó histérica. ¿ Cómo puedes ?
Le expliqué que si no trataba de hacerlo, estaría en peores condiciones al día siguiente en que yo tendría que arreglar los trámites aéreos. La devastada anciana permaneció en el umbral de la puerta, diciendo no sé que cosas entre dientes.
Volví a mi cama. No estoy seguro si dormí. Creo que tuve fiebre.
Por la mañana bajé a la recepción del hotel. Encontré a la abuela sentada en un sillón del vestíbulo. Era un bulto de vejez, seca y gris. Pagué la cuenta y subí por mi padre al que encontré en deplorable estado, tuve que ayudarlo a vestirse, recuerdo haberle subido la bragueta de su pantalón. En la terminal aérea, mi padre estaba ebriamente fuera de sí. La gente volteaba a mirarnos. Me sentí indignado y furioso.
Llegamos al Aeropuerto Internacional Benito Juárez de la Ciudad de México, en la pista de aterrizaje nos esperaba un grupo de personas junto a la camioneta funeraria que llevaría el ataúd.

Descendí la escalerilla de la aeronave erguidamente. Vestía traje gris, camisa color de rosa y corbata floreada, dicho atuendo lo había escogido de antemano. Aunque sabía que mi madre Renée no volvería con nosotros, yo no me vestiría con el tradicional luto, cuando presencio la muerte, dentro de mí el color negro se desborda corrosivamente entre mis vísceras, enredado en las circunvoluciones cerebrales, en los más recónditos recovecos del extraviado ánimo.
El personal del cementerio me preguntó si deseábamos un ataúd de metal. Les dije que no, que esa caja de madera natural estaba bien; ellos insistieron en su venta. Para que no hubiese duda, les grité:
¡ No la toquen, déjenla en paz !
Algunos parientes y yo cargamos la caja. Yo casi no hacía esfuerzo. Los más altos y fuertes soportaban todo el peso. Mi padre les dijo a los enterradores que nos dieran palas. Algunos palearon. Me negué a hacerlo.
En vez de cubrir a mi madre con insolente tierra, pensé que hubiera sido mejor hacerlo con manzanas.
No pude llorar la muerte de mi madre Renée. No había donde ni con quien hacerlo. La recordaba nebulosamente, ella tenía el cabello en ocasiones de espuma plateada, y en otras semejante a un nido de gansos nocturnos, quietos y bellos con picos de madera.
Después de sus quehaceres cotidianos le agradaba dormir un rato durante el día, entonces parecía un hada invasora que había dejado empeñada su tiara de hielo, sublimemente frío, igual a las lágrimas que valientes siempre se congelaron en sus ojos para no ser vistas por ninguno.
Vivió siempre una vida prestada, su existencia tenía pasaporte ajeno a ella. Y volaba y era una princesa. Y reía y era una esclava.
Y moría y nadie lo notaba. Y amaba y eso le quemó su aliento.
Le gustaban los copos de la nieve y la obra del pintor Paul Gauguin.
Cuando se maquillaba cantaba sola, silbando se convertía en vibrante acerina. Labios suaves que de niño me cobijaron bajo aroma a naranja en cautiverio.
Y cuando ella estaba triste me apretaba muy fuerte la mano, y yo por dentro me molestaba.
Y portó un collar de coral, pero nunca tuvo oportunidad de jugar con caracoles.
Degustaba nueces intercalando sorbos de champagne. No le agradaban los abrigos de costosa piel. Monarca descalza.
Le encantaba la música, sin embargo, no me dio tiempo de obsequiarle una canción completa.
Igual a un lirio en desfalleciente vals nocturno se desvaneció sin decir adiós. Se convirtió en las estrellas que forma la luz en las gotas sobre las alas de las aves. Fermentó su ausencia en tenue licor que me moja las palabras, transformada en esas tibias horas que envuelven a la garganta de los bosques. Germinó en clavel de mármol rojo, anidó en la mirada de un color dormido, en conversación entre palomas, en corona de limones.
Se diluyó en sublime espectro que no me asusta recordar.

©Manuel Peñafiel - Fotógrafo, Escritor y Documentalista Mexicano.

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1 Mi mamá Renée Ruíz Sandoval ( 1926 - 1971 ) a los 5 años de edad ©Manuel Peñafiel.

2 Renée Ruíz Sandoval ( 1926 - 1971 ), madre de Manuel Peñafiel.

3 Renée Ruiz Sandoval ( 1926 - 1971 ) ©Manuel Peñafiel.

4 Renée Ruíz Sandoval ( 1926 - 1971 ) ©Manuel Peñafiel.

5 Renée Ruíz Sandoval ( 1926 - 1971 )©Manuel Peñafiel.

6 Renée Ruíz Sandoval ( 1926 - 1971 ) con su hijo Manuel Peñafiel, fotógrafo, escritor y documentalista, Estudio Cyrano, Ciudad de México, 1948.

De izquierda a derecha:

7 Renée Ruíz Sandoval ( 1926 - 1971 ), mamá de Manuel Peñafiel, 1963.

8 Renée Ruíz Sandoval ( 1926 - 1971) , 1963 mamá de Manuel Peñafiel.

9 Renée Ruíz Sandoval ( 1926 - 1971 ), 1971 Fotografía de Ricardo Peñafiel Sánchez ( 1925 - 1980 ) ©Manuel Peñafiel.